Recordar, y leer, a Jack London (1876-1916)

Gregorio Morán

Leon Trotsky

16/04/2016

Jack London, el olvidado

Gregorio Morán

Este 2016 debería ser declarado el año de Jack London. Había nacido en 1876 en San Francisco y se suicidó en 1916. Nació en enero y cerró la tienda en noviembre. Vivió 40 años y escribió 50 libros y dejó una obra fotográfica monumental de 12.000 clichés. Fue el autor más famoso y mejor pagado de su época. Un desastre humano, nacido para matarse y sin embargo lo tenía todo: una pluma fácil y brillante, un físico de atleta, estatura mediana y un cuerpo hecho para la pelea.

Me acerqué a la literatura gracias a Jack London. Las descripciones farragosas de Emilio Salgari me aburrían, a Julio Verne no lo soportaba. La primera novela negra, según se diría ahora, cayó en mis manos con un comienzo que me dejó tan anonadado que aún lo recuerdo. “Se puso el sobretodo y se dirigió al macadam”. Eran traducciones argentinas o chilenas. Pero si uno no alcanza a entender ni la primera frase, lo mejor que puede hacer es esperar a hacerse mayor y ampliar el lenguaje. No tenía ni idea de qué era “un sobretodo” y menos aún “el macadam”. Me limité entonces a las novelas de vaqueros escritas en general por presos políticos del franquismo, recién salidos de la trena que adoptaban un seudónimo gringo, tenían un gran mapa del oeste de Estados Unidos clavado en la pared y a los que explotaba Bruguera.

A mí me llevó a la literatura Jack London. Empecé con un texto de 1909, Por un bife. El boxeador tronado que debe escoger entre comer el bistec –traducción del argentino bife– antes del combate para coger fuerzas o ahorrar para el transporte y cansarse. No la volví a ver nunca, como las antiguas pasiones.

Jack London fue además de un escritor brillante e irregular, un tipo humano inasumible para nuestra época. Quizá eso explique el silencio. Se acaba de reeditar La llamada de lo salvaje (Nórdica) un texto soberbio de sensibilidad y ritmo, por más que la edición contenga detalles tan incomprensibles como designar a London “como una mezcla de socialista y fascista ingenuo”, lo que demuestra que los tiempos han cambiado y hasta los buenos editores pueden escribir barbaridades. Jack London no tuvo la más mínima veleidad fascista: fue hasta el último año de su vida un militante socialista y un escritor radical, incluso por encima de sus modos de vida absolutamente atrabiliarios. Pero que el currículo del ilustrador, que ni ha entendido el libro ni creo que le inspire nada Jack London, ocupe el mismo espacio del autor, es un signo que te llena de congoja. Un texto en blanco nieve y rojo sangre de perro-lobo se convierte en dibujos negro funeraria. Olvídense de las tonterías editoriales y descubran a un autor en lo mejor de su edad.

La primera década del siglo XX tiene en Jack London a un referente literario y ­humano. Un hombre tan ponderado como Anatole France le llamará “socialista re­volucionario” en el prólogo de uno de los libros que conmocionaran el mundo ra­dical de comienzos del siglo XX, El talón de hierro. Probablemente haya pocos textos tan leídos por la clase obrera que entonces aspiraba a conquistar los cielos. 400.000 ejemplares de salida. Estamos en el mundo gringo, donde los escritores ­ganan cantidades astronómicas gracias a los semanarios que reparten sus libros en capítulos.

Jack London quiere convertirse en granjero. No le bastan los espacios infinitos del río Yukón, de Alaska, de las nieves vírgenes donde sobreviven lobos y perros, y seres humanos muy poco diferentes. Llegará a decir que prefiere los perros a las damas, lo que no obsta para que llevara una vida amorosa ajetreada. Construye barcos de vela para recorrer los lugares más insólitos hasta que descubre Hawái y sus islas. Serán los momentos más creativos y locos de su vida.

Teñido por el alcohol, sin límites ni paliativos. Quiere granjas en EE.UU. y un barco para surcar el paraíso hawaiano, no hay escritor que aguante todo eso sin ­acabar en ruina. Es un mundo para ­banqueros, no para escritores. Las aven­turas empresariales de London, incluidas las comunas, las fábricas, las grandes extensiones de territorio para sus centenares de cabezas de animales, las plantaciones más exóticas y singulares, todo se va al traste. Pero sigue siendo el gran Jack London y mientras le quede un resquicio de capacidad literaria, entre las nueve de la mañana a las doce del mediodía, seguirá con su propia e inigualable empresa de construir relatos.

Su prestigio recorre el mundo y su de­terioro, entre farras y alegrías que duran semanas, entre amigos, mujeres, nego­ciaciones financieras para las que no está dotado, le va acercando a la quiebra. ­Resulta significativo el interés de grandes escritores norteamericanos por conseguir fondos por los procedimientos más insólitos. La vida entera de Mark Twain está preñada de charlas idiotas, representa­ciones dignas de un payaso prestidigitador, y demás métodos para sacar fondos, lo que llama la atención tratándose de autores que vendían miles y miles de ejemplares, y que quizá explicaría la obsesión de Faulkner por hacerse granjero, muchos años después, como si esa fuera la única garantía frente a la fragilidad del mundo de las ­letras.

No conozco otra biografía de Jack London que la de Richard O’Connor, aparecida en traducción castellana en México, hacia 1967, un documento de 500 páginas que ilumina de manera más que brillante y muy minuciosa la trayectoria de este gran escritor que fue Jack London, que vivió 40 años y publicó 50 libros. Algunos de ellos obras maestras –mis favoritos son La llamada de lo salvaje (recién editada por Nórdica), Martin Eden, aquel libro que recordaba Che Guevara en sus momentos de mayor aprensión. Y la tortuosa belleza de Colmillo blanco, del que no dispongo ejemplar porque lo presté y lo perdí, no sé si se habrá reeditado en castellano: Por un bistec, o Por un filete, que sería lo suyo.

Cuenta Nadia Kruskaia, la mujer de Lenin, que cuando el líder de la revolución de octubre estaba en las últimas y apenas si hablaba, le indicó que le leyera algo de Jack London. Ella, buena lectora, como lo eran los maestros antiguos, escogió Amor a la vida, una narración conmovedora de los años brillantes de London (1905-1907), en el que se cuenta la agonía de un hombre y un lobo. Ella dice que a Vladímir Ilich le gustó y a su muerte quedó depositado para siempre en la mesita de noche. Lo dudo mucho.

Hace ya algunos años compré en París un precioso catálogo fotográfico: Jack London, fotógrafo –París, 2011. Traducción de la norteamericana Universidad de Georgia Press–. Son los viajes de London vistos por la agudeza visual de London, pero no viajes en barco sólo sino a la miseria de la clase obrera de su país, de sus adorados hawaianos, de la revolución mexicana, allí donde se encontrará con otro personaje de leyenda, el periodista y narrador Ambrose Bierce, que desaparecería en el lugar que más odiaba, México, entre Pancho Villa y Emiliano Zapata. Como si uno hubiera escogido el infierno como el lugar más apropiado para morirse.

El perro y el lobo, sobre los que no hacía demasiadas diferencias en su sensibilidad de hombre que había logrado la gloria pero no la felicidad, tenían para él tanta importancia. Eran tan familiares como su ADN literario. Su exlibris, pintado por él mismo –otra actividad sobre la que insistió, aunque no se le diera bien– consiste en una cabeza de lobo perruno que te mira.

Hizo de la humanización de la natura­leza salvaje la razón de una vida dispara­tada. Pero nunca dejó de ser un radical ­socialista en un mundo que cada vez más se alejaba de aquello que se llamó la clase obrera norteamericana. Murió una noche de noviembre de 1916, después de calcular la dosis de morfina y la atropina que le ­serían letales. Su mujer exigió a los mé­dicos que firmaran que la muerte había ­sido natural. Sólo firmó uno. El propio London lo había dicho: el hombre posee un derecho inalienable, “el de adelantar el día de su muerte”.

 

Carta sobre El talón de hierro de Jack London

Leon Trotsky

Querida camarada:

Experimento cierta confusión al confesarle que sólo estos últimos días, es decir, con un retraso de treinta años, he leído por primera vez El talón de hierro, de Jack London. Este libro me ha producido -lo digo sin exageración- una viva impresión. No por sus estrictas cualidades artísticas: la forma de la novela no hace aquí más que servir de cuadro al análisis y la previsión sociales. Voluntariamente, el autor es muy parco en el uso de los medios artísticos. Lo que le interesa no es el destino individual de sus héroes, sino el destino del género humano. Sin embargo, no quiero con esto disminuir en nada el valor artístico de la obra, y principalmente de sus últimos capítulos a partir de la Comuna de Chicago. Lo esencial no es eso. El libro me ha impresionado por el atrevimiento y la independencia de sus previsiones en el terreno de la historia.

El movimiento obrero mundial se ha desarrollado, a fines del siglo pasado y comienzos del presente, bajo el signo del reformismo. De una vez para siempre parecía establecida la perspectiva de un progreso pacífico y continuo del desarrollo de la democracia y las reformas sociales. Desde luego, la revolución rusa fustigó al ala radical de la socialdemocracia alemana y dio por algún tiempo un vigor dinámico al anarcosindicalismo en Francia. El talón de hierro lleva, por otra parte, la marca indudable del año 1905. La victoria de la contrarrevolución se afirmaba ya en Rusia en el momento en que apareció este libro admirable. En la arena mundial, la derrota del proletariado ruso dio al reformismo no sólo la posibilidad de recuperar posiciones perdidas un instante, sino incluso los medios de someter completamente al movimiento obrero organizado. Basta recordar que fue precisamente en el curso de los siete años siguientes (de 1907 a 1914) cuando la socialdemocracia internacional alcanzó al fin la madurez suficiente para jugar el bajo y vergonzoso papel que fue el suyo durante la guerra mundial.

Jack London ha sabido traducir, como verdadero creador, el impulso dado por la primera revolución rusa, y también ha sabido repensar en su totalidad el destino de la sociedad capitalista a la luz de esta revolución. Se ha asomado más particularmente a los problemas que el socialismo oficial de hoy considera como definitivamente enterrados: el crecimiento de la riqueza y de la potencia de uno de los polos de la sociedad, de la miseria y de los  sufrimientos en el otro polo. La acumulación del odio social el ascenso irreversible de cataclismos sangrientos, !todas estas cuestiones las ha sentido Jack London con una intrepidez que incesantemente nos obliga a preguntarnos con asombro: pero ¿cuándo fueron escritas estas líneas? ¿Fue acaso antes de la guerra?

Hay que destacar muy particularmente el papel que Jack London atribuye en la evolución próxima de la humanidad a la burocracia y a la aristocracia obreras. Gracias a su apoyo "la plutocracia americana logrará aplastar el levantamiento de los obreros y mantener su dictadura de hierro en los tres siglos venideros". No vamos a discutir con el poeta sobre un plazo que no puede dejar de parecernos extraordinariamente largo. Aquí lo importante no es el pesimismo de Jack London, sino su tendencia apasionada a espabilar a quienes se dejan adormecer por la rutina, a obligarlos a abrir los ojos, a ver lo que es y lo que está en proceso. El artista utiliza hábilmente los procedimientos de la hipérbole. Lleva a su límite extremo las tendencias internas del capitalismo al avasallamiento, a la crueldad, a la ferocidad y a la perfidia. Maneja los siglos para medir mejor la voluntad tiránica de los explotadores y el papel traidor de la burocracia obrera. Sus hipérboles más románticas son, en fin de cuentas, infinitamente más justas que los cálculos de contabilidad de los políticos llamados «realistas».

No es difícil imaginar la incredulidad condescendiente con la que el pensamiento socialista oficial de entonces acogió las previsiones terribles de Jack London. Si nos tomamos el trabajo de examinar las críticas de El talón de hierro que se publicaron entonces en los periódicos alemanes Neue Zeit y Worwarts, en los austriacos Kampf y Arbeiter Zeitung, no será difícil convencerse de que el «romántico» de treinta años veía incomparablemente más lejos que todos los dirigentes socialdemócratas reunidos de aquella época. Además, Jack London no sólo resiste, en este dominio, la comparación con los reformistas y los centristas. Se puede afirmar con certeza que, en 1907 no había un marxista revolucionario, sin exceptuar a Lenin y a Rosa Luxemburgo, que se representara con tal plenitud la perspectiva funesta de la unión entre el capital financiero y la aristocracia obrera. Esto basta para definir el valor específico de la novela.

El capítulo "La bestia gimiente del abismo" es, indiscutiblemente, el centro de la obra. Cuando fue publicada la novela este capítulo apocalíptico debió parecer el límite del hiperbolismo. Lo que ha ocurrido después lo supera prácticamente. Y, sin embargo, la última palabra de la lucha de clases no ha sido aún dicha. “La bestia del abismo” es el pueblo reducido al grado más extremo de servidumbre, de humillación y degeneración. ¡No por eso hay que arriesgarse a hablar del pesimismo del artista!. No, London es un optimista, pero un optimista de mirada aguda y perspicaz. "He aquí en qué abismo la burguesía nos va a precipitar sí no la vencéis, tal es su pensamiento" y este pensamiento tiene hoy una resonancia incomparablemente más actual y más viva que hace treinta años. En fin, nada es más impresionante en la obra de Jack London que su previsión verdaderamente profética de los métodos que El talón de hierro empleará para mantener su dominación sobre la humanidad aplastada. London se muestra magníficamente libre de las ilusiones reformistas y pacifistas. En su visión del futuro,  no deja subsistir absolutamente nada de la democracia del progreso pacífico. Por encima de la masa de los desheredados, se elevan las castas de la aristocracia obrera, del ejército pretoriano, del omnipresente aparato policial y, coronando el edificio, de la oligarquía financiera. Cuando se leen estas líneas, uno no cree a sus ojos: es un  cuadro del fascismo, de su economía, de su técnica gubernamental y de su psicología política (las páginas 299, 300 y la nota de la página 301 son particularmente notables). Un hecho es indiscutible: desde 1907, Jack London ha previsto y descrito el régimen fascista como el resultado inevitable de la derrota de la revolución proletaria. Cualesquiera que sean "las faltas" de detalle de la novela -y las hay- no podemos dejar de inclinarnos ante la intuición poderosa del artista revolucionario.

Escribo precipitadamente estas líneas. Mucho temo que las circunstancias no me permitan completar mi apreciación de Jack London. Me esforzaré más tarde por leer las otras obras que usted me ha enviado, y en decirle lo que pienso de ellas. Puede hacer de mis cartas el uso que usted misma juzgue necesario. Le deseo éxito en el trabajo que ha emprendido sobre la biografía del gran hombre que fue su padre.

     Con mis saludos cordiales.

    Coyoacán, 16 de octubre de 1937.

Columnista habitual en el diario barcelonés La Vanguardia y amigo desde el principio del proyecto SinPermiso, fue un resistente político en el clandestino Partido Comunista de España bajo el franquismo. Periodista de investigación e insobornable crítico cultural, ha escrito libros imprescindibles para entender el proceso que llevó en España de la dictadura franquista a la Segunda Restauración borbónica. Su último libro: El cura y los mandarines (Madrid: Akal, 2014)
socialdemócrata revolucionario, dirigente bolchevique y comisario de guerra del Ejército Rojo, opositor al estalinismo, del que fue una de las víctimas y fundador de la IV Internacional, fue uno de los escritores más brillantes del movimiento socialista internacional.
Fuente:
La Vanguardia, 16 de abril 2016
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