Nueva mayoría en la Corte

Roberto Gargarella

17/09/2006

La Corte cuenta hoy, en los hechos, con siete jueces en lugar de nueve.
Debido a la astucia o irresponsabilidad del Gobierno, las dos vacantes abiertas
aún no se han completado, después de meses, lo que provoca serios problemas para
el normal funcionamiento de la Corte. Para decidir un caso, necesita que cinco
de sus siete miembros (la mayoría propia para una Corte con nueve miembros) se
pongan de acuerdo. Es decir, hoy la Corte no puede fallar si no alcanza un
acuerdo casi unánime entre sus miembros, lo que parece representar una exigencia
extraordinaria.

¿Por qué la Corte, como máxima autoridad jurídica del país, no determina que
mientras se mantenga la inacción del Gobierno y cuente con sólo siete miembros,
va a tomar sus decisiones con la mayoría que es propia del número de integrantes
con que se la ha dejado? Para tomar esta decisión, la Corte no debe pedirle
permiso a nadie. Es una decisión que le corresponde tomar a sí misma, y no
existen buenas razones en contrario.

Una decisión como la sugerida resultaría correcta y óptima. Todos se verían
beneficiados con ella.

Detengámonos en la normativa vigente en la materia. Ella dice que la Corte debe
tomar sus decisiones "a partir de la mayoría absoluta del cuerpo". La norma es
tan obvia como razonable: si los miembros del tribunal son nueve (o siete, o
cinco), la posibilidad de que las decisiones sean impuestas por la minoría es
simplemente impensable, y la de que se exija una supermayoría resulta
ineficiente e innecesaria. Hoy, sin embargo, es esta última situación la que
quedó consagrada en los hechos.

Alguien podría decir que la solución para esta traba institucional no puede ser
impuesta por una de las partes del conflicto. Error. Primero, porque es misión
de la Corte decidir también en este tipo de casos, y segundo -lo más importante-
porque lo que hoy ocurre es justamente lo que dicho argumento quiere impedir: el
Ejecutivo impone sobre la Corte un criterio inaceptable y que lo beneficia. La
situación lo beneficia porque al no completar las vacantes de la Corte, el
Ejecutivo bloquea la posibilidad de que dicho tribunal lo controle. Y la
situación es inaceptable, entre otras razones, porque al no actuar el Ejecutivo
no sólo violenta su deber constitucional, sino que contradice el compromiso
público que él mismo ha asumido a partir del decreto 222.

Tampoco sirve, como crítica a esta lectura del requisito de la mayoría, decir
que cuando se cubran los cargos hoy vacantes la Corte podría adoptar decisiones
distintas a las que tomara hoy, con la mayoría propia de su actual composición.
Este hipotético cambio de jurisprudencia ocurriría también si un próximo
gobierno decidiera reducir o ampliar el número de los miembros de la Corte. Es
ajena a la Corte la cuestión relativa al número de sus miembros: su misión es
tomar decisiones en resguardo de la Constitución, con independencia del número
de miembros con que el poder político decida integrarla.

Por lo demás, la ausencia obligada de dos de sus miembros también impacta sobre
el contenido de las decisiones que se están tomando, porque hay dos personas
menos para argumentar frente a sus pares y para persuadirlos a cambiar de
posición. Es decir: en la situación actual, la Corte también está tomando
decisiones que son hipotéticamente distintas de las que podría tomar si contara
con la participación efectiva de sus nueve integrantes.

La Corte ha venido cumpliendo en estos últimos meses con una labor
esperanzadora, valiente y respetuosa, tanto de su misión, como de la autoridad
de los poderes democráticos. Ella no merece empañar su accionar comprometiéndose
con las conductas constitucionalmente agraviantes en las que pueda incurrir el
Gobierno. No debe amparar, con su omisión, la crisis en la garantía de los
derechos y en el control del poder, que el Gobierno auspicia con su demora.
Entre la Corte y su obligación de generar justicia se encuentra hoy un aparente
obstáculo, puramente formal, que bloquea el trabajo y determina que cientos de
miles de personas sufran situaciones de incertidumbre en torno del alcance o del
goce de sus derechos. Afortunadamente, y como ocurre tantas veces, la puerta que
facilita la salida de esta situación desdichada está abierta. El tribunal sólo
necesita empujarla.

Roberto Gargarella es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Buenos Aires.

Fuente:
La Nación, 12 septiembre 2006

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