Ninguna ley sin política (ninguna política sin ley). (A propósito de Brett Kavanaugh y la Corte Suprema)

Jedediah Purdy

11/10/2018

Este artículo es una de las intervenciones en la discusión que durante la primera semana de octubre han mantenido algunos miembros del blog Law and Political Economy en torno a la relación entre política y poder judicial a raíz del nombramiento de Trump de un nuevo magistrado a la Corte Suprema. El post que aquí traducimos es del día 2. La votación en el Senado para confirmar a Kavanaugh fue finalmente llevada a cabo el 6 de octubre entre numerosas protestas por las múltiples acusaciones de abuso sexual contra el candidato . Independientemente de la candente y terrible coyuntura norteamericana, la reflexión general acerca del poder judicial que el artículo desprende apelará inevitablemente a nuestros lectores en el Reino de España y América Latina. SP.

 

El juez Brett Kavanaugh, ahora muy cerca de controlar el voto decisivo en la Corte Suprema, recuerda a otros candidatos a altos puestos políticos. Tiene un tipo de grupos en su apoyo ––la Federalist Society, activistas anti-aborto, cualquiera que espere ver al Obamacare debilitado y el final de la discriminación positiva–– y otros en su contra. Se está recaudando gran cantidad de dinero y está siendo gastado a favor y en contra de su confirmación como juez de la Corte Suprema. Tiene un conjunto de compromisos que están claramente en el centro de controversias nacionales; sobre los asuntos que ya he mencionado, y también sobre el rol del dinero en política, el futuro de la justicia criminal y el medio ambiente, y sin duda muchos más que puede que no “conozcamos” exactamente por sus antecedentes sentencias judiciales, los cuales, empero, son fácilmente inferidos por su mentalidad y afiliaciones. Su confirmación, en otras palabras, es bastante similar a la elección de un senador, excepto que será mucho más poderoso que casi cualquier senador ––y nunca tendrá que rendir cuentas ante votantes, ahora o en el futuro––.

 

En cualquier caso, que la “politización” del poder judicial es un tipo de corrupción y crisis ha sido un artículo de fe ––o al menos un incesante lugar común retórico–– en ambos bandos de la pelea. ¿Qué valores distintivos judiciales o sobre el Estado de derecho dibujan la línea entre un tribunal, con o sin Kavanaugh, y otros aspectos de la política? ¿Qué significa decir, como hace Amy Kapczynski en su post inicial, que los tribunales son políticos, pero no en el mismo sentido en el que lo son los políticos electos?

 

La respuesta de Amy es que los tribunales “mutan” la política en un “argumento universalizante”, dando razones a favor de sus decisiones que se supone se aplican a todo el mundo; y que esto ayuda a articular una imagen de la comunidad política que es “nuestra”, que tiene un “nosotros”. (Ella niega la idea, implícita en algunas defensas de los tribunales, de que haya algo en la legalidad por sí misma que produzca resultados liberales o de izquierdas: los procedimientos y los esfuerzos universalizantes en neutralidad no son, nos dice, visiones independientes de la justicia o la buena sociedad).

 

Creo que tenemos que mirar al abismo y admitir la posibilidad de que, verdaderamente, la política va primero, que la pregunta no es si estamos a favor o en contra de la politización, sino de qué clase de politización. Mis reflexiones están movidas por un espíritu de reflexión colectiva seria, y de incertidumbre. (Como a veces me veo obligado a decir en Twitter, los tuits no implican aprobar lo que uno dice).

 

En primer lugar, no creo que el argumento universalizante distinga especialmente a los jueces ––particularmente en asuntos de gran importancia que intersectan con la política, que supongo que son los que discutimos aquí––. Todos los discursos de nominación del candidato presidencial, todos los discursos de investidura de cada nuevo presidente, todos los argumentos públicos sobre legislación (en el Senado, en la columna de opinión o en Twitter) son también un argumento acerca de principios, metas y medios. Todos ellos apuntan a la universalización, en el sentido de que expresan y avanzan perspectivas normativas específicas sobre el país ––¿cuál es un “nosotros” que suficientes personas podamos reconocer como “nuestro”?––. El Obamacare, las reformas fiscales, la legislación ambiental, todos ellos establecen visiones que compiten entre sí tan vívidamente como lo hace una sentencia de la Corte Suprema, y frecuentemente mucho más directamente, sin que por ello surja la pregunta sobre la legitimidad [del tribunal] o la cláusula del gasto y un oscuro concepto de coerción. Para bien o para mal, la universalización política habla al menos tan directamente como el razonamiento judicial respecto a qué nos debemos los unos con los otros y por qué. Generalmente las razones no persuaden, en modo alguno, a todo el mundo, y es así que es un voto el que resuelve la disputa ––en cualquier caso, solo por algún tiempo––. El voto decide qué versión de razones universalizadas prevalece, y aquellos que pierden tienen que vivir con el universalismo estadounidense de otros.

 

Jeremy Waldron discute, en su modélica argumentación contra la revisión judicial, que el problema básico de la legitimidad política se cristaliza en la respuesta que das a la persona que ha perdido un caso u otra disputa y quiere saber por qué habría de aceptar el resultado. Digamos que ella sabe que tienes una visión diferente acerca de qué principios universalizantes se requieren en su caso, y que entiende que esta diferencia se basa en visiones dispares de la justicia y la sociedad buena. Ya ha escuchado tus argumentos. Y todavía sigue sin estar de acuerdo, y piensa que tú no estás en lo cierto. Como indica Waldron, al final del proceso democrático puedes decir algo del estilo: “El voto de todos valía lo mismo, y tu bando obtuvo menos votos”. Al menos hay un principio mínimo de igualdad en esa respuesta. Si estás defendiendo una decisión de la Corte Suprema, es mucho más débil decir: “Tu razonamiento de acuerdo a principios perdió 5-4”. Es decir, cuando una comunidad política está dividida respecto a asuntos de principio, lo cual pasa todo el tiempo ––parcialmente debido a que la política universaliza intereses en principios, tanto como la ley hace––, el hecho de que los jueces que deciden un caso hayan podido dar razones más meticulosas que las que los políticos o los votantes hubieran podido dar no hace a la resolución de los jueces más satisfactoria.

 

Entonces, cuando nos preocupamos por la politización de los tribunales, ¿de qué nos preocupamos en realidad? Creo que la preocupación básica, generalmente, no es el fracaso a la hora de dar razones o universalizar, ya que eso lo hacen en abundancia. Se trata de que los tribunales toman decisiones políticas clave, especialmente sobre la base de interpretaciones constitucionales disputadas, sin autoridad legítima para hacerlo. Pero esta es una formulación muy insatisfactoria, de hecho circular, porque cada bando siempre argüirá alrededor de la autoridad legítima ––recientemente, en términos de federalismo contra nacionalismo o constitucionalismo viviente contra originalismo, y en otros términos en otras épocas––. Y como David Grewal y yo hemos discutido hace poco, no hay ningún camino real (¿camino republicano?) para la legitimación constitucional en los Estados Unidos, porque la idea básica de legitimidad constitucional es doble: un fragmento de ley superior que fue aprobado por una mayoría (absoluta) válida en el momento de convertirse en ley y que es todavía considerado como ley superior apropiada por la generación presente que vive bajo ella. Como la Constitución estadounidense es vieja y difícil de enmendar, no podemos decir verdaderamente ambas cosas sobre cualquier aplicación importante de esta. Los originalistas están siempre parcialmente en lo cierto acerca de que los del constitucionalismo viviente están sustituyendo el criterio judicial por la voluntad popular, y los constitucionalistas vivientes están siempre parcialmente en lo cierto sobre que los originalistas subordinan la voluntad popular a la mano muerta de una comunidad política perecida hace ya tiempo. La mayor parte de la teoría constitucional y mucha jurisprudencia son esfuerzos por superar este dilema; pero no se conseguirá la cuadratura del círculo. Las denuncias de mala fe y oportunismo son inevitables, porque ninguna teoría puede racionalizar nuestro sistema constitucional. Así que me inclino a decir que cualquier versión de lo que pueda significar decir que los tribunales son apolíticos debe venir ––en una paradoja superficial que emerge de dilemas más profundos–– de la política. Y por supuesto, será siempre disputada. Había cierto rango de explicaciones acerca de qué debería hacer un tribunal apolítico que prevaleció a comienzos del siglo XX, en la lucha del interregno entre el laissez-faire de la Gilded Age y la Reforma progresista. Cuando el contexto del New Deal rompió la aproximación laissez-faire, todo viró hacia una reformulación estatista y nacionalista del constitucionalismo. Aquello fue sacudido de nuevo por el igualitarismo y el libertarianismo civil de la corte de Warren [1953-1969] en conjunción con el movimiento por los derechos civiles y el humanismo de la Gran Sociedad de la década de 1960 (probablemente mucho más importante para las ideas civil-libertarianas que la contracultura). Y nosotros estamos viviendo un largo interregno y la parcialmente exitosa restauración de una jurisprudencia laissez-faire y (yo diría) anti-igualitarista que muchos de nosotros hemos documentado. En cualquier punto de esta historia, ciertas versiones de lo que significa que un tribunal actúe legítimamente están sobre la mesa y otras no.

 

En ocasiones, las acusaciones de politización son efectos secundarios inevitables de las disputas de interregno. En otras ocasiones (que suelen ser difíciles de distinguir), son objeciones a la captura de los tribunales por parte de una rama particular de la élite político-legal. Esta lucha por la captura está conjugada por el hecho de que la Corte Suprema está en la práctica reservada, no solo para miembros de una profesión, sino para licenciados en dos (a veces tres) escuelas profesionales. El estatus constitucional de Yale, Harvard y el LSAT[1] está, por decirlo suavemente, infra-teorizado, porque no lleva por sí mismo a ninguna teoría aceptable de la legalidad. Es probable que todas las impugnaciones políticas a los tribunales señalen que el Artículo III de la Constitución estadounidense, particularmente en su cúspide, es una Cámara de los Lores para la meritocracia partidista.

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No estoy seguro de si hay algo en este debate que ayude a tratar el importante apunte del economista Dani Rodrick para esta conversación: ¿en qué lugar deja a cualquiera la posición de “la ley es política” respecto a los ataques al poder judicial en Hungría, Polonia, Turquía, etc.? Un tribunal o una constitución no puede salvar a un país de sí mismo por mucho tiempo, incluso bajo las mejores circunstancias. Como el Juez Learned Hand dijo famosamente: “a una sociedad tan escindida que el espíritu de la moderación ha desaparecido, ningún tribunal puede salvarla; a una sociedad en la que ese espíritu florece, ningún tribunal necesita salvarla; en una sociedad que evade su responsabilidad imponiendo a los tribunales la promoción de ese espíritu, al final ese espíritu perecerá”. Con mayor razón, es cierto que el enfoque que cualquier sociedad tenga de sus tribunales no puede salvar ni condenar a otras sociedades. Así que estas reflexiones serán inequívocamente estadounidenses, una mentalidad parroquiana bastante típica en derecho, especialmente en derecho constitucional, aunque es lamentable.

 

Merece la pena pararse por un momento, empero, para señalar dos cosas sobre la pregunta de Rodrick. Primero, una cierta interpretación de la administración Trump en Estados Unidos la ha relacionado con el “populismo” global y una teoría de cómo las democracias se vuelven autoritarias que refuerza el hábito estadounidense de asumir que nuestros argumentos, por muy provincianos que sean los términos en los que los sostenemos, tienen obviamente significación universal. Si los estadounidenses dicen “la ley es política”, esto debe pesar sobre el destino de la democracia turca. Estamos todos en el mismo flujo de eventos históricos, con las mismas cosas en juego. No digo que esto sea incorrecto, solo que ahora mismo es una imagen con un agarre considerable en la imaginación liberal.

 

En segundo lugar, en décadas recientes los tribunales han tenido un rol de vanguardia en la globalización de ideales sustantivamente liberales, notablemente en la reciente invalidación en la Corte Suprema de la India de leyes coloniales que criminalizaban las relaciones íntimas entre individuos del mismo sexo. He encontrado, en discusiones en clase con estudiantes, que este aspecto es extremadamente importante para su compromiso con la revisión judicial. Cuando son presionados con argumentos estándar contra la resolución de desacuerdos políticos profundos mediante interpretación judicial disputada, tienden a caer en un apasionadamente sentido “¿pero si los tribunales no protegieran a las poblaciones vulnerables en el extranjero de las mayorías políticas, quién lo hará?”. Esto es anecdótico, por supuesto, pero creo que muchos lectores reconocerán el impulso humanitario.

 

Entonces, los tribunales ocupan un lugar especial en el liberalismo de hoy en día, particularmente en el liberalismo legal con miras internacionales, y en la presente coyuntura política las amenazas a los tribunales pueden sentirse especialmente graves y con consecuencias.  El destino del Estado de derecho parece íntimamente ligado a una crisis ampliamente compartida. Y puede que sea así. Sin embargo, debemos prestar atención de cerca a las diferencias entre contextos nacionales, especialmente en el momento en que la generalización viene a la mente.

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En los Estados Unidos, al menos, la preocupación por los ataques políticos a los tribunales debería ser tamizada por la atención a cómo los desafíos integrales a los tribunales han sido para reconstituir su legitimidad en nuevas formas. Aunque no siempre de manera exitosa, los desafíos vienen desde los mismos comienzos. En 1805, el Presidente de la Corte Suprema John Marshall escribió a su colega federalista Samuel Chase, que estaba enfrentando un impeachment de los jeffersonianos; le escribió una carta proponiéndole “jurisdicción de apelación en el legislativo” ––esto es, dejar que el congreso corrigiera a la Corte Suprema––. Marshall había establecido hace poco la práctica de la revisión constitucional en el famoso Marbury contra Madison (1803). Aquí estaba dispuesto a revertir la supremacía judicial misma ante la oposición política. Tales renegociaciones han sido ocurrencias repetidas. Lincoln, refiriéndose a la sentencia en Dred Scott[2] durante su discurso de investidura (y de cara al Juez Taney, que era quien la había escrito y quien le tomó juramento), dijo que si la decisión judicial resolvía el asunto, “el pueblo habrá dejado de ser su propio gobernante”. Lincoln nombró a Salmon Chase como Presidente de la Corte Suprema porque “deseamos un Presidente que sostenga lo que se ha hecho en materia de emancipación y política monetaria”. En 1863, el número de miembros de la Corte ascendió a diez, asegurando apoyo para las políticas de Lincoln.

 

No es solo en tiempos de guerra o tumulto fundacional. En 1924, el gran senador progresista por Wisconsin, Robert La Follete, propuso una enmienda constitucional autorizando la invalidación parlamentaria de opiniones de la Corte Suprema que derribaran estatutos. El futuro juez Felix Frankfurter defendió el espíritu de la propuesta (no era su estilo atarse a las especificaciones de otros), recordando positivamente el anterior ataque progresista de Teddy Roosevelt a los tribunales del laissez-faire: “Puede que no sepa mucho sobre derecho, pero sé que uno puede imprimir el miedo a Dios en los jueces”. Frankfurter continuó, “El ‘miedo a Dios’ fue necesario para hacerse sentir en el banquillo en 1912. El ‘miedo a Dios’ necesita hacerse sentir bastante en 1924 (...) [En la era Lochner] nunca habíamos tenido una Corte Suprema tan irresponsable”.

 

Es decir, no hubo solo una “crisis del New Deal”: hubo crisis en todos los ámbitos mientras los reformadores peleaban contra la Corte, y fueron expresadas de manera intermitente mediante propuestas para reformar al propio poder judicial, así como con otras formas de presión política. Conocemos, por supuesto, el plan de Franklin Delano Roosevelt de “copar los tribunales”. A veces se desestima que fue muy explícito respecto a qué estaba en juego (a pesar de cierta prestidigitación sobre ayudar a los pobres jueces ha realizar su trabajo mediante la incorporación de colegas más jóvenes). Discutiendo el plan en su intervención en la radio del 9/03/1937 dijo: “no hay ninguna base para la afirmación hecha por algunos miembros de la Corte según la cual algo en la constitución les ha obligado, muy a su pesar, a frustrar la voluntad del pueblo”. Discutió que era necesario cambiar la Corte Suprema “para salvar a la constitución de la Corte” ––salvarla como documento de autogobierno democrático––.

 

Los intereses no podrían haber sido más claros. Hacía poco menos de un mes, una enmienda fue introducida en sendas cámaras, permitiendo la invalidación parlamentaria de sentencias que anularan estatutos ––la misma medida que Marshall había estado dispuesto a aceptar y que La Follete hubo avanzado con el prudente apoyo de Frankfurter––. Robert Jackson (un hombre tan del Estado de derecho que no mucho después sería fiscal en Nuremberg) defendió vigorosamente a Roosevelt en un libro publicado el año que entró en la Corte.

 

En resumen, cuando hablamos sobre la Corte Suprema y crisis de legitimidad necesitamos apreciar que hay una larga tradición, incluyendo jueces y abogados que son francos y se toman muy en serio el derecho, de desafiar las fronteras y límites del poder de la Corte Suprema para decir qué significa la constitución. Esto siempre a sido partidista pero también ha implicado disputas sobre principios, y ha sido una disputa entre gente que creía en el derecho, constitucionalmente, y en las sentencias. Como ocurre hoy.

 

He discutido recientemente que el modo de afrontar la politización ––en el sentido de la hegemonía conservadora en los tribunales–– no es la des-politización sino la contra-politización, la cual creo que es la lección de la historia. He argumentado por una jurisprudencia que adquiera una nueva atención políticamente dirigida sobre la absoluta importancia del acceso al sufragio, la centralidad del poder económico para la ley y el orden social, y la urgencia de encarar la desigualdad estructural racializada, el Estado carcelario, y la vulnerabilidad especial de los que carecen de ciudadanía. Formulado en abstracto, lo que tal jurisprudencia haría es generalizar, a través del sistema legal, una cierta visión de lo que deberían llegar a ser la libertad, la igualdad y el autogobierno democrático, imponiéndolos como reglas fundamentales de la política (votando) y protegiendo a las minorías políticas y a los que carecen de derecho a voto, cuyos intereses esenciales son normalmente pisoteados. Esta es una versión específica de lo que hace la jurisprudencia ––imponer reglas fundamentales, generalizar principios esenciales a lo largo del sistema, y atender especialmente a aquellos quienes pueden perder en otros procesos––. Si estas reglas fundamentales son más democracia o más federalismo, si los principios son sensibles o ciegos respecto al poder económico, si los electores marginados son las farmacéuticas o los sin papeles, son cuestiones sustantivas que solo un combate político sobre el significado del derecho puede resolver de manera convincente.

***

Me gustaría señalar, en conclusión, que hay toda una parte del argumento que difícilmente se atisba aquí. La idea del derecho como freno del poder arbitrario, un modo de hacer nuestras reivindicaciones sobre otro (y las reivindicaciones del Estado sobre nosotros) más predecibles y menos severas, un medio sistémico de promoción del trato justo, es extremadamente poderosa. Aunque ha sido asociado con posiciones explícitamente antipolíticas como la de Friedrich Hayek, en la que “ley” es el opuesto de legislación y existe para asegurar las expectativas económicas privadas, esta idea de imparcialidad está también poderosamente conectada con un ideal de ciudadanía democrática. Tener capacidad jurídica en una comunidad política debería significar que no estás sometido al poder arbitrario legalizado, ya sea por parte del policía o de un empleador. Es la tragedia del liberalismo de izquierdas estadounidense que esta idea tenga menos agarre que el que debería tener como ideal progresista, precisamente porque hay demasiado ejercicio arbitrario de poder legal, y tan desigualmente distribuido, que es fácil y entendible pensar en el Estado de derecho como el concepto de una élite. Si crees en la ciudadanía democrática en una sociedad compleja, necesitas estar a favor de la inversión en un sistema legal que provea amplia defensa pública, juzgados adecuados, un proceso humano y ágil para quienes sean acusados de crímenes, y una policía receptiva y a la que se le pueda hacer rendir cuentas. Los mejores aliados del Estado de derecho hoy en día son los activistas y ciudadanos que han elegido a fiscales progresistas y reformistas en lugares como Durham, donde yo vivo, y Filadelfia. Pero necesitan más recursos y apoyo político, en todos los niveles.

 

Y la idea de que los buenos jueces hacen algo especial es importante ––particularmente cuando no deciden sobre cuestiones que deberían ser políticas, lo que Sam Moyn llama litigación de alto riesgo––. Inevitablemente, hay mucho poder discrecional en el orden legal. A menos que vayamos a dejar todo en manos de algoritmos ––¿y quién vigilará a esos vigilantes?–– alguien tiene que tomar decisiones en cada pleito por despido arbitrario y en los recursos y apelaciones a las comisiones de zonificación. Gran parte de esa discreción está en manos de los jueces. La ética de la imparcialidad, de la escucha, del no favoritismo, que la mayoría de jueces se toma muy en serio, es absolutamente necesaria para disciplinar este poder. La idea de que los jueces decidirán un caso penal basándose en la sensibilidad política del defendido es aterradora. (Por esto la evidencia de que diferencias raciales y de clase crean diferencias sistémicas en la justicia penal es, bueno, aterrador, y potencialmente deslegitimador).

 

Ahora mismo, la espuria idea normativista [texto en SP] de que los tribunales podrían ser alguna vez apolíticos en temas en los que hay tanto en juego, está, irónicamente, erosionando el muy importante ideal normativista según el cual nuestros tribunales deberían ser decididamente juiciosos en su actividad diaria. Por supuesto que los procesos judiciales a pequeña escala e invisibles tienen también su parte política, como Sam apunta, pero estos son diferentes, y pueden tanto apoyar como erosionar una práctica real y de base del Estado de derecho. La politización inevitable de conflictos en tribunales superiores invita, entre aquellos quienes lo desaprueban, a la opinión ansiosa de que otros niveles y dominios de la práctica legal se tienen que mover de acuerdo a la litigación pública en temas cruciales; pero no es necesario. Claro que asegurar valores fuertes del Estado de derecho en el día a día del derecho, allí donde toca la vida de la mayor parte de la gente, requiere también de política. La política puede ser, en el mejor sentido, pro-derecho, así como pro-democracia. No hay ningún atajo legal para construir esa política, aunque solo puede ser exitosa a través del uso de la ley, y hay muchas formas en las que la ley puede socavarla.



[1] N. del T.: son las siglas del “Law School Admission Test”, exámenes estandarizados que son requisito para entrar en la muchas de las facultades de derecho de Estados Unidos y Canadá.

[2] N. del T.: se refiere a la decisión de la Corte Suprema de 1857 que estableció que la población negra nunca podría adquirir la ciudadanía, que no podían tomar parte de la soberanía nacional, y que cualquier prohibición de la esclavitud entraría en conflicto con el derecho a la propiedad.

 

Es profesor en la Universidad de Columbia. Su investigación se desarrolla en la intersección entre filosofía política, derecho y economía política. Entre sus obras se encuentran “After Nature: A Politics for the Anthropocene” (Harvard University Press, 2015) y “Meaning of Property: Freedom, Community and the Legal Imagination” (Yale University Press, 2011). Es miembro del Consejo Editorial de la revista Dissent.
Fuente:
https://lpeblog.org/2018/10/02/no-law-without-politics-no-politics-without-law/
Traducción:
David Guerrero

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