Modernidad, salud y derechos humanos

Juan Manuel Pericàs

04/02/2018

La declaración de conflictos de interés u otro tipo de influencias es una de las barreras disponibles frente a la depredación de la investigación por parte de intereses particulares, especialmente los de la industria, en el campo de la salud. Así pues, para empezar, el que escribe estas palabras debe reconocer sus sesgos epistemológicos – que pretende inconscientes- al abordar temáticas relacionadas con el “progreso”, los derechos y la salud, por su condición de hombre blanco y europeo, aun siendo consciente de que muchos lo leerán como una impostura. Desgraciadamente, la declaración de conflictos de interés y de acercamiento al conocimiento muy pocas veces se toma en serio, y aun cuando así es, entre ésta y la praxis éticamente correcta suele mediar un abismo. A pesar de ello, abogo no sólo por fortalecer la declaración de conflictos de poder e interés, sino por extenderla fuera del ámbito de las revistas científicas. Dicho esto, procedamos.

Derechos humanos y modernidad son inescindibles. No son sinónimos, ni uno precede al otro en una continuidad causa-efecto lineal, pero sin los aspectos “positivos” del movimiento (histórico) ilustrado no habría habido Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y sin sus facetas “negativas” no se hubieran dado las luchas y teorías en pos de los derechos de los pueblos, las etnias, o la igualdad de género. Evidentemente, esta dicotomización burda no pretende dar cuenta de algo tan complejo como la Modernidad, entrar en disquisiciones acerca de sus orígenes, contradicciones, corolarios y consecuencias, ni dejarse llevar por un filibusterismo de contrafácticos. No se pretende siquiera esbozar un tímido balance general. Es más prudente invitar a (re)leer –críticamente- a los críticos y defensores de los principios inspiradores y el legado ilustrado y sacar las conclusiones pertinentes.

En definitiva, lo que importa es poner de relieve que colocando a un lado de la balanza el genocidio colonial, el supremacismo de supuesta base científica, Auswitch, el recrudecimiento contemporáneo del patriarcado, las condiciones de vida de los obreros de mediados del XIX descritas por Engels y Villermé, la progresiva precarización y mercantilización de la vida, las guerras o las hambrunas y del otro las vacunas, los avances en higiene, lo que ha dado en llamarse “transición epidemiológica” (el desplazamiento de las enfermedades infecciosas y en general agudas por las no transmisibles y crónicas como principales causas de muerte y morbilidad en amplias zonas del planeta; teoría que por otra parte adolece de graves inconsistencias), la implantación de sistemas sanitarios de acceso universal en algunos países, o el desarrollo de la tecnología sanitaria, como si ambos extremos se sustentasen en lo que simbolizó la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, que actuaría como la Dama de la Justicia, no contribuye un ápice a dilucidar la importancia del Derecho y los derechos en este interregno de luces y barbarie.

Que los reduccionismos son amigos poco leales de la verdad es una perogrullada, pero nunca está de más repetir que el grueso del conocimiento científico relacionado con la salud que viene generándose de forma hegemónica hace casi un siglo se basa en un abordaje reduccionista, heredero del positivismo y el funcionalismo parsoniano. Dianas terapéuticas, factores de riesgo, estilos de vida o la determinación genética son tan sólo el barniz del marco. Es importante tenerlo en cuenta, entre otras razones de peso, para que no caigamos en la trampa de pensar el derecho a la salud únicamente como la posibilidad, no sólo de iure sino de facto, de acceder a medicamentos u hospitales una vez estamos ya enfermos. (Re) Dicho queda.

Cabe plantearse entonces la relación entre el derecho a la salud y la ley, así como impronta de la herencia ilustrada en ésta. En un editorial escrito a propósito del número especial que la revista The Lancet dedicó en 2008 al vínculo entre derechos humanos y salud,1 Amartya Sen apuntaba que en tal empresa debían plantearse siempre tres cuestiones: la legal, la de su factibilidad y la(s) política(s). Nos centraremos en la primera, que Sen asociaba a la asunción de que el derecho debe ser inevitablemente, y algunos dirían que de forma única, legal. Como ejemplo de prédica en base a este presupuesto explicaba que Jeremy Bentham consideraba la ya mencionada Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 como un “sinsentido”, ya que todo derecho debía ser legislado, ser “hijo de la ley”. Como contrapunto, Sen argüía que existe una larga tradición de pensamiento con respecto a los derechos como emanaciones de la ética social, y no de la ley, ejemplarizadas según él en la invocación a “ciertos derechos inalienables” en la otra “célebre declaración” del XVIII, la de Independencia de los Estados Unidos, que actuarían más bien como “padres de la ley”, guiando la legislación.

Llegados a este punto no podemos dejar de recordar que esa tradición se remonta por lo menos al iusnaturalismo moderno de Marsilio de Padua, continuado entre otros por el ala “radical” del derecho natural angloamericano, que tan frontalmente chocó con los presupuestos utilitaristas. La cristalización de los derechos en las instituciones no se produce en forma alguna como éstos parecen afirmar, es decir, de las ideas-declaraciones a la institución vía legislación, sino que sin el concurso del pueblo, de la acción desde y hacia la ciudadanía, en luchas populares concretas y sostenidas, puede haber Derecho, pero en ningún caso hay derechos.

Terminaba Sen su artículo haciendo un llamamiento a la acción para avanzar en “la causa de la buena salud para todos”: acciones políticas, sociales, económicas, científicas y culturales. Sen siempre ha sabido dejar buen sabor de boca al lector. Sin embargo, si buceamos en las raíces del republicanismo y del derecho moderno, no podemos dejar fuera de la ecuación al conflicto, que hoy en día se ha sustituido por una aséptica “participación”. 

Hechos estas consideraciones, estamos en mejores condiciones para abordar la plasmación de las acciones políticas concretas para instituir (de nuevo, en el sentido republicano de institución) la salud como derecho universal. Para ello, nada más elocuente que acudir a lo que propugna la Organización Mundial de la Salud (OMS) y compararlo someramente con la cruda realidad. En diciembre de 2015, dos meses después del lanzamiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible por parte de Naciones Unidas,2 la OMS publicó una nota sobre salud y derechos humanos,3 que a la vez se inspiraba en un documento de 2009 redactado por el Comité para los Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas.4 La nota empezaba recordando que la Constitución de la OMS afirma que “el goce del grado máximo de salud que se pueda lograr es uno de los derechos fundamentales de todo ser humano”, algo sin duda muy ambicioso. No obstante, poco más adelante en el texto el espectro abarcado se acota abruptamente: “el derecho a la salud incluye el acceso oportuno, aceptable y asequible a servicios de atención de salud de calidad suficiente”. Por “atención a la salud” se entiende, en general, servicios asistenciales, descuidándose por tanto gran parte de la prevención, el abordaje de los determinantes sociales o la salud colectiva, entre otras muchas otras facetas de la salud. Aun así, el documento enfatiza que “unos 100 millones de personas de todo el mundo son empujadas cada año a vivir por debajo del umbral de pobreza como consecuencia de los gastos sanitarios” e insta a implementar una cobertura sanitaria universal como medio más adecuado para promover el derecho a la salud.

Coincido, pero ojo: no confundamos la salud como derecho universal con la cobertura sanitaria universal. De hecho, el documento de la OMS continúa aclarando que el derecho a la salud abarca libertades y derechos: “Entre las libertades se incluye el derecho de las personas de controlar su salud y su cuerpo (por ejemplo, derechos sexuales y reproductivos) sin injerencias (por ejemplo, torturas y tratamientos y experimentos médicos no consensuados). Los derechos incluyen el derecho de acceso a un sistema de protección de la salud que ofrezca a todas las personas las mismas oportunidades de disfrutar del grado máximo de salud que se pueda alcanzar”. Muy de acuerdo, mas no con la coletilla siguiente: “Las políticas y programas de salud pueden promover o violar los derechos humanos, en particular el derecho a la salud, en función de la manera en que se formulen y se apliquen. La adopción de medidas orientadas a respetar y proteger los derechos humanos afianza la responsabilidad del sector sanitario respecto de la salud de cada persona”. ¿Por qué no? Pues porque desde hace una década todas las organizaciones serias dedicadas a la salud, incluida la propia OMS,5 propugnan una estrategia basada en la “salud en todas las políticas”, que mejore el estado de salud de la población en general y reduzca las desigualdades.

Volver a incidir en que la responsabilidad de que se cumpla la salud como derecho recae en “el sistema sanitario” deshace el hechizo de un plumazo y nos devuelve a la realidad: la salud se concibe como la prestación de unos servicios fundamentalmente radicados en los hospitales, en los que las decisiones las tomas sobretodo médicos, y de los que cualquier visión integradora de la salud desapareció tiempo ha, con honrosas excepciones. Sin embargo, para que la salud como derecho universal deje de ser un sinsentido, no por las razones aducidas por Bentham sino para que deje de conceptualizarse de forma diferente según la realidad de cada país, concretamente según su sistema sanitario, y por tanto pase a ser un concepto y una realidad universal y no concreta, necesitamos aspirar a materializar, de la forma más completa posible, las definiciones de salud que van más allá de la ausencia de enfermedad. A este tipo de definiciones se las tilda con facilidad de utópicas. Puesto que la salud de los pueblos depende fundamentalmente de sus condiciones materiales, ciertamente es utópico pensar en una supuesta salud universal bajo el capitalismo, un sistema sostenido en la desposesión y generación de desigualdades. Saquen ustedes las conclusiones que procedan. Las instituciones internacionales, en el último siglo, concluyeron que la utopía era una mercancía adaptable a la desmemoria de cada pueblo.

Pero no abandonemos todavía el enfoque de la salud basado en los derechos humanos según la OMS. Más adelante, en el mencionado documento de 2009, vuelven a la carga, ahora con mayor acierto: “(tal enfoque) ofrece estrategias y soluciones que permiten afrontar y corregir las desigualdades, las prácticas discriminatorias y las relaciones de poder injustas que suelen ser aspectos centrales de la inequidad en los resultados sanitarios”. Distingue desigualdades (resultados cuantitativamente distintos) de inequidades (desigualdades injustas y evitables) y habla de relaciones de poder. Realmente esto no se lee todos los días con respecto a la salud. Los principios rectores de las intervenciones dirigidas a preservar el derecho a la salud serían la no discriminación, la disponibilidad, la accesibilidad, la aceptabilidad, la calidad, la rendición de cuentas y la universalidad. La nota culmina con la siguiente aseveración: “Un enfoque basado en los derechos humanos identifica relaciones a fin de emancipar a las personas para que puedan reivindicar sus derechos, y alentar a las instancias normativas y a los prestadores de servicios a que cumplan sus obligaciones en lo concerniente a la creación de sistemas de salud más receptivos”. Fíjense ustedes en el collage: por un lado hace referencia a las instancias normativas (la ley) y a la prestación de “servicios” y por el otro usa el término emancipar, no “liberar”. Como a menudo recuerda Florence Gauthier, el origen etimológico de emancipar está en ex (fuera) y mancipāre (transferir propiedad). Ley, servicios y mercancías. De nuevo el derecho a la salud como contrato capitalista. 

Héctor Abad, pionero de la Salud Pública colombiana, asesinado por sus planteamientos progresistas, dejó escrito lo siguiente en 1973: “[…] Ya hemos visto que la causa primordial de que la teoría no se convierta en práctica es, esencialmente, la actual organización socioeconómica del mundo. No es falta de conocimientos científicos o de conocimientos técnicos organizativos lo que impide que todos los habitantes del mundo reciban los mismos servicios de salud. Son los factores de dependencia económica, de ignorancia y las grandes diferencias en la “productividad” de los distintos grupos humanos lo que condiciona, primordialmente, las diferencias en los servicios de salud que reciben. Hagamos, primero, una pregunta fundamental. ¿Es la salud un derecho humano básico? [cursivas mías, JMP] Esto ha sido reconocido por todos los gobiernos, en los últimos veinte años, al asociarse a la Organización Mundial de la Salud, agencia especializada de las Naciones Unidas. Pero éste es un derecho que se aplica muy deficientemente, en la práctica, para la gran mayoría de los seres humanos que actualmente habitan la tierra. ¿Cuál es uno de los objetivos primordiales de la medicina y la salud pública? Evitar el sufrimiento humano. ¿Lo estamos logrando? Es evidente que no. ¿Por qué? Porque el mundo no tiene un objetivo común. Porque predomina el egocentrismo, el grupocentrismo y el nacionalcentrismo. Porque no se ha logrado una filosofía común, una ética humana común, que ponga el bienestar del hombre, de todos los hombres, por encima de otra consideración. ¿Se está avanzando hacia esa ética común? […]”.6

Y es que, como ya se ha apuntado, hay una distancia prometeica entre la retórica y los actos concretos que nos acerquen más a todos, pero sobre todo a los nadies, los ningunos, los ninguneados de Galeano, a la salud como derecho y aun más como derecho que resida en la soberanía de un/os pueblo/s liberado/s. Las causas son múltiples, pero especialmente flagrantes son el uso constante del discurso sobre las desigualdades sin reparar en la justicia social y en los mecanismo que las generan, confundir necesidad con interés o ceder la responsabilidad a organizaciones no gubernamentales. En este tránsito del humanismo al humanitarismo,7 Europa ha pisoteado cualquier esperanza de derecho universal a la salud con su austericidio, sus CIEs (en los que por lo visto no ha tenido lugar la “transición epidemiológica”), sus fronteras blindadas y deportaciones masivas, su islamofobia, su pasividad (o no, como en Melilla) frente a los miles de seres humanos sucumbiendo en el Mediterráneo, por no decir del papel deplorable en Siria, Libia o Yemen, entre otras muchas catástrofes frente a las que por lo visto, una vez se les pone la etiqueta, las autoridades se sienten con derecho (ellos sí) a ejercer de Poncio Pilatos y les ceden el testigo a las ONGs, cuando directamente no les ponen trabas en su labor de curas paliativas. 

Así pues, para que la salud pase a ser un derecho real, no basta con tener fármacos más baratos y efectivos, más profesionales y más infraestructuras. Para que la salud sea un derecho deben repensarse y recuperarse muchos otros derechos que se nos están arrebatando con nuestro consentimiento. Hay que echarle un pulso a la desmemoria para recordar por qué “salud” fue y todavía es el saludo fraternal por antonomasia en la tradición socialista y republicana en su sentido más amplio. Una parte importante de ese proceso está en manos de la ciencia, y para revertirlo hacen falta nuevos o renovados abordajes epistemológicos (que también son inevitablemente éticos y políticos). Buenos puntos de partida pueden ser la escuela de medicina social latinoamericana, en la que se inscribiría la obra del propio Héctor Abad, la epidemiología crítica basada en el neohumanismo de Jaime Breihl8 o la apuesta por una nueva ilustración radical de Marina Garcés.9 En todo caso, necesitamos mentes que repiensen la salud como derecho inalienable desde presupuestos humanistas antipatriarcales, ni eurocéntricos ni reduccionistas (ni siquiera en la conceptualización del eurocentrismo) y, por supuesto, cuerpos libres que lo pongan en práctica.

Notas y Referencias

1. Amartya Sen. Why and how is health a human right? Lancet 2008; 372: 2010.

2. United Nations, Sustainable Development Goals, 2015. https://www.google.es/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=13&ved=0ahUKEwiu-qei_srXAhWEvRQKHcjuBgAQFghnMAw&url=http%3A%2F%2Fwww.un.org%2Fsustainabledevelopment%2Fsustainable-development-goals%2F&usg=AOvVaw0z8zOqLG_mUFy6tojJVDzz

3. Organización Mundial de la salud. Salud y Derechos Humanos. Nota descriptiva Nº 323. Diciembre de 2015. https://www.google.es/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=13&ved=0ahUKEwiu-qei_srXAhWEvRQKHcjuBgAQFghnMAw&url=http%3A%2F%2Fwww.un.org%2Fsustainabledevelopment%2Fsustainable-development-goals%2F&usg=AOvVaw0z8zOqLG_mUFy6tojJVDzz

4. United Nations Committe on Economic, Social and Cultural Rights. General comment No. 20, Non-discrimination in economic, social and cultural rights; 2009. https://www.google.es/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=2&cad=rja&uact=8&ved=0ahUKEwi7nP-t_8rXAhWBshQKHWAXBB8QFgguMAE&url=http%3A%2F%2Fdocstore.ohchr.org%2FSelfServices%2FFilesHandler.ashx%3Fenc%3D4slQ6QSmlBEDzFEovLCuW1a0Szab0oXTdImnsJZZVQdqeXgncKnylFC%252BlzJjLZGhsosnD23NsgR1Q1NNNgs2QindRvh9u9KQV6R%252Bo3nU%252FjZ%252BjGCkJ8Qmosooxr8fbCC0&usg=AOvVaw3Q5w7AKcg6UxHb5HR9vxxr

5. Organización Mundial de la Salud. Health in all policies: framework for country action, 2013. http://www.who.int/healthpromotion/frameworkforcountryaction/en/

6. Héctor Abad Gómez. Filosofía de la Salud Pública, en “Fundamentos éticos de la salud pública”. 2ª Edición. Universidad de Antioquia, 2012. Disponible en: http://www.udea.edu.co/wps/wcm/connect/udea/fea72810-e0f6-44f4-ba18-9d932411d04b/fundamentos_eticos_sp_hag.pdf?MOD=AJPERES. Muy recomendable es también “El olvido que seremos”, la biografía novelada de Héctor Abad que escribió su hijo, Héctor Abad Faciolince, y que acaba de reeditar Alfaguara.

7. Precisamente la revista The Lancet ofreció una serie de artículos especiales sobre humanitarismo y salud a lo largo de 2017. Es interesante repasarlos para entender qué entra y qué no entra en la definición de “crisis humanitaria”. Recordemos el Imperialismo humanitario descrito por Jean Bricmont (El Viejo Topo, 2008).

8. Jaime Breihl. Epidemiología crítica. Ciencia emancipadora e interculturalidad. Buenos Aires: Lugar Editorial, 2003.

9. Marina Garcés. Nueva ilustración radical. Barcelona: Anagrama, 2017.

Doctor en medicina, trabaja en el Hospital Clínic de Barcelona y en el Grupo de Investigación en Desigualdades en Salud (GREDS-EMCONET), JHU-UPF Public Policy Center. Miembro del Grup de Pensament Crític (UPF), del Seminari Taifa y de la Junta Directiva del Observatorio DESC.
Fuente:
www.sinpermiso.info, 7 de febrero 2018

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