Piero Bevilacqua
28/10/2018Creo poder decir que en ninguna fase histórica, por lo menos en la edad contemporánea, han manifestado las clases dirigentes italianas, y sobre todo su clase política, una voluntad tan acérrima de autodestrucción, un “instinto de muerte” tan explícito, como sucede entre nosotros desde hace algunos años.
Los signos de este deslizamiento de nuestro país hacia el suicidio son evidentes y múltiples. El primero y más clamoroso es la lucha sin cuartel contra la juventud. Un país de viejos, en el que nacen cada vez menos niños y cada vez hay más ancianos incapaces de valerse por si mismos, ofrece a las nuevas generaciones un porvenir de desempleo y trabajos precarios, siembra el camino de mil obstáculos para los chicos que quieren acceder a la universidad, fuerza a las mejores inteligencias a buscar suerte por el mundo.
Un país que se va despoblando, que ve caer en estado de abandono ciudades y pueblos, terrenos agrícolas y bosques, hace la guerra contra la juventud pobre del Sur del mundo, los migrantes que llegan a la Península y que podrían hacerla renacer. Como ha sucedido en Riace. Un país que ha conseguido tarde y con tantos sacrificos su unidad, la más importante conquista de su historia moderna – por citar la opinión de un historiador que no está, desde luego, de nuestro lado, como Rosario Romeo – comienza a encaminarse, concretamente con la autonomía fiscal y de otras materias del Véneto, al proceso de su descomposición.
Entretanto, estas clases dirigentes llevan desde hace tiempo preparando los presupuestos culturales para suministrar al suicidio nacional los medios más apropiados para llevarla a cabo. Pensemos en la supresión de la Geografia en la enseñanza escolar. En cualquier escuela del mundo, una elección semejante parecería un clamoroso absurdo, en el momento en que la geografía del globo, con los movimientos de sus pueblos, las catástrofes naturales, los trastornos climáticos, entra cotidianamente en nuestras casas.
Pero en Italia la marginación de esta disciplina corresponde a una verdadera mutilación cultural. Ningún país de Europa, con excepción en parte de Holanda, depende como el nuestro de los caracteres y de la salud de su territorio. De los Alpes a Sicilia, en un trecho de 1.200 km, no hay nación que pueda presumir de la variedad de hábitats, de climas, de orografía, de pluvosidad, de regímenes fluviales, de naturaleza del terreno, como Italia.
De este “mosaico de territorios” nace, junto a nuesta originalisima historia, el carácter único en el mundo de nuestras agriculturas y, por tanto, de nuestras cocinas. Las nuevas generaciones ¿ no deben conocer los caracteres originales del país en que viven y que tanto contribuye a su situación presente?
El último acto de esta necia estrategia de mutilación cultural ha sido la decisión del Ministerio de Educación de abolir el tema de Historia de los exámenes de Selectividad. Una invitación explícita a nuestros chicos para que dejen a un lado esta disciplina en el periplo de sus estudios, dirigidos cada vez más a su validación final. En lugar del tema de Historia, una prueba sobre los problemas del presente. Demasiado grandes y apremiantes son las cuestiones que urgen hoy para tener que perder el tiempo con hechos y vivencias de años ya transcurridos y lejanos.
Se trata de una decisión que constituye el destilado del proceso de “modernización” puesto en práctica por el reformismo escolar neoliberal, y no sólo el italiano. La escuela debe marchar “al paso de los tiempos”, es decir, debe quedar englobada en los mecanismos del desarrollo económico, estar en consonancia y preparar para el mercado de trabajo, inmersa en los flujos y paradojas de la sociedad de la información y del espectáculo. ¿Es esto una conquista? La marginación de la Historia y el quedar aplastados en el hoy ¿ofrecen a las nuevas generaciones las claves para desarrollarse en el presente, para abrirse a las visiones de las corrientes profundas que atraviesan nuestro tempo, indicandole los cometidos del povenir?
Sin la Historia, sin la profundidad de perspectiva respecto al pasado, el presente se recorta como un fenómeno natural, la inmóvil y única realidad posible, una representación sin causas y sin autores. Nadie puede comprender cómo y por qué hemos llegado hasta aquí y nadie puede divisar vías de salida para el futuro.
No puedo en este punto evitar plantearme la pregunta: pero ¿no constituía una conquista ya adquirida la idea de que sin el conocimiento histórico, sin la alteridad de los mundos que ya han sido, sin la consciencia de que cada presente no es más que un proceso transitorio, un artefacto humano, ningún proyecto de sociedad es posible? Quizás las clases dirigentes quieren convencer a la nuevas generaciones de que el caos estúpido y feroz que ya no saben ellas gobernar es el único mundo posible.