Manifestaciones en Francia: muro y trascavo

John Berger

09/04/2006

 

Anoche miré por televisión el discurso del presidente Jacques Chirac a
la nación. Días antes, 3 millones de personas -la mayoría estudiantes-
se manifestaron en las calles contra la nueva ley que permite a las
empresas contratar y luego correr indiscriminadamente a los jóvenes
trabajadores. Varios comentaristas han comparado la magnitud de las
protestas -y de la simpatía del público hacia los manifestantes- con
la situación en Francia en 1968. No discuto aquí esta comparación
histórica. Simplemente quiero describir el estilo del discurso del
presidente Chirac, porque de muchas maneras es típico de como se
dirigen a la gente, ahora, los líderes políticos, por lo menos en el
primer mundo.
Se notaba que había ensayado y se veía seguro de sí mismo, y no
obstante daba la impresión de ya saber que su intervención no
cambiaría nada. Que intentaba salir lo mejor librado posible de una
situación difícil. No quería tranquilizar ni estaba ansioso. Suponía
que, a fin de cuentas, el tiempo, la fatiga y las fuerzas del orden
habrían de dirimir la cuestión.
En el pasado, cuando los líderes políticos se dirigían a la nación,
proponían construcción. Podían exagerar, minimizar los costos o
simplemente mentir; sus proyectos podían ser tan diferentes unos de
otros como el Tercer Reich, Estados Unidos de América o alguna
república socialista. Sin embargo, sus propuestas evocaban alguna
visión que había que hacer realidad o la creación de una sociedad que
aún no existía. Construcción.
En circunstancias pasadas los líderes políticos propusieron la defensa
activa de prácticas e instituciones ya existentes que, en mayor o
menor medida, merecían el respeto del público y que se consideraban
amenazadas y en peligro. Tales propuestas condujeron con frecuencia al
chovinismo, al racismo y la cacería de brujas. Y no obstante, ante la

tarea de salvar algo, su retórica alentaba y hacía real -aunque fuera
por breve lapso- un sentido vivo, generalizado, de lealtades
compartidas.
La retórica de los líderes políticos de hoy no está al servicio de
construcción o conservación alguna. Su fin es desmantelar. Desmantelar
lo que es la herencia social, económica y ética del pasado y, en
particular, todas las asociaciones, regulaciones y mecanismos que
expresen solidaridad.
El Fin de la Historia, lema global de las corporaciones, no es un
vaticinio: es una orden para borrar el pasado y lo que nos legó en
todas partes. El mercado requiere que todo consumidor y empleado se
hallen brutalmente solos en el presente.
Todavía ningún electorado está preparado para aceptar tal
desmantelamiento. Por una simple razón. El acto de votar, no importa
qué tan manipulada o libre sea la elección, es una manera de conjuntar
los recuerdos para respaldar la propuesta de algún programa de futuro.
Tocamos aquí la profunda contradicción entre la tiranía del mercado
mundial y la democracia, entre las llamadas preferencias del
consumidor y los derechos ciudadanos.
En consecuencia, el proceso de desmantelamiento tiene que disfrazarse
y esconderse. Esa es la tarea primordial de los líderes políticos de
hoy. Por supuesto, su propio papel también se está desmantelando. Pero
ya eligieron ejercer, disfrutar y explotar sus menguados poderes, en
vez de cotejar su actuación con alguna verdad global. Esto explica su
pragmatismo, que se combina con su perpleja falta de realismo. También
explica su furtiva veleidad como políticos, algo sin precedentes. Su
tarea es prevaricar mientras los tratos de negocios ocurren en otra
parte.
Regresemos al típico discurso de los líderes políticos en los tiempos
que vivimos. Siempre que enfrentan oposición, tienen que ocultar lo
que ocurre erigiendo rápidamente un muro de palabras opacas. La

conclusión del discurso de Jacques Chirac es un ejemplo perfecto.
"Cuando en la república nos preocupa el interés nacional, no debemos
pensar en términos de ganadores o perdedores. Debemos juntarnos todos.
Y que cada uno, desde su sitio, actúe con responsabilidad."
Un muro verbal oculta lo que está ocurriendo. Y del otro lado del muro
el trascavo continúa el desmantelamiento.
No obstante, con muro o sin él, todo el mundo, excepto los ricos o
aquellos con buenas probabilidades de volverse ricos, está consciente
del desmantelamiento. Por eso salen a la calle 3 millones de personas.
Por eso la gran preocupación nacional en torno al desempleo, en torno
al riesgo siempre presente de quedar desempleados y la creciente carga
de trabajo que pesa sobre los empleados.
La nueva ley en cuestión, que aumenta la precariedad del empleo para
quienes terminaron sus estudios, fue presentada oficialmente como
medida de corto plazo para disminuir el desempleo. El daño existente
tuvo que admitirse oficialmente, pero tienen que ocultar y hacer
confusas sus causas y sus consecuencias de largo plazo. (Si no lo
hacen habrá más descontento, revueltas, ira y violencia.)
En vez de admitir la existencia del trascavo -que es la maquinaria
modernizante de la actual tiranía del mercado económico- se refieren
al desempleo cual si fuera una epidemia o la peste. Un "flagelo"
(fléau) fue el término que usó el presidente.
En vez de impugnar este falso concepto de modernización, hablan del
brutal desmantelamiento cual si fuera un capítulo de las ciencias
naturales. El "mundo del trabajo", según anunció el presidente Chirac,
"está en perpetua evolución..."
Tales discursos revelan que los políticos que los pronuncian han
abdicado, de hecho, a la política. La política es su excusa. Y pese a
dirigirse a multitudes (20 millones de personas en el caso de Chirac),
hay que notar lo solitarios, y por tanto absurdos, que se han vuelto
sus argumentos públicos.
John Berger es ensayista, narrador y crítico de arte. Su libro más
reciente es Here is where we meet, Pantheon Books, con motivo del cual
se le hizo un homenaje en Gran Bretaña en 2005

Traducción: Ramón Vera Herrera

Fuente:
La Jornada, 8 abril 2006

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