La victoria de Hamdan sobre Rumsfeld

G. Buster

03/07/2006

La decisión del Tribunal Supremo de EE UU en relación con el caso de Salim Ahmed Hamdan supone un golpe definitivo a la base legal de la política antiterrorista de la Administración Bush. Por cinco votos contra tres, el Tribunal Supremo considera  los Tribunales de Revisión del Estatuto de Combatiente (TREC) -establecidos por el Pentágono a partir del 8 de julio del 2004 en la base militar de Guantánamo para decidir si los prisioneros allí detenidos son “combatientes ilegales”-, una violación de la Convención de Ginebra.

Como ha señalado John Hutson, antiguo fiscal general de la Marina: “Si el Presidente no tiene la autoridad inherente…como comandante en jefe, si no tiene la capacidad bajo la autorización del Congreso de usar la fuerza y hay que aplicar la Convención de Ginebra, le han retirado la alfombra de debajo de los pies…Lo último que desea la administración es que haya toda una serie de exculpaciones por falta de evidencias…quizás prefieran simplemente dejarlo caer todo.” (Financial Times, 30-06-2006).

La doctrina legal presidencial de la lucha contra el terrorismo

Aunque la base legal de la doctrina Bush para la lucha contra el terrorismo internacional se estableció el 18 de septiembre del 2001 con la Autorización del Congreso para el Uso de la Fuerza Militar y la consiguiente Orden Presidencial Militar para la “detención, tratamiento y juicio de algunos no ciudadanos en la guerra contra el terrorismo”, sus orígenes se remontan a julio de 1996.

Fue en esa fecha cuando el periódico The Independent publicó la entrevista en la que Osama Bin Laden declaró que el bombardeó un mes antes de la Torres Khobar  en Arabia Saudí era el comienzo de una guerra santa sin cuartel de los musulmanes contra EE UU, cuya propia base legal sería establecida por una fatwa pocos días después.

En su declaración escrita a la Comisión Nacional sobre los Ataques Terroristas, el 24 de marzo del 2004 (1), el entonces Director de la CIA, George Tenet, se refiere a 1996 como el comienzo de un programa específico de inteligencia contra Bin Laden, instalado ya en Afganistán tras abandonar Sudán, donde había fijado su residencia tras romper su relación con la CIA y haber perdido su pasaporte y nacionalidad saudís. Los ataques contra las embajadas de EE UU en África Oriental en febrero de 1998 y contra el buque US Cole en octubre del 2000 convirtieron a Bin Laden y Al Qaeda en el principal objetivo de los servicios de inteligencia de EE UU.

Con cada uno de estos ataques, la base legal de actuación de los servicios de inteligencia fue ampliándose. No solo por lo que respecta a las escuchas –que acabarían en el programa Trailblazer (2)-, el seguimiento de las transacciones económicas internacionales –con la colaboración de la empresa de comunicaciones interbancarias Swift, (New York Times 23-06-2006) y la complicidad de numerosos bancos centrales- sino las propias “entregas ilegales” sobre las que existe ahora una amplia investigación en la Unión Europea.

Pero el salto cualitativo se produjo tras el ataque del 11 de septiembre del 2001 a las Torres Gemelas y el Pentágono. El asesor legal de la Casa Blanca, Alberto Gonzales, y el fiscal general, John Ashcroft, fueron los artífices de la nueva doctrina por la que la “autorización para usar todos los medios necesarios y la fuerza apropiada contra naciones, organizaciones o personas…para prevenir cualquier acto futuro de terrorismo internacional contra EE UU” incluía la no aplicación de la Tercera Convención de Ginebra a los sospechosos de terrorismo internacional, incluyendo los combatientes de Al Qaeda en cualquier lugar del mundo y los milicianos Talibanes en Afganistán al no operar bajo las ordenes de un gobierno reconocido y ser Afganistán un “estado fallido”, aunque ocupase su asiento en la Asamblea General de Naciones Unidas.

A pesar de lo establecido en los artículos 4 y 5 de la Tercera Convención de Ginebra, no solo se atribuía unilateralmente a todos los detenidos que no fuesen ciudadanos de EE UU la categoría de “combatientes enemigos ilegales”, sino que se les negaba acceso por el tiempo indeterminado en el que estuviesen detenidos a un “tribunal formal” que determinase definitivamente, “en caso de duda”, si eran prisioneros de guerra o combatientes enemigos ilegales. Es decir, si su responsabilidad penal se proyectaba a la cadena de mando – a menos que hubiese cometido crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad- o era personal. Asimismo,  se les negaba los derechos previstos, idénticos a los prisioneros de guerra, hasta su comparecencia ante el tribunal.

Otra consecuencia inmediata de esta base legal fue la aplicación de “técnicas mejoradas de interrogatorio” a los prisioneros, expresamente prohibidas por la Tercera Convención de Ginebra y la Convención Internacional contra la Tortura. El Washington Post publicó el 1 de agosto del 2004 un artículo haciéndose eco de un “intenso debate” en los distintos servicios de inteligencia de EE UU sobre las técnicas de interrogatorio. Según el artículo, el interrogatorio del primer detenido de Al Qaeda, Ibn al Shaykh al Libi, corrió a cargo del FBI y con el objetivo de producir un testimonio aceptable por un tribunal de justicia en EE UU. La eliminación de esta posibilidad abrió el campo a las nuevas “técnicas mejoradas” de la CIA para recoger no pruebas legales, sino información que permitiese la prevención de nuevos ataques de unos prisioneros no protegidos por la Tercera Convención de Ginebra. El mismo periódico se hizo eco de varias notas cruzadas en el Departamento de Defensa sobre “cuanto dolor, incomodidad y miedo se podía causar a los detenidos en la guerra global contra el terrorismo”.

La lucha por los derechos humanos y civiles de los prisioneros islamistas

Las consecuencias de la nueva base legal de la guerra contra el terrorismo de la Administración Bush fueron inmediatamente denunciadas por amplios sectores legales progresistas en EE UU. No hizo falta esperar a las fotos de Guantánamo y Abu Ghraib para que distintas organizaciones de derechos humanos apelaran a los tribunales de EE UU en defensa de los derechos de los prisioneros islamistas.

En realidad, la argumentación legal de Gonzales y Ashcroft encontró desde el primer momento innumerables dificultades y críticas. El propio precedente para una definición restrictiva de la categoría de “combatientes enemigos ilegales”, la decisión del Tribunal Supremo en el caso Quirin en 1942, en relación con unos saboteadores alemanes y norteamericanos de origen alemán, estableció que aunque no fuesen considerados prisioneros de guerra, debían ser juzgados con todos los derechos legales por un tribunal de guerra. El Departamento de Estado también advirtió de los riesgos legales de no aplicar la Tercera Convención de Ginebra y de la posible acusación en relación con la Ley de Crímenes de Guerra ante los tribunales de EE UU de quienes así actuasen.

Ante la posible batalla legal, la Administración Bush recurrió a otro precedente: la decisión del Tribunal Supremo de 1950 Johnson versus Eisentrager por la que los tribunales de EE UU no tienen jurisdicción sobre combatientes enemigos detenidos fuera de EE UU. Así surgió una red de centros de detención ilegales que comenzaban en Bagram en Afganistán y terminaba en Guantánamo, Cuba, donde EE UU es administrador de facto de este territorio cubano, pero no ejerce su soberanía.

La batalla legal emprendida ha tenido numerosos episodios, que han ido acumulando toda una doctrina legal. En julio del 2002, el tribunal de distrito de Washington DC confirmó que no tenía jurisdicción sobre Guantánamo. Pero el Tribunal Supremo anunció en noviembre del 2003 que decidiría sobre las apelaciones de los prisioneros de Guantánamo que cuestionaran la legalidad de su detención. Sobre esta base, 175 miembros del Parlamento británico se constituyeron en amici curiae de los prisioneros de nacionalidad británica para exigir su acceso a un tribunal formal que estableciera su estatuto. En Rasul versus Bush, el Tribunal Supremo emitió una doble decisión por la que los prisioneros de Guantánamo tenían derecho de acceso a un tribunal de EE UU pero podían ser detenidos indefinidamente sin juicio o cargos mientras fueran un peligro para la seguridad de EE UU.

Por otra parte, el intento de aplicar un estatus legal similar a prisioneros de nacionalidad estadounidense, como John Walter Lindh, José Padilla o Yaser Hamdi, fueran detenidos o no en EE UU, produjo una serie de decisiones por la que los tribunales de EE UU establecieron claramente su potestad para juzgar los casos. En la decisión del Tribunal Supremo de diciembre del 2003 se afirma que la Administración Bush carece de autoridad para detener a ciudadanos de EE UU en territorio de EE UU como combatientes ilegales y, en septiembre de 2004, Yaser Hamdi pacto su entrega en libertad condicional a Arabia Saudí –país del que tenía doble nacionalidad-, pero solo después de que renunciase a su nacionalidad americana.

Los TREC                                           

Ante esta avalancha legal, el Pentágono decidió en julio del 2004 la creación en Guantánamo de los Tribunales de Revisión del Estatuto de Combatiente para revisar el de los más de 700 detenidos y cumplir así con sus obligaciones de la Tercera Convención de Ginebra, sin tener que desplazar a los prisioneros a territorio de EE UU.

Pero los TREC, a diferencia de los tribunales previstos en el código militar de EE UU para la revisión prevista en el art. 5 de la Tercera Convención de Ginebra, no pueden determinar si los detenidos son prisioneros de guerra sino tan solo si son efectivamente “combatientes enemigos ilegales”. Tampoco se aplican los derechos establecidos en la Constitución de EE UU, en especial las enmiendas Cinco, Seis y Siete, vigentes para los tribunales civiles y militares.

Es decir, los TREC no parten de la presunción de inocencia de los prisioneros, ni aceptan el derecho a la defensa de los mismos, ni el acceso a las pruebas y se aceptan pruebas producidas bajo violencia contra los detenidos o terceras personas.

Las vistas de los TREC han tenido lugar, desde el primer caso de Salim Ahmed Hamdan, en un pequeño trailer en el que caben con dificultades tres oficiales que forman el tribunal,  un secretario del tribunal que no solo toma acta sino que puede interrogar al prisionero y un representante del detenido que no es su abogado y que carece del derecho de confidencialidad y que puede presentar su caso aun si el detenido lo rechaza o no esta presente en  la vista. Todos ellos son militares y su identidad y la documentación utilizada es confidencial, sin que el prisionero pueda tener acceso a ellas. Además del prisionero, esta prevista la asistencia de tres “observadores” seleccionados de una lista de periodistas y a los que simplemente no se avisó hasta que no tuvieron lugar varias docenas de vistas. Para terminar, los prisioneros, para poder asistir a su propia revisión, debían firmar un documento legal por el que aceptaban los términos de constitución de los TREC y renunciaban a varios de sus derechos legales internacional. Por lo que se sabe, más de la mitad de los prisioneros de Guantánamo se negaron a ello y no estuvieron presentes.

De esta manera, los TREC revisaron 558 casos hasta el 29 de marzo del 2005. En 37 de ellos establecieron que no se trataba de “combatientes enemigos ilegales”. Pero solo 4 han sido puestos en libertad. En el verano del 2004, el secretario de defensa Rumsfeld ordenó que la situación de los prisioneros, no su estatus, fuese revisado anualmente para establecer su peligrosidad para la seguridad de EE UU.

Que los TREC no constituían un “tribunal formal”, como exige la Tercera Convención de Ginebra, fue tan evidente desde el comienzo que ya el 8 de noviembre del 2004 un tribunal federal en Washington DC estableció, en Hamdan versus Rumsfeld, que los TREC no eran un “tribunal formal” con las debidas garantías legales para establecer el estatuto como “combatiente enemigo ilegal” de Salim Ahmed Hamdan. Ha habido que esperar hasta el 29 de junio del 2006 para que el Tribunal Supremo de EE UU confirme esta decisión y rebata definitivamente la base legal de la Administración Bush.

El final del infierno legal de Guantánamo

El mismo día de la decisión del Tribunal Supremo, el ahora fiscal general de EE UU, Alberto Gonzales, declaraba al The Jerusalem Post, en su primera visita a un Israel que se preparaba para secuestrar en masa al gobierno palestino, que “todos los países tienen derecho a proteger a sus ciudadanos y actuar de manera legal para proteger su seguridad nacional”. La entrevista tuvo lugar antes de conocer la decisión del Tribunal Supremo y Gonzales insistió una vez más en todos los elementos de la doctrina legal de la Administración Bush para la lucha contra el terrorismo internacional.

En base a su contribución, Marjorie Cohn -profesora de la escuela de derecho Thomas Jefferson y vice-presidenta ejecutiva de la Asociación Nacional de Abogados de EE UU- ha defendido el procesamiento de Alberto Gonzales en relación con la sección 2441 del Título 18 del Código de EE UU, la Ley de Crímenes de Guerra.

No se pueden obviar las circunstancias políticas tras el 11 de septiembre del 2001 que permitieron que los sectores neoconservadores de la Administración Bush manipularan el estado de derecho para imponer un régimen de excepción en nombre de la seguridad nacional de EE UU e internacional. La pretendida “guerra contra el terrorismo internacional”, lejos de producir la seguridad buscada, ha servido para la destrucción masiva y planificada de países como Afganistán e Iraq y alimentar una reacción en cadena que llega hasta el 11-M del 2004 en Madrid. El resto de mundo fue victima de un “síndrome de Estocolmo” no en relación con Bin Laden y Al Qaeda, sino de la Administración Bush.

Guantánamo es solo una isla más de un archipiélago mundial de campos de detención y tortura. El número de personas que han caído en este infierno legal se cuenta por miles y no puede compararse con la cantidad de victimas de los campos de exterminio nazi ni el gulag estalinista. Sin embargo, la base legal en la que se sustenta, el estado de excepción en nombre de la seguridad colectiva, no es muy distinta.

N O T A S: (1) Esta y otras comparecencias de los directores de la CIA pueden consultarse en http://www.cia.gov/ (2) G. Búster, “La Administración Bush por fin escucha nuestras opiniones”.

Gustavo Búster es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO

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Fuente:
www.sinpermiso.info, 2 julio 2006

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