Los costos de la vida: (re)pensar la ciudadanía para los ciudadanos

Ailynn Torres Santana

24/08/2017

En Cuba, la apelación a la ciudadanía como categoría política ha sido relativamente escasa en las últimas casi seis décadas. El «pueblo» ha servido para comunicar con mayor asiduidad el contenido plebeyo del programa post-1959. El pueblo emprendió la épica más grande del proceso y constituyó el asidero de una agenda expresamente dirigida hacia los desposeídos de la política y de la nación. Más allá de la Carta Magna de la República (1976), son más bien escasas las alusiones a los ciudadanos. A la fecha, sin embargo, parece producirse un retorno al «ciudadano» como categoría política de interlocución con el Estado. Sin desestimar las referencias al pueblo, los documentos oficiales y discursos más recientes interpelan directamente a la ciudadanía para comunicar deberes, derechos y lealtades, de cara a la política oficial de la Revolución. En los textos «Conceptualización del modelo económico y social de desarrollo socialista» y «Plan nacional de desarrollo económico y social hasta 2030» (PCC, 2016) aparece más de treinta veces —tanto como en la Constitución— la referencia a los ciudadanos y a la ciudadanía. Una revisión comparada de esos y otros títulos confirma que esa categoría configura un «nuevo» núcleo político dentro del discurso oficial cubano. La novedad se acompaña de otras, como el reconocimiento de la propiedad privada dentro del espectro de posesiones de individuos y grupos. Ambas, como veremos en lo adelante, guardan relación.

Una vez que se confirma que la ciudadanía es un núcleo discursivo-político presente en la Cuba contemporánea, surge el interés por debatir, en distintos planos, sobre cuáles son las concepciones de ella que operan en esos discursos. Quizás por su misma ausencia en el campo político, la academia cubana no ha planteado con seriedad su análisis como categoría; por tanto, su irrupción, en cierta medida, se produce ante un vacío analítico sobre sus contenidos, los debates que plantea y sus posibilidades como dispositivo político. Este texto se dirige, fundamentalmente, a comenzar a llenar ese espacio, atendiendo a una razón principal: el modo en que definamos la ciudadanía está íntimamente ligado al tipo de sociedad y de comunidad política que queremos (Mouffe, 1999). Sin tal recorrido, no será posible comprender las condiciones de posibilidad de las ciudadanías —históricas y contemporáneas— ni lo que está en juego cuando se apela a ellas.

De acuerdo con lo anterior, propongo analizar, con la realidad cubana de fondo, las concepciones de la ciudadanía que amparan diferentes tradiciones políticas. Para ello recurriré a un debate grueso: la relación entre ciudadanía y propiedad; y a un marco de discusión: el de los debates entre liberalismo y republicanismo.

Ciudadanías: ¿cuáles derechos?, ¿cuál igualdad?, ¿cuál libertad?

Hace dos años, en una investigación realizada en Cuba sobre culturas políticas de diferentes grupos sociales (Torres y Ortega, 2014), una mujer de mediana edad que llamaré Zoila, trabajadora por «cuenta propia» en un municipio periférico de La Habana, a la pregunta ¿qué es la ciudadanía? respondió:

Tengo derechos, por supuesto, a caminar libremente por la calle, a hacer todo lo que yo quiera, a ir al cine, al teatro, a llevar a los niños a la escuela, a respetar la bandera, el himno. Como ciudadana no tengo límites, yo lo que no tengo es dinero.

La respuesta no debe despacharse sin más análisis. La entrevistada describió un estatus de derechos y deberes que, en su interpretación, la calificaban como ciudadana y aludió a símbolos que enmarcaron su pertenencia a la comunidad nacional, referente primario de la ciudadanía. Sin embargo, la respuesta recayó en un ámbito que, aunque no define esta categoría en su propio argumento, no puede eludirse al hablar de ella: el «dinero». Con ese enunciado, probablemente la entrevistada —de estrato popular— remitía a un asunto específico: imposibilidad de reproducir materialmente su vida. Ello no la descalificaba como ciudadana, pero tampoco era ajeno al asunto.

Durante la investigación, un joven que ejercía como vendedor ambulante de productos del agro —a quien llamaré Yosniel—, respondió a la pregunta de si le interesaba la política: «La gente de la calle que tiene que sudar trabajando, no tiene tiempo para eso».

Las respuestas de Zoila y Yosniel encarnan un debate complejo de la teoría de la ciudadanía y cómo ella configura programas políticos específicos: la brecha existente entre la igualdad universal —enarbolada a favor de la ciudadanía— y la desigualdad real de los ciudadanos —expresada en su estatus socioeconómico. Ha sido precisamente esa brecha la que ha condicionado que la ciudadanía sea —transtemporal y transespacialmente— un bien escaso. Sin embargo, el atributo de la escasez remite a campos distintos dentro de las diferentes concepciones de ciudadanía. ¿Escasez de qué?, ¿de derechos?, ¿de igualdad?, ¿de libertad?

Una de las nociones más extendidas sobre la ciudadanía es aquella que la define como un estatus de derecho, una condición legal que indica la plena pertenencia de los individuos a una comunidad política particular (Bello, 2004; Mouffe, 1999: Marshall y Bottomore, 1998; Gordon, 2003). Tal concepción se desarrolla dentro de la tradición liberal y se articula alrededor del núcleo principal de los liberalismos: la libertad del individuo. Se trate del doctrinario o del igualitarista[1] —por referir dos posibles extremos de un continuum que incluye muchas más variantes— el individuo y su libertad es el comienzo y el límite de toda propuesta normativa sobre lo social, sea en lo económico o en lo político. La ciudadanía ha de responder a la libertad individual —y de cierta manera asegurarla—, garantía de la democracia.

Al definir la ciudadanía como estatus pleno de derechos, el liberalismo ha debido enfrentar el tema de la igualdad como condición de esa plenitud. El más comprometido con el individualismo ha entendido que igualdad y libertad no guardan una relación sustantiva (Von Hayek, 2009; Nozick, 1974), mientras que el igualitarista ha puesto límites a la libertad en función de la igualdad de todos, siempre que el empeño igualitario no amenace las libertades individuales y públicas (Rawls, 2010; Dworkin, 2012). Pero incluso en sus diferencias, la solución liberal predominante ha sido la siguiente: se establece la igualdad formal entre los miembros del cuerpo político, pero se desdibuja —con mayor o menor denuedo, según del liberalismo de que se trate— la existencia de sociedades profundamente estratificadas y desiguales económica, política, culturalmente.

La libertad formal abanderada por esta tradición presume ciudadanos libres e iguales, a quienes ha de respetársele su vida privada; dentro de esta se encuentra la eventual posesión de propiedades que facultan la reproducción de su vida y la de los suyos, la acumulación de capital, etc. ¿Será a esta igualdad formal, que confiere estatus de ciudadanía, la que habrá referido Zoila cuando se calificó como ciudadana? No lo parece, pues remitió a realizaciones específicas de derechos, como el de la educación. Pero, aun así, ¿tenía sentido incorporar a su argumento el asunto del dinero para hablar de la ciudadanía? La respuesta liberal sería negativa, pues ello pertenece al ámbito de lo privado y no tiene relación sustantiva con el estatus de ciudadanos, que se encuentra más acá y más allá del lugar que ocupen en la estructura socioclasista.

El respeto irrestricto a la vida privada ha definido la libertad defendida por el liberalismo como principalmente negativa, siguiendo la distinción —sumamente cuestionada— entre derechos de libertad negativa y de libertad positiva propugnada por Isaiah Berlin (1969, 1980).[2] Según ese enfoque, la negativa se codifica como de no interferencia; por tanto, ninguna política en torno a la igualdad —aunque asegure la plena pertenencia de los individuos a sus comunidades políticas— podría basarse en la interferencia de terceros —el Estado u otros grupos—[3] sobre el individuo, sus derechos y su ámbito privado, puesto que sería ilegítima y antidemocrática.

Dentro del espacio privado protegido por tal concepción se encuentra, como he dicho, la propiedad; pero su ubicación allí no es un gesto políticamente neutro. ¿Qué es la propiedad? Para esa pregunta tampoco hay una sola respuesta. En el siglo xviii, Sir William Blackstone la definió como «el dominio exclusivo y despótico que un hombre exige y ejerce sobre las cosas externas del mundo, con exclusión total de cualquier otro individuo en el universo». Hasta ese momento, la privada sin alguna regulación pública no calificaba en el conjunto de las formas de propiedad, pero en lo sucesivo ganaría fuerza hasta convertirse en una de las banderas del liberalismo y, en general, en el único modo de definirla. De acuerdo con la definición liberal, los propietarios tienen un derecho individual de dominio exclusivo sobre sus bienes; ello resguarda su uso, transferencia y alineación, así como la exclusión de los que no sean los propietarios. Con todo, la propiedad pertenece al ámbito de lo privado y no político, por tanto, no puede ser interferida. Siendo así, el derecho de propiedad no es prerrogativa o requisito de la ciudadanía (Bertomeu, 2005a), y los derechos políticos pueden coexistir con una distribución inequitativa de bienes —dicho esto con matices, según se trate de liberales igualitarios o no.

Llegados a este punto, la asociación que hiciera Zoila entre sus derechos ciudadanos y su precariedad económica sería un desvarío, una mezcla infecunda de dos asuntos que no guardan relación condicionante. Algo similar podría decirse de la respuesta de Yosniel, no pertinente para hablar de ciudadanía: ella, como cuestión política que confiere estatus, está garantizada independientemente de su sudor por su trabajo.

Aunque usual en los análisis académicos y políticos, la anterior es solo una de las concepciones de ciudadanía y propiedad, dialogante con la democracia específicamente liberal. El mayor contendiente del liberalismo[4] ha sido la tradición republicana. A ella pertenecieron —en el espectro de los cursos oligárquicos y democráticos del republicanismo— Aristóteles, la izquierda de la Revolución francesa, Marx, José Martí y un largo etcétera.[5] El republicanismo ha disputado el molde de nuestros Estados latinoamericanos desde las independencias hasta nuestros días y se ha asentado, de facto, en nuestro orden político-institucional.[6] El examen de los procesos en su devenir aún está pendiente para la Academia de la región, mucho más prolija en el análisis del espectro liberal que ha capitalizado, a su favor, contenidos que no le pertenecen. El debate entre ambas tradiciones puede aportar luces para leer de manera más informada las realizaciones de la ciudadanía en contextos específicos.

Para la tradición republicana, tal categoría es multidimensional: puede fungir, simultáneamente, como concepto legal asociado a un estatus de derecho, como ideal político igualitario y como práctica política. En esa medida, implica una relación de pertenencia con una determinada politeia (o comunidad política), una relación asegurada en términos jurídicos, y una forma de participación activa en los asuntos públicos (Velasco, 2006). Esta última cuestión es vital. A diferencia del liberalismo, para los republicanos es la ciudadanía —y no la libertad— el núcleo principal de la política; pero ella supone una participación en la elaboración, implementación y control de las reglas que la comunidad política se da a sí misma para su funcionamiento democrático.[7] Entonces, «quienes están sujetos a la ley también deberían ser sus autores» (Benhabib, 2005: 154).

Lo anterior no le vuelve el rostro a la igualdad formal o de estatus jurídico de la ciudadanía. Ella, como notó Marx, expresa un nivel político de la realidad del mundo moderno. Stuart Hall lo enunció con claridad: «Si eres una mujer negra que está intentando asegurar derechos de ciudadanía desde la oficina local del Departamento de Seguridad Nacional […] las “definiciones legales formales” son profundamente importantes» (2010: 559). Lo mismo podría decirse de los migrantes cubanos varados en la frontera de los Estados Unidos al eliminarse la política «pies secos/pies mojados», cuando no fueron acogidos como sus antecesores. El estatus formal, entonces, importa. Sin embargo, no agota republicanamente el campo de la ciudadanía que, si se define solo desde ahí, obnubila las dimensiones y las desigualdades que excluyen a parte de los ciudadanos en beneficio de otros. Un estatus formal de derechos no garantiza la igualdad cuando, de hecho, operan exclusiones en los ámbitos de la economía y de la política.

Pero la libertad también es importante para la tradición republicana, aunque ella no implica ausencia de interferencia, sino de dominación (Pettit, 1999); es un concepto disposicional: se es libre cuando no se está bajo la mano o la potestad de nadie, cuando no se depende de otros para conservar la existencia porque se cuenta con las bases materiales que aseguran independencia (Bertomeu y Domènech, 2005b);[8] cuando nadie podría —hágalo de hecho, o no— interferir a su arbitrio en los planes de vida propios (Domènech, 2000). ¿Será la ausencia de ese ámbito de autonomía el que notaba Zoila y que le hizo referir, frente a una pregunta sobre ciudadanía, «yo lo que no tengo es dinero»? ¿Será la ausencia de libertad, en el sentido republicano de autonomía, lo que se encuentra entre líneas en su respuesta?

La consecuencia política más trascendental de ese enfoque de la ciudadanía es que él inviste a los poderes públicos de potestad para intervenir, no arbitrariamente —según criterios político-institucionales— en ámbitos que el liberalismo califica como privados, como el de la propiedad. Es decir, si individuos o colectivos coartan la independencia del resto de los ciudadanos e impiden la construcción colectiva del bien común, los poderes públicos podrían intervenir en el ámbito de su propiedad a fin de garantizar la autonomía de los otros, solo así ciudadanos. Ese presupuesto es el que habilita al Estado, por ejemplo, a emprender reformas agrarias, nacionalizar el subsuelo o desmonopolizar la economía. Por tanto, la visión republicana sobre la propiedad no va contra ella, sino a favor de su democratización, y de la medida en que permita la ampliación de la ciudadanía. Con todo, se declara la incompatibilidad entre desregulación de los derechos de propiedad y la pertenencia plena y universal a una comunidad política; y ello se hace en el entendido de que el derecho de propiedad de unos y la falta de esta en otros reduce la libertad política (Bertomeu, 2004). A ello, por cierto, también se refirió Zoila en la entrevista: «la política debería servir para vivir mejor».

Si partimos de esas concepciones de ciudadanía y propiedad debemos aceptar que la plena pertenencia a una comunidad política depende de condiciones materiales que implican, de hecho, la exclusión o la inclusión de la ciudadanía. Sin embargo, su realización no debe entenderse como el escenario «ideal» de un mundo de «pequeños productores libres asociados», donde solo el trabajo propio asegura la autonomía y la independencia necesarias para completarla. La autonomía que defiendo aquí —condicionada por y condicionante de la pertenencia a la comunidad política— se refiere tanto a la renta percibida como a las relaciones productivas que la generan. La existencia digna, la autonomía, es entonces una lucha por los elementos para la reproducción de la vida, que se libra en diferentes espacios sociales y se realiza allí donde se disputan las condiciones de la existencia: sindicatos eficientes en bien de los trabajadores, canales de denuncia y viabilización de demandas al Estado, políticas públicas y regulaciones institucionales democráticas remiten, entonces, a la ampliación de la ciudadanía porque habilitan a quienes trabajan con sus manos, a negociar en mejores condiciones sus mundos de vida. Lo contrario inhabilita el despliegue del potencial político, porque «la gente de la calle que tiene que sudar trabajando, no tiene tiempo para eso», nos había dicho Yosniel.

Con todo, interesa dejar sentado que el acceso o no a condiciones materiales que garanticen la existencia determina la exclusión real de derechos: si la ciudadanía establece una radical igualdad formal entre los miembros del cuerpo político, para realizarla plenamente un ciudadano debería ser un individuo económica y políticamente tan autónomo como cualquiera de sus pares; y no podría ser objeto de discriminación alguna (Andrenacci, 2001). Zoila y Yosniel nos habían adelantado esa sentencia: si Zoila representó la necesidad de interrelación entre la ciudadanía y la propiedad, Yosniel informó el resultado de su desconexión.

Ampliar la ciudadanía: ¿redistribución o reconocimiento?

Hasta este momento he evadido un problema que también concierne al análisis de la ciudadanía: Zoila es una mujer, y, recordemos, trabajadora por cuenta propia (específicamente, vendedora de zapatos). ¿Qué de nuevo puede aportar ese dato a ese análisis? Con él llamo la atención sobre otro debate relevante: la exclusión de amplios grupos sociales del universo de la ciudadanía a razón, no ya de su estatus socioeconómico, sino de su diferencia —digamos, por ahora, «cultural».

En la Cuba actual, del total de «cuentapropistas» —que constituyen un poco más de medio millón de personas—, 32% son mujeres; o sea, se incorporan al sector privado de la economía en menor proporción que los hombres; asimismo, la cualidad en que lo hacen también aporta diferencias: ellas registran un menor porcentaje de titularidad de los emprendimientos.

Las investigaciones sociológicas comienzan a dar cuenta de las desigualdades de género en ese sector, a través de indicadores de formas de acceso a él; relación entre roles laborales y trabajo doméstico y de cuidado; recursos a los que acceden; distribución del tiempo de trabajo y del tiempo libre; ingresos que reciben y uso que les dan; tipo de actividades aprobadas (que responden más, cuantitativamente, a oficios «masculinos»), etc.[9] Cuando se examinan los escaños del sistema político, se evidencia un dato interesante: en los niveles más altos (provincial y nacional), mujeres y hombres aparecen representados paritariamente, lo cual responde a legítimas políticas afirmativas de equidad de género en dichos puestos; pero cuando se examinan los espacios locales de la política —que es donde los representantes son electos directamente por la ciudadanía— se ve que las mujeres tienen muchísima menos presencia, lo que devela una franca brecha de desigualdad en el acceso a los canales de intervención en el poder público (Guanche, 2010).

Lo dicho incorpora nuevas dimensiones. Los raseros a través de los cuales se excluyen grupos sociales de las comunidades son de distinta índole. La medida en que las situaciones de precariedad y dependencia material limitan la libertad política —en el sentido republicano visto antes— es solo una parte del problema, pues la dependencia y la subordinación conforman y se sostienen en complejas «geometrías de la opresión», donde se entrecruzan dimensiones que interpretan y comunican códigos culturales productores de asimetrías en el acceso a la ciudadanía (Fraser, 2006).

Si se acepta esa afirmación, es debido considerar que la provisión igualitaria de derechos, aunque imprescindible, no es suficiente para evitar procesos de producción de diferencias que condenan a sus portadores a ocupar ciudadanías restringidas no solo por prohibiciones civiles o desposesiones de recursos, sino por estigmas culturales que impiden su acceso, como personas libres e iguales, a las esferas civil y social. Son necesarias, además, políticas de reconocimiento.

Al respecto, dos ámbitos de discusión privilegiados han sido el género y la «raza». Con largos recorridos políticos y teóricos, sus análisis definen las nuevas pautas de controversia sobre la ciudadanía (Deere y León, 2000). Ellos colocan en primer plano, ejes claves para el análisis de la desigualdad, mecanismos y espacios de dominación relegados en la reflexión académica hasta bien entrado el siglo xx, a pesar de que la exclusión de mujeres o grupos raciales y étnicos no fuera un problema contemporáneo, como informa la historia.

En las puertas de la modernidad europea, por ejemplo, la exclusión de las mujeres, los pobres y los esclavos era la pauta para la conformación de los criterios de pertenencia a una comunidad política nacional que ofrecía derechos y asignaba estatus. Alrededor del particular, giraron también encarnadas discusiones durante la Revolución francesa, en el seno de la cual grupos organizados de mujeres reclamaron para sí la ciudadanía mediante lo que algunas llamaron los «derechos de la mujer y la ciudadana» (Pisarello, 2012).[10] En línea similar, en América Latina las constituciones posindependentistas presumieron que «las mujeres tenían una nacionalidad, pero no una ciudadanía definida para el ejercicio de derechos políticos» (Lavrin, 1994 citado en Deere y León, 2002: 105); proclamaron la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, pero definieron la ciudadanía implícitamente como un dominio masculino, que otorgaba a los hombres derecho de administrar el patrimonio común de la sociedad conyugal y la propiedad de la mujer previa al casamiento (Deere y León, 2002). Ellas, por lo pronto, les debían obediencia y fidelidad.[11] De manera análoga, los pueblos y nacionalidades indígenas quedaron al margen de los derechos ciudadanos, y en muchas naciones latinoamericanas fueron sometidos a refinados procesos de «administración de poblaciones» (Guerrero, 2000) o a distintos modos de segregación racial por diferentes instancias sociales. Con todo, la ciudadanía fue por largo tiempo —y en algunos sentidos aún lo es— un privilegio para «hombres con honra y fama» (Barragán, 1999). Ser blanco, hombre, y tener propiedades —así fuera la propia mujer e hijos (Fraser y Gordon, 1992)— asignaba, de suyo, un estatus superior en el orden sociopolítico. Enfatizo que los gestos patriarcales y racistas han estructurado las desigualdades materiales, y viceversa, a través de enmarañados mecanismos simbólicos y reales a los que es debido atender.

Ni el liberalismo y el republicanismo han podido dar una respuesta firme al asunto de las diferencias. La prioridad que ambas tradiciones dan a «la cuestión política» —aunque diferente entre ellas— tiene la potestad de eclipsar los modos en que las pertenencias de otro signo se procesan dentro de las comunidades ciudadanas. Entre las soluciones contemporáneas más avezadas en torno a estos problemas, está aquella que plantea que las desigualdades se estructuran en doble registro: los grupos subordinados padecen tanto una mala distribución como un reconocimiento erróneo de su diferencia, de manera que ninguno de los dos planos de la exclusión es un efecto indirecto del otro. La explicación de Nancy Fraser sobre el modo en que el género constituye una subordinación bidimensional es reveladora:

El género no es una simple clase ni un mero grupo de estatus, sino una categoría híbrida enraizada al mismo tiempo en la estructura económica y en el orden de estatus de la sociedad. Desde el punto de vista distributivo, el género sirve de principio organizador básico de la estructura económica de la sociedad capitalista: [...] estructura la división fundamental entre trabajo retribuido, «productivo», y trabajo no retribuido, «reproductivo» y doméstico, asignando a las mujeres la responsabilidad primaria de este último, y [...] estructura también la división, dentro del trabajo pagado, entre las ocupaciones de fabricación y profesionales, de salarios altos y predominio masculino, y las ocupaciones de «delantal» y de servicio doméstico, de salarios bajos y predominio femenino. El resultado es una estructura económica que genera formas de injusticia distributiva, específicas de género, incluyendo la explotación basada en el género, la marginación económica y la privación. En este caso, el género aparece como una diferenciación [...] que está enraizada en la estructura económica de la sociedad. [Además], el género [es] una diferenciación de estatus: [...] codifica patrones culturales omnipresentes de interpretación y evaluación, que son fundamentales para el orden de estatus en su conjunto. En consecuencia, no solo las mujeres, sino todos los grupos de estatus inferior, corren el riesgo de la feminización y, por tanto de la depreciación. Así pues, una característica importante de la injusticia de género es el androcentrismo: un patrón institucionalizado de valor cultural que privilegia los rasgos asociados con la masculinidad, al tiempo que devalúa todo lo codificado «femenino», paradigmáticamente, pero no solo, las mujeres. [...] El género, en suma, [...] combina una dimensión similar a la de la clase social, que la sitúa en el ámbito de la redistribución, con una dimensión de estatus, que la incluye simultáneamente en el ámbito del reconocimiento. Queda abierta la cuestión de si las dos dimensiones tienen una ponderación igual. No obstante, en todo caso, la reparación de la injusticia de género exige cambiar tanto la estructura económica como el orden de estatus de la sociedad. (Fraser, 2006).

Antes mencioné que la propiedad —como control de la propia vida— confiere autonomía, y que esta última es el signo de la libertad que posibilita la pertenencia plena a las comunidades políticas. Ahora añado que el problema de la propiedad no es solo una cuestión económica, sino que propietarios y no propietarios se constituyen en categorías también culturales, que delimitan el demos político que define la ciudadanía.

Mejor no concluir

Este texto ha intentado afrontar un desafío académico-político específico: la reflexión sobre la ciudadanía a través de algunos de sus debates alusivos a la libertad, la igualdad, la propiedad y la diversidad social. Partí de una cuestión fundamental: la brecha entre la igualdad formal —ofrecida por el estatus de ciudadanos— y la desigualdad socioeconómico-cultural que reproduce la subordinación de amplios grupos sociales, que no alcanzan la plena pertenencia a la comunidad política. El análisis permitió recabar sobre algunos enunciados de importancia: la ciudadanía remite, al mismo tiempo, a un estatus que confiere derechos, a un ideal igualitario y a una práctica; para realizarse a plenitud, un ciudadano debe ser tan autónomo política y económicamente como cualquiera de sus pares. De lo contrario, la ciudadanía se encuentra limitada y se coarta la posibilidad de procesar una política democrática porque los actores sociales no se encuentran en condiciones equivalentes para participar del espacio público. Lo anterior limita la posibilidad de que las demandas sociales se traduzcan como políticas y tengan capacidad de incidencia; impide así la creación y despliegue de espacios políticos para procesar las diferencias que provienen de las esferas de la economía, de la cultura y de la política misma.

¿Por qué la ciudadanía y el pueblo comparten sitial —ahora más que antes— en el discurso oficial cubano actual y cómo ello puede leerse en relación con otras novedades de la retórica y de la política práctica? ¿Tendrá ello que ver con el énfasis en la institucionalidad del actual Presidente y con el anuncio de un nuevo momento constitucional? ¿De qué signo es la política a que aspiran los nuevos repertorios políticos que incorporan a la ciudadanía? ¿El proceso podrá viabilizar cursos ampliados de democracia y reconocer los condicionamientos entre política y propiedad, reproducción de la vida y pertenencia política, el control sobre las propias condiciones de la existencia y la participación en los destinos del bien común? ¿De qué modos democráticos podrá el gobierno cubano intervenir no arbitrariamente en el campo de la propiedad en beneficio de los desposeídos? ¿Cómo construir sinergias Estado-sociedad civil para asumir el reto mayor de la equidad racial y de género como lugaresdonde se reproduce la subordinación y se limita el despliegue de la política? ¿Los ciudadanos a los que se dirige el discurso oficial cubano son los que deben participar en la elaboración de la ley que regulará sus vidas, o se refiere solo a un estatus formal de derecho? ¿Cómo pensar «puertas adentro» las ciudadanías cubanas como práctica política allende las fronteras de la Isla?

Es probable que en esas preguntas haya algo de razón para emprender búsquedas sistemáticas que permitan escudriñar los intríngulis del poder en un país que cambia «sin prisa, pero sin pausa». Junto a ellas, las ideas comentadas hasta aquí podrían aportar nuevas pistas de provecho para la sociedad cubana. Finalmente, ¿podrá Zoila re-conocer su ciudadanía también en posibilidades ampliadas para reproducir su vida? ¿Y Yosniel? ¿Podrá encontrar tiempo para interesarse por la política?

Notas:

[1]. El «liberalismo doctrinario» alude al surgimiento de la tradición liberal, a finales del xviii e inicios del xix. Entre sus postulados está que el Estado debe mostrarse lo menos intervencionista posible; lo cual retomó luego la escuela libertariana encabezada por Robert Nozick (1974). La tradición del liberalismo doctrinario aboga por cierta forma de Estado mínimo cuyas funciones velen por la seguridad de los ciudadanos y garanticen el mantenimiento de la propiedad privada. Recientemente, filósofos como Philippe van Parijs (1995) han manifestado la necesidad de alumbrar esquemas ético-políticos que superen las debilidades de los viejos cuerpos jurídicos de cuño liberal-doctrinario que, comprometidos exclusivamente con la causa de la garantía de la isonomía (igualdad ante la ley), se habían desentendido de la suerte de los individuos en el mundo gobernado por dicha ley (Casassas, 2010). Por otra parte, liberalismo igualitarista o social apunta a la corriente liberal liderada por John Rawls o Ronald Dworkin, preocupados por la justicia y el pluralismo.

[2]. Para una crítica informada de la distinción entre libertades negativas y positivas ver Alegre Zahonero et al. (2012), Ferrajoli (1999, 2001), Bertomeu (2005a), Pisarello (2012), Holmes y Sunstein (1999)

[3]. Por ello buena parte de las concepciones liberales abogan por un Estado neutral, que no interviene en las concepciones de vida buena de los individuos que integran la comunidad política que él delimita.

[4]. La voz liberalismo se usó por primera vez en 1812 en las Cortes de Cádiz; antes no era calificable como «liberal» ningún contenido político.

[5]. Para una referencia exhaustiva de la tradición republicana consultar la obra de Antoni Domènech; y, como heurístico para acercarse el tema, véase Guanche, 2012.

[6]. Luego de las independencias, el molde de los Estados fue el republicano, dentro de los cuales contendió la tradición oligárquica y la democrática del republicanismo. Esa pugna se expresa, por ejemplo, en la consignación del voto censitario y, a la vez, en la facultad otorgada a los Estados para expropiar propiedades a criterio del bien común. Ambos son contenidos republicanos; el liberalismo defendería —como lo hizo— la universalización formal de la ciudadanía y de los derechos políticos al voto, y disputaría —como también lo hizo— la capacidad del Estado para intervenir en la propiedad de terceros a criterio del bien común.

[7]. La idea de que el núcleo de la ciudadanía viene dado por la posibilidad y capacidad para elaborar políticamente la vida propia en relaciones de conciudadanía se remonta al menos hasta Aristóteles: «Un ciudadano en sentido estricto se define por ningún otro rasgo mejor que por participar en las funciones judiciales y en el gobierno» (Aristóteles, 2005). Elaboraciones contemporáneas de esas ideas están en Arendt (2005) y Viroli (2001, 2004).

[8]. La interferencia no arbitraria carece de interés político para el republicanismo, pues ella no disminuye en nada la libertad, sino que la protege y la aumenta. Por tanto, cuando el Estado interviene positivamente, a través de políticas públicas o cualquier otro mecanismo que asegure la independencia personal de sus ciudadanos, no se considera interferencia, en la medida en que debe estar regulado institucionalmente, y no moralmente. Esas interferencias no son intromisiones en la «libertad» de los «individuos» (Domènech, 2000)

[9]. Eso no es exclusivo del sector por cuenta propia; en los ámbitos rurales, por ejemplo, mientras 46% de la población y 32% de las personas en edad laboral son mujeres, solo 10% de ellas han sido adjudicatarias de tierras en usufructo para el trabajo agrícola y ganadero.

[10]. Como han argumentado las teóricas feministas, el dominio público de la ciudadanía moderna se basó en la negación de la participación de las mujeres. La distinción público/privado, fundamental en la afirmación de la libertad individual, condujo a la identificación de lo privado con lo doméstico y desempeñó un papel importante en la subordinación de las mujeres (Mouffe, 1999).

[11]. En los códigos civiles latinoamericanos figuraban: 1) una capacidad jurídica femenina limitada por la potestad marital; 2) la representación masculina del hogar; 3) la administración por el esposo del patrimonio común de la sociedad conyugal y de la propiedad individual de la mujer al momento de casarse; 4) el derecho del esposo de restringir el empleo de su esposa fuera del hogar y de controlar sus ingresos; 5) el derecho del esposo de determinar la residencia de la pareja; 6) el requerimiento de que las esposas prometan obediencia y fidelidad a sus esposos; y 7) la autoridad del padre sobre los hijos y sus propiedades (patria potestad) (Deere y León, 2002).

 

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(Este artículo obtuvo el Premio Temas de Ensayo 2016, en la modalidad de Ciencias sociales)

investigadora social cubana, es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso.
Fuente:
http://www.temas.cult.cu/articulo/1961/los-costos-de-la-vida-repensar-la-ciudadan-para-los-ciudadanos

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