Las raíces de la desigualdad

Fernando Luengo

25/08/2016

¿Por qué aumenta la desigualdad? ¿se trata de un desgraciado episodio asociado a la crisis económica o tiene raíces más profundas?

Ambas preguntas son relevantes. La primera se interroga sobre un problema que afecta a mucha gente que vive en condiciones de precariedad o de pobreza y, lo peor de todo, que no encuentra salida a una situación que se prolonga en el tiempo y que amenaza con enquistarse, si es que no lo ha hecho ya. La segunda de las cuestiones abre la puerta a una reflexión que, trascendiendo la coyuntura de la crisis, apunta al corazón de los modelos de crecimiento seguidos en las últimas décadas, que también fueron testigos de un aumento de la desigualdad (aunque sin alcanzar los niveles actuales).

A la hora de ofrecer una interpretación de la desigualdad, la teoría económica convencional básicamente pone sobre la mesa tres factores. En primer lugar, el cambio técnico supone un aumento de la demanda de trabajadores con mayores niveles de cualificación, al tiempo que se reduce la de aquellos que cuentan con menores destrezas. En segundo lugar y con parecidos mimbres, la desigualdad se explica por las diferentes dotaciones de capital humano. Los que ofrecen en el mercado mayores niveles de formación, y por esa razón están en condiciones de contribuir en mayor medida al crecimiento de la productividad, se ven recompensados con retribuciones más elevadas; en un sentido contrario, los trabajadores con dotaciones inferiores de capital humano aportan menos a la productividad y en consecuencia reciben menores ingresos. También se señala, en tercer lugar, que la globalización ha aumentado la competencia en el mundo del trabajo, especialmente intensa en los segmentos menos cualificados del mercado laboral, lo que presiona a la baja sobre los costes salariales.

No discutiré la pertinencia de estos factores, pero sí considero necesario poner el foco en otras variables que, en mi opinión, ayudan a entender el alcance, profundidad y carácter sistémico de la desigualdad.

Es cierto que la globalización ha reforzado un desequilibrio entre la oferta y la demanda de trabajo que presiona a la baja los salarios, especialmente los de los trabajadores de menor cualificación, pero también los de los trabajadores que hasta hace poco se sentían al abrigo de la competencia internacional. Pero eso no es todo. También es consustancial a la globalización el protagonismo de las grandes corporaciones, agroalimentarias, industriales, comerciales y financieras.

Estas corporaciones son las manos visibles del mercado, con capacidad para diseñar e imponer las reglas del juego, influir y condicionar las políticas de los gobiernos, capturar las instituciones y, en definitiva, apropiarse de los beneficios generados por la globalización. Se trata de grandes establecimientos que han articulado las cadenas de creación de valor a escala planetaria, que han protagonizado numerosas fusiones y adquisiciones transfronterizas y que escapan a la supervisión y control de los estados nacionales.

Estas empresas no sólo se han beneficiado de los cambios -sociales, mediambientales y en el sistema tributario- introducidos en las legislaciones nacionales con el propósito atraer sus inversiones, en una continua “carrera hacia abajo”, al precio de degradar los derechos sindicales y ciudadanos. Han desarrollado, asimismo, una compleja y sofisticada ingeniería contable para pagar los impuestos en aquellos países que cuentan con menor presión fiscal o para trasladarlos a los paraísos fiscales.

El margen de maniobra de las corporaciones transnacionales no ha dejado de aumentar, en un contexto institucional que premia el libre movimiento de capitales y de competencia entre los países para recibir sus inversiones, frente a la debilidad de las organizaciones sindicales, cuyo ámbito de actuación prioritario son los estados nacionales. Las deslocalizaciones de capacidad productiva o la amenaza de llevarlas a cabo han supuesto un factor añadido de desestabilización en esta desequilibrada relación de fuerzas a favor del capital.

Por lo demás, la dinámica globalizadora ha tenido la impronta de la financiarización de los procesos económicos. Ha prevalecido la lógica del endeudamiento, una estrategia empresarial encaminada a dar valor al accionista y al aumento de los dividendos, la asunción de riesgos excesivos con los que unos pocos se han enriquecido, las desorbitadas retribuciones a los ejecutivos y equipos directivos y el formidable incremento en la volatilidad de los capitales. Todo ello ha conducido a que lo financiero prevalezca sobre los ámbitos productivo, laboral y social, con el consiguiente impacto negativo en los niveles de desigualdad.

Añadamos a este perturbador escenario, cuatro factores adicionales que han empujado al alza la inequidad. El primero de ellos tiene que ver con las reformas en los mercados de trabajo, las cuales se han justificado en nombre de la supuesta rigidez existente en la normativa laboral y en la necesidad de promover un entorno institucional más flexible. La clave de esas reformas ha sido trasladar la negociación colectiva a las empresas y a  las plantas, y liberalizar las condiciones de contratación y despido. En esas condiciones, la capacidad de presión y negociación de los trabajadores y las organizaciones sindicales se ha debilitado. Un cambio en la relación de fuerzas que ha contribuido de manera decisiva a las políticas de moderación salarial; dificultando, al mismo tiempo, la articulación y coordinación de la negociación colectiva en las políticas macroeconómicas, cuyos contenidos desbordan el perímetro de los centros de trabajo, y que son claves para alcanzar mayores umbrales de cohesión social.

En segundo lugar, el triunfo de los postulados neoliberales convirtieron la reducción de la inflación y de los déficits públicos en el nudo gordiano de la política económica y de las buenas prácticas. Para avanzar en esa dirección se aplicaron políticas de oferta –cuyo pilar fundamental era la moderación de los costes laborales- y de demanda –consistentes, sobre todo, en la reducción del gasto público-, además de medidas destinadas a la liberalización de los mercados y a la apertura de las economías a la competencia internacional.

En tercer lugar, la Unión Económica y Monetaria (UEM) ha reunido a economías con capacidades productivas y perfiles estructurales muy diversos. Los países que han decidido integrarse en la misma han renunciado al manejo de los tipos de cambio y, de esta manera, a la posibilidad de corregir eventuales desequilibrios en las balanzas por pagos modificando el valor de sus monedas. Al mismo tiempo, la zona euro surge con dos importantes sesgos o déficits institucionales: a) no existía un mecanismo de transferencias presupuestarias capaz de enjugar los desequilibrios que inevitablemente se producirían al enfrentar las economías las tensiones competitivas del mercado único, y b) el acta fundacional del Banco Central Europeo excluía la posibilidad de cubrir las necesidades financieras de los gobiernos, que, en consecuencia, solo podían ser atendidas acudiendo a los mercados. Con esa camisa de fuerza, y teniendo en cuenta la permisividad con que se contemplaban los superávits crónicos de las economías del norte (el alemán, sobre todo), el peso de los ajustes recaía en los salarios de las economías periféricas.

En cuarto y último lugar, la desigualdad presenta una dimensión de género que, por lo general, la economía convencional omite o ignora. Bajo los imperativos de una división del trabajo patriarcal, las mujeres se hacen cargo de la economía de los cuidados: una multitud de tareas relacionadas con la atención de los niños y de los ancianos, con la logística asociada a la vida cotidiana y con el equilibrio afectivo de los miembros que integran la unidad familiar. Se trata de actividades socialmente invisibles, ignoradas, a menudo despreciadas, y, por supuesto, no remuneradas, que, sin embargo, son esenciales para que funcione el metabolismo económico y social, sin las cuales el capitalismos no sería viable. Esa discriminación de género también se aprecia en el mundo laboral; la presencia de las mujeres en los contratos precarios es sensiblemente mayor que en los varones, a menudo reciben por el mismo trabajo un salario inferior y a la hora de su promoción laboral y profesional tienen que enfrentarse a un techo de cristal que las discrimina.

Es un imperativo económico, además de una urgencia social, situar la desigualdad en el centro de las políticas públicas. Como primer y obligatorio paso debemos contar con un diagnóstico que acierte a identificar las causas, múltiples, que están en el origen de la fractura social. Se deduce de las consideraciones realizadas en el texto que procede una mirada desde la economía política, una mirada que sitúa como claves interpretativas el poder, el conflicto y la pugna redistributiva, las asimetrías y disparidades productivas, la captura de las instituciones por las elites, la centralización de las estructuras empresariales, la oligopolización de los mercados y la globalización financiarizada. Una política sinceramente comprometida con la equidad deberá enfrentarse a las raíces del problema, apoyándose en la movilización de la ciudadanía.

Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y coordinador del área de economía del Consejo Ciudadano Autonómico de Podemos Madrid.
Fuente:
https://fernandoluengo.wordpress.com

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