La realidad, la utopía y el deseo

Adolfo Gilly

23/10/2005

En el nonagésimo aniversario de Adolfo Sánchez Vázquez

"Las anticipaciones relampagueantes de estos tiempos presentes pueden leerse en Marx, en Rosa Luxemburg, en Edward P. Thompson, en Franz Fanon; y en nuestros días, en la obra vengadora de Mike Davis y de unos cuantos otros que aquí no nombro para no olvidarme de ninguno."

"El hombre es una nube de la que el sueño es viento. / ¿Quién podrá al pensamiento separarlo del sueño?", escribía Luis Cernuda, entre España y exilio, en La realidad y el deseo.

¿De dónde viene el viento que impulsa a este hombre alto, enjuto y severo que se llama Adolfo Sánchez Vázquez? ¿Por qué a los ochenta años de su edad, en 1995, andaba apoyando a la rebelión de los indígenas zapatistas de Chiapas? ¿Por qué cuatro años después defendía la huelga de los estudiantes de esta Universidad, como había hecho años antes, entre 1986 y 1987, con la huelga del CEU? ¿Por qué tanta insistencia, tanta reiteración en conductas punibles, cuál sueño lo arrastra sin cesar hacia esos rumbos?Fui a buscar en sus libros la respuesta; y no tanto en las palabras o en los títulos, sino en aquella forma oculta en que los escritos revelan a sus autores: en las obsesiones, en las repeticiones, en el estilo y en sus altibajos cuando la mano se distrae, cuestión de seguir huellas, indicios, señales dejadas sin querer.

Fui entonces, si de sueños se trataba, a aquel libro donde este filósofo de la praxis habla del sueño: sus escritos reunidos en Entre la realidad y la utopía, cuyo subtítulo dice Ensayos sobre política, moral y socialismo. Si de explicar tenacidades se trata, me dije, en esta tríada moral es el término fuerte, aquel que enlaza política con socialismo y en la conducta humana da contenido de verdad a la una y al otro.

Encontré allí, desde la página primera y reiterada después una vez y otra, el concepto explotación, ese principio de realidad sin el cual pierde sentido toda reflexión política y moral sobre la sociedad capitalista: este es el gran tema de Marx, anota Sánchez Vázquez, pues "qué es en definitiva El Capital sino el tratado de la explotación".

Desde esa realidad puede configurarse la dimensión de la utopía posible que cada tiempo lleva en su seno, escribe Sánchez Vázquez: "la realidad presente marca con su sello las modalidades históricas y sociales de la utopía". Pues, nos dice, "las utopías responden a aspiraciones o deseos de clases o grupos sociales que se muestran inconformes o críticos con respecto a determinada realidad social". En tanto encarnación ideal de esos deseos humanos, agrega, "la utopia se halla vinculada con la realidad no sólo porque ésta genera su idea o imagen del futuro, sino también porque incide en la realidad con sus efectos reales".

La utopía no es, pues, ensueño de un mundo imposible sino, como quería Ernst Bloch, anhelo y esperanza de lo aún-no-advenido.

Pero lo aún-no-advenido, lo que está por venir en los tiempos humanos, no adviene por sí solo. Requiere dos ingredientes propios de la realidad: el deseo y la acción. La forma que ambos toman, deseo y acción, está dada por la realidad que los engendra. En esta sociedad del capital esa realidad, única generadora de utopías verdaderas, se llama ante todo explotación. Y explotación quiere decir orden jurídico que la legitime, imaginario enajenado que la oculte y violencia abierta o potencial que sustente ese orden.

Develar la trama de esa explotación, mostrar y deslegitimar la violencia que la sostiene, es mostrar la razón y la posibilidad de una utopía escondida en los oscuros pliegues de la realidad presente y suscitar el deseo de un mundo-otro, posible porque su germen existe ya en los entresijos de esa realidad. A ese mundo-otro Sánchez Vázquez lo llama socialismo y lo postula como principio moral. En ese principio, activo por definición, se sustentan el deseo que suscita la acción, la razón que la explica y la ira que la alimenta.

"Si la sociedad tal cual es no contuviera, ocultas, las condiciones materiales de producción y de circulación para una sociedad sin clases, todas las tentativas de hacerla estallar serían otras tantas quijotadas", escribía Marx en los Grundrisse, en el capítulo sobre el dinero. A develar esas condiciones está dedicada el alma de su obra.

La utopía posible, la que surge de ese develamiento, es una construcción de la razón y del deseo. Pero para que advenga a partir de esas condiciones materiales existentes y ocultas, no bastan deseo y razón. Hace falta la lucha. Y para que ésta suceda, es menester la indignación moral y su encarnación concreta, la ira contra el intolerable estado de cosas existente. "Quien desea pero no actúa, engendra peste", decía William Blake en sus Proverbios del infierno.

Si esto es así, el socialismo no puede pensarse como un producto de la evolución natural de la economía, sino como un resultado práctico de la voluntad moral de hacer estallar la sociedad de la explotación, el despojo y el desprecio. Ese socialismo, entonces, sólo puede ser un producto de la lucha, no del consenso. Postular un socialismo alcanzado por consenso gradual entre dominadores y dominados y entre explotadores y explotados resulta un absurdo político o una estafa moral.

Esto es lo que yo leo en la triada de política, moral y socialismo.

Adolfo Sánchez Vázquez, hombre del siglo XX y anunciador del siglo XXI, nació antes de la revolución rusa. Esta fuerte carga moral tiene ilustres antecedentes en el marxismo ardiente de los años de su infancia, su adolescencia y su primera juventud: Luxemburgo, Mariátegui, Gramsci, Benjamin, para nombrar cuatro herejes de las ortodoxias partidarias, dos de ellos cercanos al mito de Sorel y los otros dos a la herencia subversiva de Blanqui. No estoy diciendo, claro, que en esos años Sánchez Vázquez frecuentara o conociera sus obras. Digo que su educación sentimental tuvo lugar en ese tiempo del mundo marcado por la iluminación de las grandes revoluciones: la mexicana, la rusa, la china, la española; y por las grandes tinieblas del nazismo, el fascismo, el falangismo y las masacres coloniales de todos los imperios.

En aquellos entonces José Carlos Mariátegui, en su libro Defensa del marxismo, citaba a Benedetto Croce, filósofo idealista, según el cual la idealidad y la moral  "son presupuesto necesario del socialismo". Dado que según las leyes del mercado el trabajador vende su fuerza de trabajo por su precio en ese mercado, decía Croce, sólo un interés moral puede mover a construir un concepto como el plusvalor: "Y sin ese presupuesto moral ¿cómo se explicarían tanto la acción política de Marx como el tono de violenta indignación y de sátira amarga que se advierte en cada página de El Capital?".

En otro ensayo del mismo volumen, volvía Mariátegui sobre el tema: "Los marxistas no creemos que la empresa de crear un nuevo orden social, superior al orden capitalista, incumba a una amorfa masa de parias y de oprimidos, guiada por evangélicos predicadores del bien. La energía revolucionaria del socialismo no se alimenta de compasión ni de envidia. […]  Su moral de clase depende de la energía y heroísmo con que opera en este terreno [de la producción] y de la amplitud con que conozca y domine la economía burguesa".

Apenas estallada la segunda guerra mundial y en vísperas de la propia muerte, Walter Benjamin escribía en sus Tesis sobre la historia que la socialdemocracia, al asignar a la clase trabajadora el papel de redentora de las generaciones futuras, cortaba el nervio de su fuerza moral: "En esa escuela, la clase desaprendió tanto el odio como la voluntad de sacrificio. Pues ambos se nutren de la imagen de los antepasados esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados".

Antonio Gramsci, en los inicios de los años 30, con ira semejante y calma antigua de nativo de Cerdeña, escribía en sus Cuadernos de la Cárcel donde lo había encerrado Mussolini y lo tenían radiado sus propios compañeros, que la expresión "los humildes", usada por los intelectuales tradicionales italianos para referirse al pueblo, "indica una relación de protección paterna y padreternal, el sentimiento 'suficiente' de una indiscutida superioridad propia", una especie de relación protectora "entre una raza considerada superior y otra inferior", algo así como "un Ejército de Salvación anglosajón con respecto a los caníbales de Guinea".

Mariátegui, Benjamin, Gramsci, Luxemburgo, todo el marxismo de aquellas décadas de fuego que culminaron en la revolución española y en la segunda guerra mundial se sublevaba contra la moral filantrópica de la protección hacia los pobres y defendía una ética de la dignidad rebelde y una práctica de la organización autónoma.

Son las mismas que leo en las páginas de Adolfo Sánchez Vázquez.

La derrota trágica entre todas de la revolución española, puerta abierta a la guerra mundial, cerró aquel ciclo. Tenía por entonces nuestro autor veintitrés años de edad e iniciaba su propio ciclo mexicano. Desde la vivencia de aquella revolución, y no desde el Paraíso, sigue soplando, creo, el viento aquel que sin cesar lo impulsa a compartir actos e intenciones que la ley del capital castiga y a defender una moral que esa misma ley proscribe.

El socialismo, entonces, vivía su hora más oscura, cuando en nombre del mismo ideal el camarada mataba al camarada: Andreu Nin en España, León Trotsky en México, Ignace Reis en Suiza, Carlo Tresca en Estados Unidos, miles sobre incontables miles en la Unión Soviética.

La derrota del nazismo en Europa fue para los marxistas una extraña victoria. El sujeto portador de la utopía se les había cambiado. Ya parecía ser cada vez menos el proletariado, esa clase de seres humanos que va más allá del obrero fabril y que, según Marx, lleva en su modo de trabajar en cooperación aquel germen oculto de una sociedad sin clases; y se convertía, cada vez más, en una lucha entre Estados o entre "campos" armados: el campo socialista, nos decían, y el campo capitalista.

Este enfrentamiento violento y vicario culminó en dos hechos atroces: la crisis de los cohetes en Cuba en 1962, con el mundo al borde de la guerra nuclear; y el muro de Berlín en 1961, donde lo que había querido ser el sueño socialista terminaba de encerrarse tras muros de concreto y torres de vigilancia.

Mientras tanto, la revolución se encarnaba en otras fuerzas, las de las rebeliones y guerras de liberación nacionales y agrarias que hundieron a los imperios coloniales, la marea poderosa y oscura de aquellos que el grande Franz Fanon llamaba "los condenados de la tierra".

Los imperios coloniales se derrumbaron, el "campo socialista" hizo implosión; la caída del muro de Berlín fue un momento de libertad; Cuba, como en la crisis de los cohetes, logró salvar su honor; y la sociedad del capital en una nueva expansión cubrió el planeta entrando en aquellos mundos con la violencia del dinero y de las armas en la más gigantesca operación de despojo y saqueo que la historia registre.

Este fue el siglo de Adolfo Sánchez Vázquez y también el mío, "nuestra patria en el tiempo".

Ahora, en este nuevo siglo que la vida quiso regalarnos, nos llega otra paradoja singular, porque la historia existe a través de ellas. El hundimiento del mundo de los "dos campos" y de las colonias trajo consigo una revolución industrial en sentido contrario, que empequeñece las cifras de la primera y multiplica sus horrores. Aquella cuyo emblema fue Manchester tomó un siglo y medio para completarse, esta de hoy lleva apenas un cuarto de siglo. En el año 2000, la incorporación de los trabajadores de Rusia, Europa Oriental, China e India al mundo del capital había duplicado el fondo global de trabajo asalariado a disposición de éste dos décadas antes. Hacia 1980 había mil quinientos millones de trabajadores por salario; en los inicios del siglo XXI, esa cifra asciende a tres mil millones. Y las condiciones de trabajo, de salubridad, de vivienda, de higiene y de desprotección en que son incorporados a la nueva explotación del capital no desdicen en nada de las descritas en 1845 por Federico Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra.

Esta masa incontable de asalariados sólo es posible porque una vastísima e impersonal operación de despojo de sus tierras, sus pueblos, sus condiciones de vida precedentes ha tenido lugar: migraciones innumerables, desgajamientos y desgarramientos del tejido humano, una huracanada y violenta destrucción de mundos de la vida, de lazos familiares e interpersonales, de afectos y de seguridades. No se trata de llorar o de añorar aquellos mundos, sino ante todo de medir la magnitud del vértigo.

Es innecesario subrayar la tremenda presión a la baja sobre los salarios de los trabajadores manuales e intelectuales que, en las condiciones del mercado desregulado, significa semejante duplicación de los asalariados - o, en otros términos, la incontenible tendencia a la desvalorización de la fuerza de trabajo, medida en salarios, pensiones, salud, horarios y condiciones de trabajo, derechos y organización, cultura, descanso, disfrute, vida cotidiana; en una palabra, el antiguo despotismo industrial ahora en su esplendor global.

Es también innecesario decir hoy las catástrofes naturales y sanitarias ante las cuales ese vértigo ha colocado a los seres humanos, la ruptura de sus equilibrios ancestrales con la naturaleza, la desaparición de especies, la diseminación de pestes nuevas, la amenaza cercana de destrucción del entero mundo de la vida de los humanos, el desencadenamiento sin barreras de lo que Karl Polanyi llamó, a la mitad del siglo XX, la utopía perversa del mercado desregulado, del valor que se valoriza sin ley y sin fronteras.

¿Quién detendrá este desastre, quién podrá contrarrestar esta violencia de la cual la guerra de Irak y la destrucción impía de los pueblos africanos son, por desdicha, apenas prolegómenos?

No podemos saberlo ni preverlo. Podemos sí saber, en cambio, que esos miles de millones cuyo trabajo está hoy inmerso en el mercado global desregulado, no sólo están allí vendiendo su fuerza de trabajo. Son también productores directos que trabajan en cooperación ahora global, siendo cada uno parte de un sujeto nuevo creado por el capital, un trabajador colectivo global. Este trabajador colectivo, real en su corporeidad de miles de millones y virtual todavía en su conciencia de ser tal, encarna en la sociedad del capital una de "las condiciones materiales de producción y de circulación para una sociedad sin clases" -Marx decía- que el capitalismo moderno desarrolla en su seno.

Esos mil quinientos millones ahora llegados al universo del salario, llegan por supuesto portando cada uno sus historias, sus creencias, sus idiomas, sus diferentes pasados, sus costumbres de los tiempos insondables de los mundos agrarios, sus modos de dar sentido al mundo y a sus vidas, sus afectos, sus pasiones y sus odios. Ellos van a luchar y se van a organizar, porque para la lucha colectiva sus vidas y sus ancestros los han preparado: no es esto conjetura, sino experiencia de nuestra propia historia mexicana. Pero cómo lo harán, es una incógnita también universal.

No sabemos tampoco si alcanzarán a ganar la carrera contra el tiempo, a poner freno y detener la explotación, el despojo y el desprecio, si en la disyuntiva luxemburguiana "socialismo o barbarie" llegarán a abrir la vía al socialismo y a cerrar el camino a la barbarie. Pero ese no saber es, por fortuna, propio de nuestra condición humana.

Las anticipaciones relampagueantes de estos tiempos presentes pueden leerse en Marx, en Rosa Luxemburg, en Edward P. Thompson, en Franz Fanon; y en nuestros días en la obra vengadora de Mike Davis y de unos cuantos otros que aquí no nombro para no olvidarme de ninguno.

Aquella disyuntiva no se resuelve sin lucha. Esa lucha por el socialismo, como cualquier otra en la cual vaya la vida, no pide solamente imaginar y razonar y hacer política. Pide poner el cuerpo, ese mismo cuerpo terrenal que la palabra deseo evoca, como lo evocan el trabajo, el esfuerzo y el disfrute, y en todas estas tres palabras el sonido rauco de la letra erre.

Poner el cuerpo es la revolución de Bolivia en 2003, la toma de San Cristobal en 1994, la insurrección de Barcelona en 1937, el jugársela entero en soledad por la república española como lo hizo el México de Cárdenas. Poner el cuerpo es también el exilio que no cede, el rayo que no cesa ni en las edades altas de la vida, este hombre que no quiere mandar ni hacerse rico.

En enero de 2004 tuve la fortuna de compartir con Adolfo Sánchez Vázquez y otros compañeros una visita a la casa de Lima que fuera la de José Carlos Mariátegui, hoy centro cultural. Allí, desde el público, Sánchez Vázquez pidió la palabra y sin apuntes, en ese modo peculiar de los maestros en cuya habla pueden oírse las comas, los puntos y los puntos y aparte, expuso con escueta precisión sus ideas sobre las izquierdas y el socialismo. Vale repetir algo de lo que allí nos dijo, ahora que declararse de izquierda, de centro o de centro-izquierda parece depender del interlocutor y la ocasión:

Izquierda puede ser un término equívoco. Me parece preferible usarlo en plural: no la izquierda, sino las izquierdas. Tendríamos así al menos cuatro izquierdas: una izquierda democrática, liberal, burguesa, connatural al sistema capitalista; una izquierda socialdemócrata, que quiere mejorar las condiciones sociales dentro de los marcos de ese mismo sistema; una izquierda social, que es crítica del capitalismo pero no le ve una alternativa, representada sobre todo por los movimientos sociales, y una izquierda socialista, opuesta al capitalismo, que propone una nueva organización de la sociedad.

Para esta última izquierda, el problema no es simplemente la crítica al capitalismo, cuyos males son visibles, sino la lucha por una alternativa socialista. Socialista es la izquierda a la cual se le plantea tal problema.

Hoy la alternativa socialista es más necesaria que nunca. No concierne sólo a los oprimidos y explotados, sino que el capitalismo pone en cuestión la supervivencia misma de la humanidad. Pero si no hay conciencia de socialismo y de la necesidad de reivindicarlo hoy, no podremos caminar hacia la organización de las fuerzas anticapitalistas. Pues la lucha socialista no es sólo una cuestión de ideas, sino también un problema de conciencia, de organización y de acción.

No nos engañemos hablando, como tantas veces, de agonía del capitalismo. Hoy vemos que se extiende reforzado y sin frenos por el mundo, pese a las fuerzas que lo resisten. Esta es para nosotros una situación difícil.

Pero esta lucha es indispensable. El socialismo no es inevitable, no es un resultado natural de la evolución humana. Si los seres humanos no toman conciencia de esta necesidad, y en consecuencia se organizan y actúan, la alternativa es la barbarie. Y sería una barbarie aún peor que aquella que Marx imaginó, pues estaríamos ante la catástrofe ecológica, la guerra universal y la posible destrucción de la humanidad.

El futuro de la izquierda exige revisar todo –el partido leninista, el proletariado fabril como sujeto central- y replantear todos los problemas como requisito para pensar y organizar hoy la izquierda anticapitalista y la lucha por el socialismo.

Este fue su homenaje discreto a José Carlos Mariátegui.

Gracias le sean dadas, Adolfo Sánchez Vázquez, por no separar realidad, utopía y deseo. Gracias, compañero Adolfo, por mantener juntos sueño, vida y pensamiento.

Ciudad Universitaria, México, 21 de octubre de 2005.

Adolfo Gilly es miembro del Consejo de Redacción de SINPERMISO

Fuente:
La Jornada - sinpermiso.info, 22 octubre 2005

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