¿Qué hay de justo en eso? La movilidad social y sus enemigos

Adam Swift

09/02/2020

Social Mobility and Its Enemies 
Lee Elliot Major y Stephen Machin.
Pelican, 272 pp., 8,99 libras, Septiembre de 2018, 978 0 241 31702 0

Social Mobility and Education in Britain 
Erzsébet Bukodi y John Goldthorpe.
Cambridge, 249 pp., 19,99 libras, Deciembre de 2018, 978 1 108 46821 3

The Class Ceiling: Why It Pays to Be Privileged 
Sam Friedman y Daniel Laurison.
Policy, 224 pp., 9,99 libras, Enero, 978 1 4473 3610 5


 

La movilidad social está relacionada con la sociedad y con el movimiento. Hace referencia a cambios de posición en la sociedad (en vez de, por ejemplo, cambios en el espacio). La movilidad social intergeneracional hace referencia a los cambios que se producen entre padres e hijos. Pero más allá de estas afirmaciones, la cuestión se vuelve controvertida. La mayoría de los sociólogos estarían de acuerdo en que la movilidad social consiste en los movimientos producidos dentro de la sociedad, más que el movimiento de la sociedad en su totalidad. Supongamos que el ingreso real de todos los individuos se duplicara: en este caso, todo el mundo estaría en una mejor situación, así que la “sociedadˮ habría avanzado. Pero ningún sociólogo pensaría que esto es relevante en lo que respecta a la movilidad, aunque algunos economistas sí que lo harían. Entre ellos se encuentra Stephen Machin, cuyo libro Social Mobility and Its Enemies (escrito junto a Lee Elliot Major) equipara la movilidad social absoluta con una caravana que avanza por un desierto. Sin embargo, esta es una equiparación confusa: una mayor movilidad social puede ser un medio para un crecimiento económico más rápido, pero deberíamos saber distinguir entre movilidad y prosperidad.

Hay desacuerdos más profundos en lo que respecta a cómo entender y medir las “posiciones socialesˮ entre las cuales las personas están o no circulando. Toda investigación en torno a la movilidad social está interesada en la conexión existente entre los orígenes y los destinos de los individuos, así como en los mecanismos que generan tal conexión, pero existen diferentes formas de definir tales orígenes y destinos. Algunos investigadores dividen a las personas en distintas clases sociales en función de sus ocupaciones, para luego estudiar las probabilidades de pasar de una clase a otra. Otros observan la posición que ocupan de las personas en la distribución de una variable continua, como los ingresos, y luego calculan, por ejemplo, cuántos logran pasar del cuartil inferior al cuartil superior. El debate entre estas dos perspectivas siempre ha sido agitado; también lo han sido las disputas entre los defensores del análisis de clase, a la hora de discernir cuál es la mejor manera de plantear un esquema de clases.

Estas disputas ganaron importancia en 2005, cuando un informe sobre movilidad de ingresos, entre cuyos autores encontramos a Machin, fue noticia. Reino Unido no sólo estaba, junto a los EE.UU., a la cola de las clasificaciones internacionales en cuanto a movilidad, sino que, además, las cosas estaban empeorando. Comparando cohortes nacidas con solo 12 años de diferencia, en 1958 y 1970, el estudio encontró un fuerte aumento de la correlación entre los ingresos de los padres y los de los hijos. Así pues, para dar respuesta a la sensación, cada vez más extendida, de que Gran Bretaña tenía un grave problema de movilidad, el gobierno de coalición de David Cameron cambió el nombre de la Labour’s Child Poverty Commission para pasar a llamarla Social Mobility Commission, con Alan Milburn al mando. Milburn se centró en la contratación en puestos de élite (no en vano, su informe estrella trató sobre el acceso justo a las profesiones), pero los análisis y recomendaciones de la comisión en su totalidad fueron mucho más extensos, incluyendo cuestiones relativas a los trabajos mal pagados y al acceso a la vivienda. No es de extrañar, pues, que el gobierno hiciera oídos sordos al trabajo de la comisión. En 2017, Milburn y los pocos miembros restantes de la comisión dimitieron en masa, alegando falta de progreso.

El sociólogo John Goldthorpe ha dedicado casi cincuenta años a desarrollar y abogar por su versión de análisis de clase. Esta se ha convertido en la norma internacional en el campo de la investigación sociológica, y es la base de la categorización utilizada por la Oficina de Estadísticas Nacionales del Reino Unido. En su análisis, los puestos de trabajo se categorizan según sus relaciones laborales. Se diferencia por lo tanto entre empleadores, autónomos y empleados, siendo esta última categoría (la más frecuente) subdividida según las condiciones contractuales. Los contratos de cero horas son un caso extremo de la mercantilización del trabajo ya implícita en el hecho de trabajar a cambio de un salario; los especialistas y los gerentes asalariados, en cambio, están en una “relación de servicioˮ que, en general, les brinda más seguridad y mejores perspectivas. Si logramos conocer la ocupación de alguien y las ocupaciones de sus padres cuando estos eran jóvenes, podremos saber entonces si se ha producido movilidad entre clases sociales y, de ser así, en qué dirección. ¿Movilidad ascendente, descendiente o lateral? (Algunas clases no están ordenadas jerárquicamente. Si el hijo de un dueño de un taller deviene auxiliar de biblioteca, este ha pasado de la Clase 4 a la Clase 3, pero este es un movimiento horizontal). Si llevamos a cabo este análisis para muchas personas, podremos calcular las tasas de movilidad generales y hallar en ellas patrones. Si lo hacemos para personas nacidas en diferentes momentos, o en diferentes países, podremos descubrir variaciones en esos índices y patrones. Si añadimos más información sobre, por ejemplo, el rendimiento educativo o la capacidad cognitiva, llegaremos a comprender los procesos que generan tales variaciones.

Social Mobility and Education in Britain, escrito por Erzsébet Bukodi y Goldthorpe, muestra un enfoque muy diferente de la charlatanería que encontramos en el libro de Major y Machin. Organizando con elegancia muchos años de investigación empírica, Social Mobility and Education in Britain muestra que deberíamos situar el Reino Unido hacia media tabla en la clasificación internacional en movilidad social, y que no se ha producido ninguna reducción durante el período de posguerra. Su versión discrepante deriva básicamente de su particular forma de entender qué es la movilidad social: los autores no se guardan nada para sí en su crítica de las investigaciones en movilidad de ingresos en general, y del estudio de 2005 en particular. Los encuestados no pueden más que conjeturar los ingresos de su hogar cuando eran niños, y están menos dispuestos a responder preguntas sobre sus ingresos que preguntas sobre su trabajo. En cualquier caso, la posición de clase da una mejor idea general acerca del lugar de un individuo determinado en la distribución de privilegios: actualmente, dos personas pueden estar ganando lo mismo, pero su “posición socialˮ variará enormemente dependiendo de si tienen o no un contrato estable y de si tienen expectativas razonables de crecimiento profesional. Pero Bukodi y Goldthorpe desprecian aún más a los políticos y comentaristas de los medios, que simplemente no entienden de qué están hablando cuando hablan de movilidad.

Hay tres tipos de movilidad a tener en cuenta. Una medida de movilidad total nos informa simplemente de cuánto movimiento se da en una sociedad, es decir, de cuántas personas terminan en un una posición diferente de la que empezaron. La dirección del movimiento es irrelevante; lo que cuenta es que se están moviendo. Se hace difícil entender por qué razón serían deseables unas tasas de movilidad más altas si eso significara simplemente que más personas están empeorando su posición, por lo que los entusiastas de una mayor movilidad, generalmente, en lo que están pensando es la movilidad ascendente: lo que desean es que más personas vayan hacia arriba en la jerarquía social, o que menos personas vayan hacia abajo. No es ninguna tontería desear esto, y a veces se consigue. Según Bukodi y Goldthorpe, la “Edad de oroˮ de la movilidad social consistió en la expansión de los “lugares en la cumbreˮ (tomando prestado el término de la novela de John Braine de 1957): el aumento en la proporción de trabajos de mayor calidad en la posguerra permitió que se produjera una mejora de la estructura de clases en su conjunto. Como la cantidad de puestos de clase trabajadora disminuyó respecto a otros puestos asalariados, se produjo un aumento en la movilidad ascendente absoluta.

El tercer tipo de movilidad social, la movilidad relativa, se describe mejor como fluidez social o apertura. Para saber cuán fluida es una sociedad, debemos dejar de lado la forma cambiante de la estructura de clases y centrarnos en cambio en el movimiento que ocurre dentro de esa estructura. Las medidas de movilidad relativa comparan las posibilidades de movilidad entre personas de diferentes orígenes, lo que nos provee información acerca de cómo se distribuyen las posibilidades en la sociedad. Eso es lo que debería interesarnos si la igualdad de oportunidades es algo que nos importa. Y a este respecto, Bukodi y Goldthorpe muestran que las cosas no están ni mejor ni peor que en la Edad de Oro: las posibilidades continúan concentrándose en favor de los más privilegiados, y no en aquellos con orígenes más humildes. Lo que ha cambiado es el equilibrio entre la movilidad ascendente y la descendente. Los cambios en la estructura de clases han provocado que, en líneas generales, ahora haya más personas que empeoran su situación, y menos que la mejoren. Por un lado, esto se debe a que la mejora de la estructura de clases en su conjunto se ha ralentizado, y por otro, se debe también a que cuántas más personas parten de posiciones más elevadas, más personas corren el riesgo de caer en la jerarquía social.

A los políticos les encanta que las personas mejoren su situación: cuando hablan, todos se yerguen como firmes defensores de eliminar aquellos obstáculos que impiden que los niños de orígenes humildes asciendan en la jerarquía social. Pero en cambio, no se atreven a mencionar a aquellos que empeoran su situación. Y es una pena, ya que la falta de movilidad descendente es una de las barreras para la movilidad ascendente (Goldthorpe cuenta una bonita historia sobre un seminario de la Oficina del Gabinete en el que uno de los principales asesores políticos de Blair protestó: “¡Pero Tony no puede presentarse ante la ciudadanía defendiendo un aumento de la movilidad descendiente!ˮ). En los esfuerzos por abordar la igualdad de oportunidades, el silencio en torno a la movilidad descendente siempre ha sido un problema. Dado un conjunto de resultados (o destinos) para los cuales las personas están, en efecto, compitiendo, no necesitas ser un genio ni un investigador de ciencias sociales para ver que la situación es de suma cero: la única forma de mejorar las posibilidades de aquellos cuyas perspectivas son peores es reducir las posibilidades de aquellos cuyas expectativas son mejores.

En los tiempos de la posguerra, cuando la estructura de clase (los resultados que se consiguen a partir de cierto conjunto de oportunidades) iba mejorando, esto importaba menos, o por lo menos la injusticia era menos evidente. Mucha gente mejoraba sus condiciones de vida, y más bien pocos empeoraban, por lo que, a priori, no había muchas razones para quejarse. Incluso aquellos cuya situación no estaba mejorando podían esperar vivir una vida mejor y más longeva que la de sus padres; sin duda, en aquellos tiempos la escalera social era como una escalera mecánica. Es por ello que se hacía caso omiso a la persistente desigualdad de oportunidades de movilidad social: el hecho de que casi no hubiera personas con orígenes privilegiados que descendieran en la escala social era algo poco notorio. Hoy en día, al parecer de muchos, esta escalera mecánica de los años dorados se ha paralizado, o incluso ha retrocedido. De ahora en adelante, sólo habrá dos opciones para intentar aumentar la movilidad ascendente: crear, de nuevo, más “lugares en la cumbreˮ accesibles a las personas, o atenuar los mecanismos por los cuales los padres más acomodados pueden proteger a sus hijos de la amenaza de la movilidad descendiente. Necesitamos más trabajos de mejor calidad o bien (aunque no tienen por qué ser opciones excluyentes) una menor concentración de las oportunidades para conseguir tales trabajos.

La educación puede parecer la forma de matar dos pájaros de un tiro. Al invertir en capital humano podemos preparar una fuerza laboral altamente cualificada que traerá consigo más empleos de alta calidad en el Reino Unido. Y expandiendo la provisión de educación podemos distribuir todas aquellas oportunidades que anteriormente sólo estaban al alcance de unos pocos (de ahí el objetivo del nuevo laborismo de lograr que el 50% de los jóvenes ingresara a la educación superior). Sin embargo, Bukodi y Goldthorpe lanzan críticas mordaces a ambos argumentos. En lo que respecta al aumento de empleos de alta calidad, lo cierto es que los países recientemente industrializados, y especialmente los asiáticos, pueden suministrar mano de obra altamente cualificada a un menor coste, y en cualquier caso, el verdadero problema estaría en crear la demanda para tal mano de obra. En lugar de mejorar la estructura de clases, una fuerza laboral más cualificada significaría simplemente una fuerza laboral crecientemente sobrecualificada. Y cuando de ampliar y mejorar las oportunidades se trata, lo que importa no es el nivel educativo total de las personas, que de hecho está cada vez menos relacionado con los orígenes de clase, sino sus cualificaciones educativas comparadas con las de los demás. La educación es, en gran parte, un bien posicional: lo que importa es el lugar que uno ocupa en el conjunto de la distribución. Medido de esta manera (que no deja de ser, además, la manera en que lo entienden los empleadores y padres), no se han producido cambios en lo que respecta a la relación entre los orígenes de los niños y sus cualificaciones educativas. La expansión del sistema educativo no ha tenido ningún impacto en lo que respecta a la capacidad de los padres más acomodados para asegurar que sus hijos accedan a una posición más favorable en la escala social.

La educación, que prometía ser el disolvente de la estructura de clases, se ha convertido de hecho en un medio eficaz para preservarla. La idea de permitir una mayor apertura en la estructura social extendiendo el acceso a la educación y asignando empleos “meritocráticamenteˮ (es decir, en función de las cualificaciones) es atractiva. Pero subestima el hecho de que las desigualdades que se dan en los orígenes de clase de los niños también implican, precisamente, una desigualdad en lo que respecta a la capacidad de los padres de utilizar la educación para preservar la posición de clase de sus hijos (es decir, para “manipular el sistema educativoˮ). En efecto, la idea de acatar la desigualdad de resultados, ya sea porque se considera deseable o inevitable, y centrarse en cambio en la igualdad de oportunidades, pasa por alto la obviedad de que los resultados de los padres son justamente los puntos de partida de los hijos. Los investigadores de la movilidad social están en desacuerdo en muchas cosas, pero una idea ampliamente defendida es que la mejor manera de aumentar la movilidad entre los distintos “peldañosˮ de la sociedad es reducir la distancia entre ellos.

Mientras que los mecanismos por los cuales las personas terminan en ciertas posiciones sociales sean manipulables (a diferencia de las loterías, por ejemplo), los progenitores acomodados estarán mejor posicionados para lograr con éxito su objetivo de proteger a sus hijos de la movilidad descendente. Esto se debe en parte a que su posición privilegiada implica la posesión de recursos relevantes como lo son el dinero, la seguridad y el tiempo, y en parte porque los padres van a poder transferir a sus hijos todas aquellas características que les permitieron acceder a su posición privilegiada en primer lugar. Si tienen suerte, es posible que ni siquiera necesiten pensar o actuar estratégicamente; la reproducción de la desigualdad social se produce de manera automática, por así decirlo. Una interacción familiar irreprochable, que no tenga ningún móvil ulterior, puede ser un medio perfectamente eficiente de conferir esas cualidades tan preciadas. Algunos padres leen cuentos a sus hijos antes de que se vayan a dormir porque quieren darles la mejor infancia posible. Otros les confieren las mismas ventajas, por los mismos medios, pero por otros motivos.

Si bien Bukodi y Goldthorpe, por su parte, analizan una gran cantidad de datos y enfatizan los mecanismos de “elección racionalˮ que generan los patrones de movilidad o inmovilidad social en el conjunto de la sociedad, Friedman y Laurison, en The Class Ceiling, llevan a cabo un estudio principalmente cualitativo acerca de los patrones de contratación y promoción en las profesiones de élite, revelando así los micro-procesos, a menudo inconscientes, por los cuales los orígenes privilegiados se traducen en mayores ganancias. Dada la situación, nos podría extrañar la preocupación de Friedman y Laurison por las desigualdades relativamente pequeñas que se dan entre aquellos que ganan mucho dinero o, como en el caso de los actores y de las personas que trabajan en televisión, entre aquellos que han elegido a sabiendas trabajos arriesgados en ámbitos glamurosos. En efecto, los individuos con orígenes de clase trabajadora que acceden a posiciones de élite ganan, de media, 6.400 libras menos que sus compañeros provenientes de entornos más privilegiados; parte de ello se explica por los diferentes niveles educativos alcanzados, así como por la elección de determinados trabajos o empresas y también por un “efecto Londresˮ. Sin duda, las entrevistas y análisis del libro, y especialmente su fértil discusión acerca las formas en que el capital cultural expresado (los “orígenes de clase privilegiada auto-representadosˮ) se presentan y se interpretan como “méritoˮ, contribuyen a reivindicar empíricamente el paradigma teórico sobre la reproducción social de Bourdieu (cómo ya lo hizo en su día Unequal Childhoods, escrito por Annette Lareau el 2003).

Friedman y Laurison conocen bien los procesos familiares por los cuales los orígenes de las personas influyen en sus destinos futuros. Saben perfectamente que sus cualificaciones educativas están fuertemente influidas por los recursos parentales, y en este sentido, resulta particularmente interesante la renuencia de sus entrevistados a reconocer que su capacidad para asumir riesgos, o incluso su libertad para vivir donde quieren trabajar, depende de su acceso a “la cuenta bancaria de papá y mamáˮ (no podemos tomarnos el concepto de “riesgoˮ al pie de la letra: aquellos que, teniendo acceso a ciertos recursos familiares, se embarcan en trayectorias “arriesgadasˮ, rara vez se enfrentan a las mismas probabilidades de terminar en una situación realmente penosa que aquellos que no tienen acceso a tal tipo de recursos). Pero la contribución más valiosa de Friedman y Laurison radica la información que aportan acerca de las formas de ventaja más arteras que imponen en el mundo laboral las personas de orígenes privilegiados, así como la manera en que estas formas de ventaja son “reconocidasˮ como “méritosˮ merecedores de recompensa. La definición de “integrarseˮ (las cualidades necesarias para formar buenas relaciones con los clientes, los modos de conversación disponibles al charlar con otros compañeros, los códigos de vestimenta apropiados) varía enormemente según el ámbito. Los contables que desean convertirse en socios necesitan unas cualidades diferentes que los profesionales de la televisión que desean convertirse en altos ejecutivos. En cierta medida, The Class Ceiling es divertido de leer porque confirma los estereotipos existentes sobre tales diferencias. Pero el libro también informa sobre los mecanismos comunes detrás de tal variedad: la homofilia, los sesgos inconscientes y, en efecto, también los estereotipos en sí. La “confianzaˮ consiste fundamentalmente en saber qué hacer en cada tipo de situación. Y entre muchos profesionales de élite se comparte una imagen de sí mismos que es una personificación de sus orígenes privilegiados, de tal modo que “la perfomatividad de clase se disfraza de mérito objetivoˮ. Así pues, la reproducción cultural y la social tienden a coincidir.

The Class Ceiling está repleto de perspectivas interesantes, como la sugerencia de que la investigación debería distinguir de manera más sistemática entre las formas “técnicasˮ y “representadasˮ de capital cultural. En los campos donde hay estándares de habilidades técnicas consensuadas (como en la arquitectura), el hecho de encajar en el grupo, así como la confianza, son factores menos importantes: resulta mucho más importante saber lo que hay que hacer y cómo. Los orígenes de clase son por lo tanto menos importantes, y aquellos de orígenes más humildes se sienten más cómodos y es menos probable que eviten trayectorias profesionales más ambiciosas. En otros campos, por el contrario, las habilidades profesionales necesarias son mucho más difíciles de definir, dejando así mucho margen para que el capital cultural representado se aproveche de tal incertidumbre. En estos casos, Friedman y Laurison enfatizan la importancia de la capacidad de andarse con cuentos chinos y de codearse. Disfruté especialmente de dos casos provenientes de la industria televisiva. Una personalidad de alto nivel defiende como factor relevante para su desempeño laboral la capacidad de tomar parte en especulaciones y teorías culturales de alto nivel intelectual; las mismas que algunos de sus compañeros más jóvenes tachan de “grandilocuencia intelectual inútilˮ. Y un alto ejecutivo de la industria televisiva, cuyo éxito profesional dependía de aprender y desplegar el arte del mimetismo cultural, sospecha que ha alcanzado su límite, tanto a nivel profesional como social: “No voy a las fiestas, ni a las discotecas, y hay una parte de mí que, en el fondo, piensa... son todos unos gilipollasˮ, les espetó a Friedman y Laurison, para luego echarse a reír.

Desde la perspectiva de la justicia social, la movilidad social es importante, pero está sobrevalorada. Es injusto que los orígenes sociales de los niños ejerzan una influencia tan fuerte en sus destinos, pero, en la Gran Bretaña de la austeridad, el creciente número de personas que acaban en la pobreza, o que solo pueden encontrar trabajos mal pagados con contratos de cero horas, enfrentan mayores problemas que la falta de oportunidades de ascender a una clase superior. Lo que realmente importa, aquí y ahora, es la situación en general de aquellos en la parte inferior de la escala social, no sus posibilidades, y mucho menos sus posibilidades relativas, de ascender o descender en la escala social. Esto no sería cierto si los que están peor en nuestra sociedad merecieran estar allí, y aquellos que ascendieron merecieran mejores vidas que ellos, pero, tal y como lo entendieron Hayek y Rawls, es difícil tomarse esa opinión en serio.

El paradigma de la movilidad provoca la confusión normativa entre diferentes valores. Por un lado, la justicia: personas igualmente capaces y motivadas deberían enfrentarse a un mundo nivelado y disfrutar de las mismas oportunidades de éxito (y de fracaso). Por otro lado, la eficiencia: no explotar todo el “conjunto de habilidadesˮ disponible es un desperdicio social, por lo que las personas indicadas, es decir, las que realmente se lo han ganado meritocráticamente, deberían lograr acceder a los puestos de trabajo correctos, en lugar de ser excluidas de ellos por individuos con orígenes privilegiados pero menos méritos. Generalmente, se conciben estas dos nociones como elementos complementarios, y no pocas veces los tres libros citados oscilan entre una y otra. Pero, ¿por qué tendría que ser “más justoˮ que niños con grandes aptitudes pero con orígenes humildes lograran mejores trabajos o tuvieran una mejor vida que los niños con menos aptitudes y con orígenes humildes, o que los niños con pocas aptitudes y con orígenes privilegiados? Imagina que eres padre de dos hijos: uno transita por la escuela y por la universidad hasta que logra un buen trabajo; el otro tiene dificultades de aprendizaje y dificultades para llegar a fin de mes. ¿Qué tiene eso de justo?

La preocupación por aquellos procesos que, sesgados por el factor clase, provocan que las personas equivocadas lleguen a determinadas posiciones sociales, puede hacer pensar que el objetivo final debería ser, simplemente, reemplazar tales procesos con otros procesos genuinamente meritocráticos. De hecho, puede ser una buena medida en lo que respecta a la eficiencia, pero cuesta ver en qué sentido lograría esto la justicia. Para alcanzar la justicia, se debería poner en cuestión la propia distribución de bienes, no sólo los mecanismos mediante los cuales las personas encuentran su lugar en tal distribución. Y es que los investigadores de la movilidad se arriesgan a empezar la casa por el tejado: la desigualdad entre las diferentes posiciones sociales de destino se concibe, bajo su perspectiva, como un obstáculo para una mayor igualdad de oportunidades de movilidad, pero no como un problema en sí mismo.

Hacemos poco para evitar que los padres acomodados hagan todo lo que esté en su mano para prevenir a sus hijos de la movilidad descendente o, de hecho, para ayudarlos a subir lo más alto posible. Tendemos a pensar que eso es lo que se espera de los padres. En las memorias de Robin Cook se repite una historia contada por un periodista a Roy Hattersley. Tony Blair, al ser preguntado sobre por qué había enviado a su hijo Euan a un colegio privado, a pesar de las inevitables críticas que suscitaría, respondió: “Miren a los hijos de Harold Wilsonˮ. Pero el periodista objetó: uno de los hijos de Wilson, dijo, era director, y el otro era profesor universitario. Blair respondió que él esperaba que a sus hijos les fuera mejor. Si apenas tratamos de bloquear este tipo de planteamientos conscientes y estratégicos, no es de extrañar que nos neguemos también a intervenir en las interacciones más informales e intrafamiliares mediante las cuales el capital cultural se transmite de padres a hijos. Existen razones poderosas, relativas a los “valores familiaresˮ, para no vigilar la narración de cuentos antes de ir a la cama, las conversaciones sobre asuntos de actualidad o el hecho de compartir cierto entusiasmo cultural. Y aunque esas razones no implican necesariamente que exista una libertad similar en lo que respecta a las decisiones parentales sobre escolarización, o en lo que respecta a muchas otras vías mediante las cuales los padres intentan beneficiar a sus hijos, esto es algo que la mayoría de personas no ve con buenos ojos.

Supongamos que las desigualdades entre la parte más alta y la parte más baja de la distribución fueran menos escandalosas. Supongamos también que los procesos por los cuales las personas encuentran su lugar en la distribución de cargas y beneficios pudieran estar justificados. O si todo esto parece demasiado pedir, supongamos simplemente que la situación en la parte inferior de la distribución no fuera tan mala. Entonces, tal vez, podríamos condenar a aquellos padres que intentan conferir ventajas injustas a sus hijos. Sin duda, algunos se pasan de la raya, excediendo cualquier prerrogativa plausible por tal de favorecer a sus propios hijos. Pero, dados los resultados posibles que hoy, colectivamente, consentimos, así como los niveles de incertidumbre involucrados en la cuestión, se hace más fácil entender a todos aquellos progenitores que, ya sea deliberadamente o no, contribuyen a los actuales patrones de movilidad social. Ellos acaparan las oportunidades; tú no haces las reglas; yo amo a mis hijos.

enseña teoría política en el University College de Londres.
Fuente:
https://www.lrb.co.uk/the-paper/v42/n02/adam-swift/what-s-fair-about-that
Traducción:
Oscar Planells

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