Mi encuentro con Brecht en Milán, 1956

Rossana Rossanda

11/09/2006

Me encontré con Brecht en Milán en 1956, en el ensayo general de la Opera de tres centavos puesta en escena por Giorgio Strehler con gran escándalo de la burguesía milanesa y debates acalorados en el concejo comunal. La censura estaba todavía en vigor y así se mantendría hasta fines de 1963. En el Piccolo Teatro, que había tenido la venia de la Presidencia del Concejo, estaban muy ansiosos. Brecht no iba para vigilar, iba para ver. Gris y prolijo con una chaqueta à la Mao, los ojos agudos tras lentes redondos, flequillo sobre la frente despejada, estaba divertido por la interpretación de Strehler, tanto más colorida que la suya, toda atravesada de estremecimientos, que encontraría algunos años después en Berlín. El texto, decía, tiene que ser usado cómo más convenga para provocar en el espectador aquel “ah, es así”, que impedía el “consumo gastronómico” de las acciones en escena, y toda identificación con el personaje –el teatro era teatro, no debía ser realista, debía “extrañar”. Y aquella tarde el extrañado era él, contento de que funcionase cierto jaleo a la italiana; le gustó el Mackie Mecer de Tino Carraro y la Milly encontrada por Strehler y Gras en el cabaret. No sabía gran cosa de Italia y escuchaba con alguna distancia el extrovertido lenguaje de Paolo Grassi. Tenía idea de ir a la mañana siguiente a Arcetri para ver el lugar donde estuvo recluido Galileo; creía que estaba a dos pasos y lo tuvimos que decepcionar. Debía ser recibido por el alcalde al mediodía, pero si recuerdo bien, no hizo ninguna conferencia de prensa, estuvo aquí y allá, siempre cortés con su chaqueta y sosteniéndose la gorra, la voz queda y pocos gestos –aun dirigiendo a los actores—: parecía un maestro de mediana edad. Un poco desconfiado y curioso. No parecía enfermo, pero el corazón lo había atormentado desde su nacimiento. Moriría pocos meses después, el 14 de agosto, y en 1960 yo tropezaría sobre su tumba, dos rocas frente a un pequeño muro en el cementerio de la Dorotea [en Berlín].
Lo acompañé durante dos días, pero entre su reserva y mi alemán, no se puede decir que tuviéramos un verdadero diálogo. Estaba intimidada. En Turín y Milán habíamos leído todo su teatro, cuyas espléndidas traducciones Gerardo Guerrieri publicaba para Einaudi; en la Casa de la Cultura, con la excusa de que era un club privado, se lo hacíamos recitar a Enrico Rame, hermano de Franca. Conocíamos las poesías gracias a Fertonani, y Fortín nos entretenía con el Me-ti o con Las historias del calendario. Estábamos en la vigilia del diluvio –informe secreto de Kruschov, revolución húngara, los tanques soviéticos en Budapest–, y cuando sucedió todo esto, me pareció una benevolencia de los dioses que Brecht hubiese muerto un mes antes.
Porque su caso es paradójico. No hubo en el siglo XX poeta o dramaturgo más comprometido que él, más rigurosamente marxista y revolucionario, pero ninguno fue menos amado no sólo por los burgueses, sino también por los partidos comunistas y los gobiernos “socialistas”. Había estado cerca de los comunistas en los años veinte, pero parece que nunca se afilió a ese partido, y cuando después de un largo exilio, ya terminada la guerra mundial, retornó a Europa, hizo una pausa en Suiza para meditar sobre cuál Alemania escoger. Si eligió el Este, fue para no estar en el Oeste. Pero no adhirió a la SED [Partido Socialista Unificado de Alemania, en el poder en la RDA], y fue, como máximo, tolerado, después de todo, era una gloria nacional. En 1953 había apoyado la huelga y había protestado contra la represión, pero su carta fue publicada mutilada, y fue agitada hacia el Oeste como una culpa. Del Este apreciaba sólo la posición a favor de la paz, poco le importaba por qué razón. La primera guerra mundial lo había marcado para siempre, y un poema suyo, La leyenda del soldado, le había procurado peligros siendo todavía estudiante. Siempre juzgó la guerra como una carnicería orquestada por los poderosos, tenía horror a la retórica militar, y cuando aceptó el premio Stalin por la paz, lo acompañó de un discurso que no fue bien recibido. Ya hacía algunos años que había muerto cuando el responsable de cultura de la SED, el no por cierto inculto Alfred Kurella, me lo definió con desprecio como una especie de radical, un anárquico que estaba bien para los burgueses pero no para los proletarios, siéndole del todo extraña la idea del socialismo (por la ausencia en su obra de un héroe positivo). Ni aún por haber escrito los dos dramas didácticos más célebres, La excepción y la regla y La medida, pudo encontrar el favor de los comunistas: en el primero, un tribunal argumenta el veredicto de no culpabilidad del mercader que, atravesando el desierto, asesina a su guía cuando éste se da vuelta de improviso para ofrecerle un poco de agua: tenía razones para creer, por el maltrato con que lo había obseguiado antes, que lo quisiera asesinar; por lo tanto, se trataba de legítima defensa. En el segundo, el joven compañero, enviado a una mítica China a organizar un núcleo del partido, se había visto descubierto muchas veces en defensa de quien veía intolerablemente oprimido, había así comprometido la causa y aceptaba ser condenado a muerte, de compañero a compañero. Los dos textos suscitaron entre los comunistas críticas furiosas. Y mucho más tarde, la última gran pieza, El círculo de tiza caucasiano, no obtuvo ni siquiera una palabra del Neues Deutschland [el órgano oficial de la SED]. Brecht no fue anárquico, consideraba la organización una necesidad para el proletariado: hasta escribió versos exaltando el partido. Pero, pasada la atmósfera de los primeros años veinte, los partidos no se podían reconocer en ellos. Estaba todavía en Alemania cuando montó la reelaboración de la Beggar´s opera de John Gay y luego su Opera de tres centavos, y tuvo un verdadero éxito: pero como Baal o Un hombre es un hombre o Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, aquellas obras no tenían nada que ver con el realismo. Llevan hasta el fondo la necesidad de revolución también de las formas que se desbordaba después de la guerra, y que fascina a Piscator o a Toller: escenografía despojada e interpretación abierta.
Después escribirá desde Dinamarca, donde debió irse rápidamente en 1933 y donde se despliega su lucha con Gershrom Scholem por el alma, se puede decir así, de Walter Benjamin. Amigo cercano, no obstante las advertencias de Adorno, que desconfiaba porque Brecht pasaba por comunista, y lo era, con partido o sin él. Pero tanto Brecht como Adorno, o como casi todos los otros grandes, se las habían arreglado para salvarse. Brecht habría confesado también su amor por el arte de vivir, en el sentido de escapar, mientras que lo de Benjamin fue un abandono total, y después de unos años de penurias en París, se mataría en Port Bou, tras un intento fallido, que lo había dejado exhausto, de pasar la frontera española.
Con la guerra cada vez más cerca, Brecht pasó primero por Finlandia y luego se fue a los Estados Unidos. Tenía ya consigo a aquellos con quienes había hecho y haría teatro, que no es obra de un hombre solo, desde Caspar Neher a Regine Lutz, pasando por los amados Hans Eisler, Kurt Weill y su mujer Lotte Lenya, que cantaba como ninguna sus canciones, como la de Dessau, donde el pegadizo music hall envolvía versos feroces. Y tenía cerca a sus colaboradoras, todas además sus amantes, sobre todo Ruth Bernau, a quien amaba mucho, embarazaba y mantenía a su lado junto a los niños –de al menos tres mujeres diferentes– bajo la mirada de la esposa-madre Malene Weigel. También esto le fue reprochado, como si hubiera explotado a todas y a todos: no negaba que exigía y tomaba mucho de los demás, pero –como dice Regine Lutz– daba también muchísimo, y trabajar con él era una larga fiesta. Debía ser así, ya que aquel connubio no se disgregó.
La experiencia mas negativa la vivió en Estados Unidos, que lo acogió en California en una casa encantadora con palmeras, pero que él dejó rápido junto a su tribu: aunque Hollywood también lo dejó rápido a él. Sus guiones no le funcionaban a nadie, ni siquiera a Fritz Lang. Su único amigo fue el actor Charles Laughton, que tradujo al inglés e interpretó La vida de Galileo –pero el estreno tuvo una acogida bastante moderada, quizás más debida al actor que al texto. Por lo demás, si Estados Unidos no lo amó (hasta fue investigado por la Comisión de actividades antiamericanas), él tampoco amó a los Estados Unidos: De estas ciudades quedará sólo lo que las atraviesa, el viento.
Brecht fue un hombre de una época pero de ninguna parte, de ningún lugar. El dolor del mundo se volvió en él furia razonada, y la furia y la razón se volvieron poesía y dramaturgia –el Lukacs tardío lo consideraría el más grande poeta del siglo. Sus cuartetas y sus canciones tecleadas en la Underwood impresionan. Las pocas correcciones con bolígrafo muestran una grafía gótica aguda y regular.
En 1956 no pensaba morir, ni yo tuve el coraje de hacerle las preguntas que se me agolpan hoy. Toda la existencia es una oportunidad perdida, palabras no dichas. Había escrito una larga poesía para aquellos que vendrán después, A los descendientes; no sé de qué año es, la imagino posterior a 1953, la amo mucho. El, Bertolt Brecht, originario de la Selva Negra, parece pedir perdón – su generación, dice, ha vivido en tiempos oscuros, a las corridas, distraída, sumida en las guerras de clase, cambiando más a menudo de países que de zapatos, sin mirar a los árboles, amando con distracción. No pudo ser amigable. “Pero ustedes que vendrán después y que vivirán en un mundo en donde el hombre será amigo del hombre, piensen en nosotros con indulgencia.”

Rossana Rossanda es una escritora y analista política italiana, cofundadora del cotidiano comunista italiano Il Manifesto. Acaban de aparecer en Italia sus muy recomendables memorias políticas: La  ragazza del secolo scorso [La muchacha del siglo pasado], Einaudi, Roma 2005. El lector interesado puede escuchar una entrevista radiofónica (25 de enero de 2006) a Rossanda sobre su libro de memorias en Radio Popolare: parte 1 : siglo XX; octubre de 1917, mayo 1968, Berlinguer, el imperdonable suicidio del PCI, movimiento antiglobalización, feminismo; una generación derrotada; y parte 2 : zapatismo; clase obrera de postguerra; el discurso político de la memoria; Castro y Trotsky; estalinismo; elogio de una generación que quiso cambiar el mundo.

Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo González-Bertomeu

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Fuente:
Il Manifesto, 5 agosto 2006

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