La prostitución: una mirada feminista

Begoña Zabala

Justa Montero

16/07/2006

  
La extensión del feminismo, su empeño en visibilizar la realidad de las mujeres y
en nominarlas como sujetos de derechos ha logrado que cada vez sean más las que
toman la palabra y expresan sus exigencias y propuestas. Esto sucede también en el
caso de las mujeres que ejercen la prostitución. Las prostitutas se han hecho presentes
para hablar de su realidad y han devuelto una visión compleja de ésta, llena
de matices y en ocasiones contradictoria, sobre las diferentes condiciones y circunstancias
en las que ejercen su trabajo, sus vivencias y exigencias. Sus planteamientos,
como su realidad, no son uniformes: existen mujeres que quieren dejar la
prostitución y otras que quieren trabajar vendiendo servicios sexuales.
A lo largo de los más de treinta años de su reciente recorrido, el movimiento feminista
ha profundizado en su análisis de unas realidades supuestamente simples y
estereotipadas desentrañando su propia complejidad y dinámica interna. Esto, que
sin duda supone un éxito, desde nuestro punto de vista cuestiona los discursos line-
ales que siguen planteando algunas corrientes feministas, que mantienen encerradas
a las mujeres en categorías abstractas y cuyos planteamientos sobre la opresión
y la sexualidad dejan fuera los procesos personales y propuestas de muchas de
ellas, entre las que se encuentran las prostitutas. Por esto consideramos que, en este
debate, escuchar a las prostitutas constituye un pre-requisito para conocer su realidad,
entender las implicaciones del debate, formular alguna propuesta que pueda
ser útil y actualizar un discurso que se enriquezca al incorporar las nuevas realidades
que la propia actividad feminista y la sociedad han generado.

Las diversas realidades de la prostitución

El debate no es nuevo en el movimiento feminista; ya a finales de los 80, grupos de la
Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas lo impulsaron y, de la mano de
prostitutas italianas como Carla Corso y Pia Covre, se desarrolló la reflexión. Lo que
sí es nuevo es la virulencia actual del mismo.
Entre las posiciones, fuertemente encontradas, de quienes defendemos los derechos
de las trabajadoras del sexo y quienes defienden el abolicionismo, existe un
acuerdo básico en el decidido apoyo a las demandas de las mujeres que quieren dejar
la prostitución y exigen a las administraciones públicas medidas de carácter laboral
y social que lo haga posible.
También existe consenso sobre la denuncia y condena de las mafias de la prostitución
que extorsionan y fuerzan a las mujeres, mediante engaño, coacción y violencia
a trabajar a su servicio, manteniéndolas en muchos casos encerradas, privadas de libertad
en condiciones prácticamente de esclavitud. Pero consideramos que hay que ir
más allá: la exigencia de medidas eficaces y contundentes para perseguir a esas mafias,
tiene que ir acompañada de reclamar, con la misma firmeza, que se atienda la
demanda inicial de estas mujeres que no es otra que la de permanecer aquí para trabajar,
ofreciéndoles su regularización, evitando así la aplicación de medidas policiales
que acaban expulsándolas a sus países de origen.
Porque es evidente que el fenómeno de las mafias, tal y como se manifiesta hoy,
tiene mucho que ver con las políticas de inmigración y sobre todo con la negativa
de los países ricos a aceptar la presencia, de forma legal, de inmigrantes pobres en
sus territorios. Y llama muchísimo la atención que sean precisamente los partidos
que están gobernando hoy en Europa los que impulsan, al mismo tiempo, posturas
cada vez más penalizadoras y abolicionistas respecto a la prostitución y medidas
crecientemente restrictivas para la inmigración, por medio de leyes que recortan los
derechos de las personas extranjeras.
Ahí acaba el consenso. El desencuentro entre las distintas posiciones no se produce
por la caracterización de las mafias, sino por la caracterización de la prostitución,
por la identificación que las posiciones abolicionistas realizan entre ésta y las
mafias y, por lo tanto, la extrapolación de las características que concurren bajo las
mafias a todo el ejercicio de la prostitución. Así de claro se recoge en el “Manifiesto
por la abolición de la prostitución”: “Que la prostitución constituye, en todos los
casos y circunstancias, una enérgica modalidad de explotación sexual de la personas
prostituidas, y una de las formas más arraigadas en las que se manifiesta,
ejerce y perpetua la violencia de género”. Esta simplificación extrema de las diversas
realidades que encierra la prostitución impide, por ejemplo, diferenciar entre
la prostitución forzada y la no forzada; las distintas situaciones entre quienes realizan
este trabajo: inmigrantes sin papeles, estudiantes, amas de casa, etc; las condiciones
materiales en las que lo realizan: en la calle, en un piso, en clubes…
Por esa misma lógica, la relación que establecen entre prostitución e inmigración
puede llevar a concluir que todas las mujeres que se dedican a la prostitución vienen
desde otros países de la mano de las mafias que las obligan a prostituirse en
contra de su voluntad. Todo esto supone una distorsión de la realidad que arrastra
serios problemas en el plano ideológico y práctico.

Otras formas de abuso y explotación

Resulta por tanto pertinente señalar la existencia de otra formas de abuso y explotación
de las prostitutas, obviamente condenables, pero no equiparables a las mafias
esclavistas. Por ejemplo, se producen extorsiones a las trabajadoras del sexo inmigrantes,
a partir de las redes “comerciales” e incluso familiares que las introducen
ilegalmente en el país, cobrándoles enormes sumas de dinero que las dejan endeudadas
durante años. Se trata sin duda de una extorsión execrable, pero no es lo mismo
que las mafias. Aquí no hay engaño ni coacción, sino usura y utilización de una
legislación que marginaliza, de hecho, tanto la prostitución como la inmigración realmente
existente, y desde este prisma habría que tratarlo.
Por otro lado, también vemos necesario considerar que cuando el sexo se monetariza,
y en mucha mayor medida si no existe ningún tipo de regularización y por
tanto en ausencia de derechos reconocidos para las prostitutas, se puede manifestar
la sobreexplotación de las mujeres por los dueños de clubes, los proxenetas, los
clientes. Pero esto, contra lo que evidentemente manifiestan las propias trabajadoras
del sexo, no es esclavitud sino explotación ¡que ya es decir mucho! La distancia
entre unas realidades y otras es precisamente lo que requiere un mayor
análisis, sobre todo cuando estas posturas llevan a criminalizar y deslegitimar aún
más el ejercicio mismo de la prostitución haciendo que esta actividad funcione en
los márgenes de la legalidad, donde las realmente indefensas e “ilegales” resultan
ser las trabajadoras del sexo.
Reducir las distintas realidades de la prostitución a una definición ideológica previamente
establecida en términos de agresión y esclavitud sexual no se ajusta a la
complicada realidad, y por tanto no resuelve ninguno de los problemas. Sin reconocimiento
de derechos para las prostitutas se acentúa su vulnerabilidad y se favorece
la impunidad de quienes se benefician de ello. Desde este punto de vista hablar de
abolir o erradicar la prostitución representa una posición ideológicamente más confortable
para quienes la defienden, pero muy poco útil en la práctica para las mujeres
directamente implicadas.
Pero el centro del debate aparece más claramente cuando se trata de atender las
demandas de quienes, autodefiniéndose como trabajadoras del sexo, afirman que la
prostitución no siempre es producto de la coacción, que no lo es en su caso y que
quieren continuar trabajando como prostitutas. En esto nos vamos a detener en las
siguientes líneas. La sola existencia de quienes así hablan cuestiona la argumentación
ideológica central del abolicionismo que identifica prostitución con esclavitud,
y además sitúa en primer plano muchos elementos, todos ellos complejos, que
intervienen en el debate de la prostitución: la consideración, en tanto que actividad
remunerada, como un trabajo; la libertad para realizar esta actividad, la cosificación
de una persona por el hecho de practicar sexo mediante precio; la objetualización
de una relación que se pretende afectiva y amorosa.
Es más, independientemente de lo que para cada persona represente la prostitución,
abolirla resulta impracticable porque las causas de que exista están profundamente
arraigadas en las estructuras sociales y construcciones ideológicas de esta sociedad
patriarcal y capitalista. Las causas últimas de la prostitución hay que buscarlas en la
confluencia que se produce en sociedades como las nuestras, entre el mercado y la
progresiva mercantilización de aspectos de la vida y de las relaciones sociales, con un
modelo sexual androcéntrico y heterosexista en el que se manifiestan las relaciones jerárquicas de género impulsada por instituciones y construcciones ideológicas que lo
afianzan. Por lo tanto, habría que empezar por acabar con la hipocresía de considerar
que este modelo de sociedad puede acabar con el tipo de sexualidad que favorece.

Las causas

Un modelo sexual atravesado por las relaciones de dominación de los hombres y subordinación de las mujeres que, entre otras características, sitúa en el centro la satisfacción del deseo sexual de los hombres al considerar que la sexualidad masculina
está guiada por el objetivo de conseguir su placer sexual, como sea. Las mujeres por
el contrario deberían controlar su propio deseo y expresión sexual (además del deseo
del varón) por lo que la sexualidad femenina no debe ser explícita. Un modelo que,
como ha señalado la socióloga e investigadora de la prostitución, Raquel Osborne,
promueve, como parte de la masculinidad, la separación entre sexo y afecto entre los
varones, mientras que su identificación se considera de la feminidad.
Tampoco hay que perder de vista que la familia manifiesta serias limitaciones
como institución legitimadora de las relaciones erótico-afectivas produciendo relaciones
sexuales profundamente insatisfactorias, que ha habido cambios en las relaciones
familiares, que hay mujeres que han transgredido los limites establecidos
por la moral sexual dominante y que el feminismo ha introducido importantes fisuras
en los estereotipos de feminidad y masculinidad; aun teniendo todo esto en
cuenta, lo señalado más arriba sigue operando para fijar las normas y pautas de
comportamiento sexual.
Pero además, en el debate sobre prostitución resulta necesario analizar cuáles son
las causas que mueve, aquí y ahora, a una mujer a trabajar vendiendo servicios sexuales.
Las causas pueden resultar muy variadas y fruto de un compendio de circunstancias personales y laborales, así como de múltiples condicionantes sociales,
culturales y económicos. En muchos casos la razón resulta apremiante y obvia: la
necesidad de ganarse la vida. Que aparezca como una opción de trabajo muestra
también hasta qué punto son escasas y precarias las alternativas laborales que se les
ofrece (servicio doméstico, hostelería), y explica la numerosa presencia, desde hace
años, de mujeres inmigrantes en la prostitución que, en buena medida reemplazan
a las mujeres autóctonas que se han desplazado a otros sectores laborales.
Pero no es la única razón pues hay mujeres que, teniendo otras opciones y sin aducir
premuras económicas, hacen explícito su interés por trabajar como prostitutas,
independientemente también de la mayor o menor temporalidad de su opción. Son
todas ellas razones por las que se incorporan a este trabajo y por las que muchas
permanecen voluntariamente en él.
En esta consideración de la prostitución como una opción de trabajo resulta clarificador
establecer la comparación con otra de las ofertas laborales que se les presenta:
la del servicio doméstico. La prostitución y el servicio doméstico y de cuidados (a
personas ancianas y/o enfermas, a niñas y niños) constituyen los dos sectores donde
hay una mayor presencia de mujeres inmigrantes. Curiosamente los dos incorporan
servicios “de cuidados” a otra persona que obligan a atender sus reclamos, sus necesidades
físicas, sexuales y afectivas. En los dos sectores hay una amplia demanda dirigida
a mujeres inmigrantes. Como empleadas de hogar, sus condiciones de trabajo
son precarias, en algunos casos muy duras pues exigen disponibilidad horaria absoluta,
control de movimientos, bajos salarios y menos derechos de los que disfruta el
resto de trabajadoras y trabajadores. La causa es que el servicio doméstico todavía se
rige por un régimen especial (no por el Régimen General de la Seguridad Social), lindando
a veces los márgenes de la legalidad. No cuesta entender que, dado el panorama,
muchas mujeres argumenten que puesto que han venido a ganar dinero, optan
por la prostitución pues en este trabajo ganan más. Se puede concluir también que el
reclamo para realizar este tipo de trabajos es bien sencillo: se buscan mujeres en condiciones de precariedad económica, sin derechos reconocidos, y el mercado ya se encargará de configurar cuál es este colectivo en cada caso.

La prostitución: un trabajo

La capacidad de todas las mujeres para formular sus necesidades y derechos, que el
feminismo preconiza e impulsa, se niega por principio a las prostitutas desde las
posiciones abolicionistas. Articulan un discurso en el que se hace desaparecer a las
mujeres del ámbito de los derechos para reducirlas a la condición de víctimas, sujetos
pasivos incapaces de expresar sus necesidades. Es tal la victimización que recae
sobre ellas que incluso se las nombra con participios pasivos, como “prostituidas”
y “traficadas”. Por este procedimiento se otorga a los hombres más poder que el
que tienen ¡y no es poco! y se niega la posibilidad que todas las mujeres tienen, aún
en situaciones tan difíciles como las que afrontan muchas prostitutas, de tomar las
riendas de su vida. Pero, a pesar de esa exclusión dogmática, algunas prostitutas activistas
manifiestan que su profesionalidad reside en la capacidad de controlar
sus servicios sexuales, y por tanto su cuerpo en esa relación comercial, negociando
con el cliente y determinando ellas los servicios que quieren prestar.
La prostitución por tanto es un trabajo en el que las mujeres realizan una transacción
económica vendiendo, no su cuerpo, sino servicios sexuales a cambio de dinero.
Y en una sociedad donde el trabajo es la principal vía de integración social,
negarles su condición de trabajadoras no sólo las despoja de su condición de ciudadanas
sino que refuerza hasta el límite su exclusión y marginación social: el estigma
que lleva la prostitución.
Pero no es un trabajo como otro cualquiera. No lo es no sólo por la dureza que
comporta en todos los sentidos: por los abusos económicos y sexuales, por el maltrato
y menosprecio que tienen que aguantar de muchos clientes. Si fuera así no se
explicaría el tratamiento sustancialmente distinto que se da respecto a algunas relaciones
no comercializadas, puesto que las pautas de comportamiento no se alejan
mucho unas de otras: las relaciones de algunos clientes con las prostitutas no se diferencian
de aquellas, incluso institucionalizadas, en las que está presente la violencia,
el acoso, incluso el asesinato. Desde el feminismo se lucha contra todas estas
manifestaciones de violencia, pero difícilmente podrán hacerlo las prostitutas si no
se les reconoce como sujetos de derechos.
Pero no es un trabajo como otro cualquiera ya que las mujeres, por ser trabajadoras
precisamente del sexo, suman a todo ello los abusos y menosprecio de la propia sociedad
debido a la doble moral que se practica. La doble vara que se utiliza para medir
la sexualidad, la moral sexual, a las prostitutas y al resto de mujeres, tiene que ver
con la desestabilización que las prostitutas introducen en el modelo tradicional de
mujer (por más que afortunadamente ya esté maltrecho). La trabajadora sexual simboliza
en el imaginario colectivo una figura que transgrede los límites impuestos a las
“buenas mujeres”. Representa a la mujer provocativa, promiscua, que manifiesta
abiertamente su sexualidad, que transita la noche. Y por lo que supone de ruptura con
el estereotipo femenino, y de denuncia de la hipocresía social, se las identifica como
un grupo aparte de mujeres al que se estigmatiza, se marca. El ejemplo más claro de
las negativas connotaciones que se atribuye a las prostitutas es que “hijo de puta” y
“puta” se utiliza como el insulto más descalificativo y degradante que se puede proferir, y que además se proyecta a todas las mujeres que desafían la posición de subordinación asignada, muy particularmente en el campo de la sexualidad.

Combatir el estigma

El estigma se traduce en un rechazo social que aísla a las mujeres y por tanto las
hace más vulnerables a la exclusión, discriminación y explotación, e impide la mejora
de sus condiciones de trabajo. Pero también supone una desvalorización que se
extiende a toda la vida de la mujer que queda así subsumida en la categoría de
prostituta. Es decir no trabaja “de”, sino “es” prostituta. Claramente lo expresan las
siguientes palabras de Lidia Falcón “las mujeres víctimas de la prostitución no
pueden saber, ni entender, ni comprender cómo se realiza una sexualidad placentera,
voluntaria y gratuita”. No se acepta su existencia más allá de cómo la sociedad las define, por tanto no existe diferencia entre su trabajo y su vida privada en la
que también se les niega cualquier posición de sujeto, hasta el extremo de cerrar la
posibilidad de relaciones sexuales elegidas y placenteras para ellas.
No es casual por tanto que esta estigmatización social sea lo que muchas identifican
como el principal problema a combatir.
Aspiramos a una sociedad donde las relaciones no estén mercantilizadas, no existan
instituciones opresivas ni estereotipos adscritos a cada sexo, ni relaciones de
poder entre hombres y mujeres, entre el Norte y el Sur; donde la sexualidad la ejerzamos desde relaciones libres.
Y como sucede con tantos otros problemas, no vemos factible avanzar, desde las
múltiples dimensiones de la lucha feminista, sin abordar los problemas sociales tal
y como hoy se plantean para distintos colectivos de mujeres. Así, contra el estigma
y la discriminación defendemos el reconocimiento de las trabajadoras del sexo
como sujetos de derechos de ciudadanía y, por tanto, sociales y laborales. Quizás
así se creen condiciones para que no se produzca la prostitución forzada y para que
permitan su ejercicio en condiciones de legalidad y dignidad para las mujeres. Esto
significa, en primer lugar, su derecho a ser escuchadas, a definir sus problemas en
su propio lenguaje. Y por tanto apoyar a los colectivos con los que trabajan, como
(entre otros) Hetaira en Madrid o Licit en Catalunya, en la línea por todas compartida
de ir articulando alianzas entre las mujeres.
No sabemos qué será del sexo, del amor, ni de nosotras mismas, pero sí que lo
que nos toque de ese camino queremos recorrerlo defendiendo la libertad y autonomía
de las mujeres y por tanto combatiendo cualquier estigmatización patriarcal.

Justa Montero es cofundadora y miembro de la Asamblea Feminista de Madrid.  Begoña Zabala es cofundadora y miembro de Emakume Internationalistak (Nafarroa). Ambas forman parte del Consejo de Redacción de VIENTO SUR.

Fuente:
Viento Sur, julio 2006

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