La justicia, la historia, la política

Mario Wainfeld

21/01/2007

El revuelo y los debates desencadenados por la revisión judicial de los crímenes
prohijados desde el Estado durante el tercer gobierno peronista son tan
inevitables como auspiciosos. Es una lástima que la discusión recaiga en todos
los vicios de las polémicas mediatizadas: un simplismo fenomenal, un
gobiernocentrismo exagerado, una falta de fe palmaria en la naturaleza
poliárquica de la democracia, aun de la imperfecta democracia vigente.

Dos pedidos de extradición requieren a María Estela Martínez de Perón. A primera
vista, nada los diferencia pero los fundamentos de los jueces federales Héctor
Acosta y Norberto Oyarbide son diferentes, sobre todo en su consistencia legal y
aun histórica, y bien podrían serlo en sus proyecciones ulteriores.
Ambos magistrados investigan delitos atribuidos a la Triple A, pero escogen
modos distintos de adjudicar las responsabilidades penales. Acosta, sin tener
pruebas que remitan a esa norma, "decide" a priori que una desaparición
comenzada durante el gobierno de Isabel y continuada en la dictadura tiene como
génesis el zarandeado decreto de Italo Luder que ordenaba a las Fuerzas Armadas
aniquilar el accionar de la subversión. En el imaginario de Su Señoría (calco de
una excusa recurrente de los represores) fue un cheque en blanco para abocarse
al terrorismo de Estado. Una hipótesis sin precedentes, una confesión escrita en
la que jamás incurrió la propia dictadura.

La operación intelectual de Acosta es chocante a la lógica de la tarea
tribunalicia. El judicial es el único de los tres poderes del Estado que,
centralmente, trabaja sobre casos individuales. El Ejecutivo y el Legislativo,
como regla, tienden a las normas o acciones de repercusión general. El método
judicial es el inductivo, partiendo de los hechos a su explicación. La
inferencia deductiva del juez, que cimienta sus sucesivas citaciones, es
puramente analítica: no es que algún represor haya dicho que acataba esa norma o
que recibió órdenes en su consecuencia.

Acosta tiene una teoría, que podría cifrarse así: el decreto de Luder habilitó
el terrorismo de Estado, pues dejó manos libres a las Fuerzas Armadas durante el
gobierno peronista (que sobrevivió pocos meses al decreto) y aún durante la
dictadura.

Es el argumento de la feroz derecha nativa: la dictadura cumplió (con entusiasmo
impar) un mandato del gobierno democrático que la precedió, admítase un
sarcasmo, en una perversa versión del principio de continuidad jurídica del
Estado. Pero he aquí que el susodicho gobierno fue derrocado, sus principales
dirigentes encarcelados, los bienes de muchos de ellos confiscados. La
Constitución fue sustituida por un engendro que alteró entre otras minucias los
mecanismos de elección de los gobernantes, la duración de los mandatos, su
origen y una ristra de derechos arraigados en la tradición occidental. La
legislación del gobierno popular fue arrasada, comenzando por la Ley de Contrato
de Trabajo. Sólo haría quedado –enhiesto, invicto– ese decreto. Que en medio de
ese cambio de paradigma se atribuyan responsabilidades ultraactivas a los
vencidos y desalojados no soporta el más mínimo análisis.

El juez se aventura en un lodazal y, la vida es así, se hunde nomás. En vez de
buscar responsabilidades penales (que el garantismo imperante exige precisas y
tipificadas), mezcla la jurisdicción con la historia y hace un barro fenomenal.
Uno de los precios es la citación al ex presidente Raúl Alfonsín para hurgar en
cómo se comportaron los dirigentes peronistas en 1983 en relación con la
investigación sobre el terrorismo de Estado, se supone que para buscar un "pacto
de silencio", categoría repudiable pero no judiciable.

La conducta de la mayoría de la dirigencia peronista de entones es, en lo
sustancial, conocida. Su relevancia histórica es grande, su implicancia penal,
nula. Es más, fue uno de los puntos que el pueblo, constituido en cuerpo
electoral, votó en 1983. La complicidad del peronismo con la dictadura, su
"culpa" política en su advenimiento, la miserable tibieza de su facción
dominante en relación con juicios ulteriores, fueron eje de campaña. La
obstrucción, cuando menos el desdén, de la "nomenklatura" peronista de entonces
a la Conadep y al Juicio a las Juntas, son desdeñables políticamente pero no
constituyen delitos criminales.

Acosta frisa un precipicio, el de llevar al banquillo a los que pusieron
escollos en la búsqueda de la verdad y la justicia. Exagerando su punto, sin
distorsionarlo, llegaría el momento de investigar a todos los políticos que, hoy
día, proponen cerrar la pesquisa sobre el pasado, en vista de que intentan
proteger a autores de crímenes imprescriptibles. Quienes lo hacen pueden, en
sentido figurado, ser imputados como encubridores. En los estrados penales, no.
Será por holgazanería para pesquisar o por exhibicionismo mediático o por
incompetencia. Las explicaciones pueden ser mestizas. En cualquier supuesto, el
hombre está mal rumbeado: el camino adecuado es bien otro, el que (la vida te da
sorpresas) transita Oyarbide.

Una servilleta bien escrita

El apodo "jueces de la servilleta" designó a un conjunto de magistrados
federales inescrupulosos que se alinearon de modo funcional a la entrega y
corrupción que campearon en el gobierno menemista. Sus capacidades técnicas (en
muchos casos nulas o irrisorias) no fueron el pilar de su desprestigio, algunos
de ellos no son negados en materia jurídica. No merecen seguir siendo jueces,
deberían haber sido destituidos pero algunos saben fundar una decisión.
Oyarbide, al que el PJ hizo zafar de una destitución que merecía, es un ejemplo.
Cuando quiere redactar una sentencia correcta, puede.

La breve resolución que pide la captura de Isabel da en la tecla cuando funda la
búsqueda en la figura penal: "la asociación ilícita denominada Triple A". A
diferencia de su colega, Oyarbide arranca de lo particular; los hechos
violentos, el designio de cometerlos, el armado de una organización criminal
desde el Estado.

Saber que hubo una asociación ilícita llamada Triple A (conocimiento accesible a
cualquier persona medianamente informada) conducida desde el gobierno, al
servicio de sus intereses políticos, es una certeza no equivalente a la prueba
penal. El juez cita como fundamento de su decisión testimonios alusivos a
conversaciones en el seno del gobierno acerca de acciones futuras de la Triple
A. Oyarbide, pues, parte de declaraciones sobre hechos concretos y no se
proyecta a la superestructura legal como su colega Acosta.

Para procesar a Isabel esos testimonios son un buen elemento, seguramente no se
bastarán para una condena. Los hechos son denunciados por testigos no
presenciales, "de oídas" (parientes de Julio Troxler, Eduardo Duhalde porque se
la contó el entonces ministro Antonio Benítez). El relato es, en perspectiva
histórica, convincente. Pero, para acreditar la exigente autoría penal, tienen
un peso menor los testigos que deponen sobre hechos que no cayeron bajo el
alcance de sus sentidos (quienes hablan de lo que no vieron, escucharon, olieron
o palparon directamente como por ejemplo una narración de terceros).

La política de K no es de K

Cayendo en la anécdota, la información disponible no facilita sospechar que
Acosta esté teledirigido desde la Casa Rosada. Su rumbo, más bien, enriquecerá
la praxis y el discurso de los represores. Los defensores de Von Wernich, vaya
un pálpito, se valdrán de la doctrina Acosta o podrían hacerlo. Oyarbide es más
viscoso pero, como buen federal, desde la caída del menemismo suele jugar para
él mismo, en afán de garantizar su perduración antes que en línea con el
Gobierno. Claro que sus fallos sólo son imaginables en esta coyuntura. Es
conspicuo el oportunismo histórico de los jueces, astutos para husmear el rumbo
de los vientos culturales y mimetizarse con los climas dominantes, lo que no es
monopolio del campo de los derechos humanos, en materia laboral es patente la
ciclotimia judicial, a lo Zelig. Y en Argentina, en lo tocante a derechos
humanos, se ha cambiado de pantalla.

El escenario en materia de derechos humanos ha variado desde la asunción de
Néstor Kirchner. Era lógico que sobrevinieran acontecimientos no esperables en
otros tiempos. Se ha recuperado la capacidad punitiva del Estado, las víctimas
mejoraron su autoestima y pueden hacerse oír con menos resquemores, los
represores avizoran que están a un tris de ir presos, dendeveras. Frente a una
nueva realidad, muchos actores reaccionan y modifican de nuevo la escena.
Enumeremos, sin agotar la nómina, algunos ejemplos recientes: la desaparición de
Jorge Julio López, la proliferación de testimonios de militantes o víctimas, el
secuestro de Luis Gerez, la activación de causas viejísimas sobre la Triple A.
Habrá más, esperables, inesperados, todo al tiempo.

Muchos analistas y políticos reducen tan rica contingencia a una operación del
Gobierno y la tabulan en función de réditos (imaginarios o reales) que busca el
kirchnerismo. Abruma la pobreza de esa mirada monocausalista, negadora de la
compleja trama de una sociedad plural y sorprende su parentesco con un flanco
débil del oficialismo. El kirchnerismo, Kirchner mismo a veces, incurre en
soberbia cuando se autodefine como fundacional en la lucha por los derechos
humanos. Sus contradictores, en espejo, le atribuyen omnipotencia, en aras de
construir un esquema binario, agigantando al Goliat adversario para vestirse con
la ropa de David.

Las hipérboles desde ambas trincheras pintan mal la aldea común. El giro
impuesto desde 2003 fue grande pero tuvo más de radical acentuación de la
tendencia, que de ruptura. La decisión de Kirchner germinó en un suelo labrado
por los organismos de derechos humanos, por los jueces y camaristas que
declararon inconstitucionales las leyes de la impunidad. La ley que fulminó la
obediencia debida y el punto final fue una bandera tenazmente sostenida en
minoría por fuerzas que ahora son opositoras, en base a un proyecto de Patricia
Walsh que contó con el apoyo del ARI. Su remake no sólo fue votada por el Frente
para la Victoria, también por esos precursores y los socialistas. La "política
de derechos humanos de Kirchner" es un remate, notable, de una acumulación
enorme. Vale agregar que el avance en la búsqueda de verdad y justicia cuenta
con un entorno internacional favorable como jamás lo hubo antes.

El Gobierno y los jueces inciden pero no controlan ni definen todo lo que pueda
sobrevenir. En una sociedad plural, en una poliarquía, nada está sellado de
antemano. El historiador Luis Alberto Romero (libre de sospechas de favorecer o
aliviar al kirchnerismo) escribió en La Nación algo digno de resaltar y fácil de
compartir: "No sé quiénes impulsan la revisión judicial ni quiénes serán sus
beneficiarios inmediatos. Los procesos históricos tienen causas que van más allá
de la intención de sus agentes. Pero estoy convencido de que ya era hora de
hacerlo y que mirar el pasado de frente es siempre saludable". Y ya que...

... de historia hablamos

En una intervención desafortunada, evadiendo decir de frente si aprueba o
rechaza que se investigue a la Triple A, Roberto Lavagna atribuyó el activismo
judicial a una revancha de los que fueron echados de la Plaza. Más
genéricamente, muchos proclaman que está en ciernes (o en juego) el juicio
histórico definitivo sobre Juan Domingo Perón o el peronismo.

El debate sobre Perón se retrotrae a 60 años y subsiste, algo mitigado por el
efecto sedante del paso del tiempo. El tres veces presidente murió hace más de
30 años y (aunque su cuerpo es demasiado requerido, mutilado o trasladado casi
siempre con fines ruines o baladíes) ese tiempo diluye muchas cosas, incluida la
pasión. El supuesto balance sobre esa figura jamás será unánime, gracias al
cielo. Una sociedad democrática es refractaria a la hipótesis de una sola
narrativa histórica. Tampoco serán los aburridos e insuficientes expedientes
judiciales la fuente principal de la construcción de los relatos ciudadanos.
Perón fue un dirigente dominante durante más de treinta años en los que gobernó
con mayor o menor poder, fue exiliado, proscripto y prohibido entre otras
vicisitudes. Lo hizo en contextos nacionales e internacionales muy cambiantes,
por lo que lo razonable sería tener un juicio complejo que dé cuentas de
aciertos, errores, virtudes y demasías.

Empezando a derrapar a la subjetividad pura, este cronista considera que en ese
juicio le sumará el formidable proceso de inclusión social y protagonismo
plebeyo que encabezó desde el gobierno militar y en su primer mandato. Y que
será un baldón todo lo que propició la violencia en su gobierno, la designación
(y delegación) de López Rega e Isabel, que no accedieron a sus posiciones por
ganar al Loto sino por integrar el "dispositivo" del General herbívoro a la hora
de su vejez.

El silencio no es salud

A los ojos del autor de esta larga e insuficente columna es clavado que la
Triple A fue un ejemplo del terrorismo de Estado, sin desconocer que la
dictadura instaló un cambio cualitativo en la Argentina. Investigar y juzgar a
sus autores materiales es, en el escenario actual, pura congruencia, al tiempo
que un avance. Ese avance, como todo cambio de época, no puede estar exento de
riesgos y desafíos. Se ha hablado en estos días de la caja de Pandora y la
metáfora es válida si se entiende el contexto de la leyenda que la originó. La
caja de Pandora tiene como presupuesto una sociedad conforme, un orden deseable
y justo, una ideología remisa al progreso. La Argentina de la violencia sectaria
y el terrorismo estatal no fue esa arcadia, la de la impunidad tampoco. Alterar
los cimientos de una sociedad es un sacudón con algunas consecuencias
impredecibles y con enemigos de temer. El statu quo "pre Pandora" viene siendo
injusto, oprobioso, cómplice e intolerable.

Otro tópico socorrido es denunciar que se pierde demasiada energía mirando al
pasado. Mariano Grondona lo embellece con la remisión a la parábola de la mujer
de Lot. Mauricio Macri lo reversiona a su modo, monosilábico y con menos riqueza
de fuentes. El cuestionamiento a la pulsión por el pasado como escollo para la
construcción del futuro, paradójicamente, brota de labios conservadores y no
resiste el menor análisis fáctico de cara a una época de crecimiento del PBI,
del consumo, de la actividad económica.

Digámoslo: no hay contrato social que se pueda edificar sobre el terror y el
encubrimiento ulterior. El desprestigio de la democracia, en este suelo, tributa
bastante a la impunidad que campeó, cuya génesis es la falta de castigo a los
responsables de delitos de lesa humanidad.

La puja por una sociedad digna de ser vivida es dura y zigzagueante. Implica
hacerse cargo de una agenda densa. Mucho más rica, más fincada en la diversidad,
menos ambiciosa y menos terminante que la de los '70. En aquel entonces, los
derechos humanos no eran un ítem y hoy soy un bastión, algo que muchos
nostálgicos desconocen u olvidan y muchos reaccionarios niegan.

Los pueblos (como las personas en sus módicas biografías) poco ganan con el
miedo y el no te metás. Contra lo que alega el vizcachismo, son dueños de lo que
dicen, de lo que asumen, de lo que elaboran. Y esclavos de lo que callan, lo que
ocultan o lo que niegan.

Mario Wainfeld es un analista político que colabora regularmente con el diario argentino Página 12

Fuente:
Página 12, 21 enero 2007

Subscripción por correo electrónico
a nuestras novedades semanales:

El responsable de tratamiento de tus datos es Asociación SinPermiso y la finalidad del tratamiento es hacerte llegar nuestras novedades. Puedes ejercer tus derechos en materia de protección de datos contactando con nosotros*. Para más información consulta nuestra política al respecto (*ver pie de página).