Referéndum en Andalucía: el no político de la dignidad

Javier García

Antonio Garrido

11/02/2007

 

Los períodos estacionarios del ciclo biográfico de un pueblo se interrumpen en momentos en los que parece que todo el sedimento histórico se precipita en un punto. Es, entonces, cuando la colectividad recapitula y, a veces, surge la exigencia de un acto común de reafirmación. En ese gesto los pueblos se recuerdan, reconocen y proyectan, postulando, en fin, su propuesta de identidad. Son momentos constituyentes de su historia que configuran el universo de lo necesario y la demarcación de lo posible y de la esperanza, el lugar donde habrán de caer, imantadas, sus futuras realizaciones, las palabras, acciones, decisiones, fiestas, solidaridades, es decir, todo el dominio simbólico en el que se codifican los ejes de estructuración social, las claves de los conflictos internos y la dialéctica de su resolución que conforman, en definitiva, la vida y el desarrollo de una nación.

El próximo Referéndum del 18 de febrero para la ratificación por los andaluces del nuevo Estatuto de Autonomía se ha formulado institucionalmente como “una nueva oportunidad de comprometernos con el futuro de nuestra tierra, y está en la mano de todos que esta cita en las urnas se convierta en una fecha de referencia en la historia contemporánea de Andalucía, al igual que el 28 de febrero de 1980 representó el inicio del despegue de nuestra comunidad autónoma en todos los ámbitos” (Manuel Chaves, presidente de la Junta de Andalucía). Mediáticamente, se ha activado el correspondiente y coordinado operativo para el blindaje y la clausura ideológica del debate, con la intención de reforzar la consigna del carácter fundamental que en este momento tiene la participación social (léase, depositar el voto en la urna) y ello ante la percepción palmaria de que todo el proceso anterior de reforma y reelaboración estatutaria no ha erosionado en lo más mínimo la apatía y la pasividad social consustanciales al modelo político vigente (de todos modos, tampoco se pretendía en esa fase “técnica” despertar curiosidad o interés alguno, todo hay que decirlo). En cualquier caso, la pretensión ahora es culminar un desarrollo normativo urdido con mimbres tecnocráticos y con una lógica vinculada al fortalecimiento ideológico del régimen existente, un proceso que entra en su recta final intensificado por la nauseabunda orquestación mediática que ha de recabar la adhesión emocional y acrítica a esta norma, un Estatuto desconocido por los andaluces y que no parecen sentirlo ni internalizarlo en cuanto instrumento de creación y articulación colectiva. En esa maquinaria activada para el cierre ideológico y orgánico del régimen, con tristes reminiscencias del referéndum sobre la OTAN, quedan del lado interior de las fronteras definidas por el pensamiento único estatutario una parte fundamental de Izquierda Unida -el PCE-, los grandes sindicatos y muchas organizaciones sociales progresistas, lo cual es una demostración, a escala andaluza, de la impresionante hegemonía que el neoliberalismo y la globalización capitalista exhiben en el mundo actual.

Las ideas que a continuación se desarrollan pretenden acompañar con modestia la crítica de izquierdas a la lógica que subyace a este texto, así como al contexto en el que se inscribe, con el objetivo de sacar las conclusiones políticas y electorales pertinentes. Un análisis de izquierdas del proceso estatutario no puede silenciar los déficits profundos en el articulado del Estatuto, ni el significado de lo que sí afirma y reglamenta. Tampoco ha de obviarse la naturaleza ética de los discursos que lo acompañan, las consecuencias legitimadoras para el modelo neoliberal que contiene y la finalidad perseguida de carácter refrendatorio para el régimen español (capitalismo y monarquía). La acomodación intelectual de gran parte de la izquierda andaluza lleva a presentar este lecho de Procusto estatutario como un avance en valores, principios y herramientas democráticas, exhibiendo lo que, parafraseando a Gramsci, no es otra cosa que el pesimismo de una corta inteligencia y el optimismo de su exánime voluntad. Por fortuna, el consenso sistémico que se promulga no es universal en nuestra tierra y otras voces estudian, analizan y avanzan líneas de resistencia a este pensamiento único. Voces críticas como la representada por el SOC, la CUT, Jaleo o cierto mundo universitario han empleado el escalpelo riguroso para diseccionar políticamente un proceso de reforma estatutaria al que se ha calificado con brillante justeza desde el boletín "Andalucía Libre" de estafa y cuyo resultado final no es otro que el de un nuevo “Estatuto para la dependencia”.

Nada extraña en todo el programa político estatutario: ni el contenido ideológico de lo que se está sustanciando, que luego veremos, ni el formato de espectáculo que lo pretende “vender” y que, en perfecta aleación, se compaginan para ayudar a la legalización de un modelo de desarrollo político sustentado en la noción abstracta y vacía de modernidad y en una manipulada semilibertad. La costumbre del vigente régimen que consiste en encerrar el horizonte del pensamiento posible en el perímetro del consenso neoliberal, monárquico y postmoderno, laminando de ese modo la conciencia crítica de la sociedad, les ha llevado incluso a ser desautorizados por la Junta Electoral Central por iniciar la campaña con un mensaje institucional que el propio Chaves calificaba de “impecable” y que no era sino un velo más en la fiesta de sombras chinescas que es el consenso del régimen PSOE-PP, con la connivencia de la elite de Izquierda Unida. Todo vale cuando la única sustancia para obtener la participación electoral masiva es el formateo de la opinión social.

No es un trámite baladí el que se formaliza con este referéndum. Se persigue la legitimación y actualización de un pilar necesario y funcional al marco jurídico y político delineado en la Constitución Española y en el conjunto normativo de la Unión Europea, incluida también su  Constitución. Toda una arquitectura institucional y normativa que, como el propio Estatuto reformado reconoce, comparte los mismos valores. Por tanto, el nuevo Estatuto no nace con ilusión y vocación de instrumento para la compensación y la defensa de Andalucía frente a un paradigma que ha demostrado ser generador de desigualdad y dependencia para nuestra tierra, sino que, por el contrario, se formula como una pieza sustentadora y funcional para el mismo.

Tanto el propio texto como la alabanza que lo defiende reconocen la filosofía de continuidad que al mismo anima y su postulación como norma reelaborada se ha justificado en la equiparación competencial que otros procesos de reforma estatutaria han inspirado. Si alguna duda cabía con relación al espíritu que espolea todo el procedimiento y a los límites sobre la libre decisión que lo encorsetan, el regreso del borrador tras su discusión en Madrid, con la intervención quirúrgica sobre 150 artículos, la despejó, para que nadie pudiese buscar consuelo en otro espejo que no fuese el de la intransigente realidad. La polémica política en torno a si se definía a Andalucía como “realidad nacional” o no, culminó vergonzosamente con su atenuación final como mera evocación histórica, disolviendo de tal modo cualquier esperanza de sueño soberanista. Más allá de una retórica blanda que reivindica el lógico aspecto diferencial de la historia y de la cultura andaluzas, no se está ante un texto que, honesta y valientemente, sirva a la conciencia de los andaluces orientando la luz hacia la definición de su pasado antiguo y reciente, haciendo el recordatorio de aquellas épocas en que Andalucía fue inscrita como territorio deprimido y dependiente, al que se le expolió en lo económico y se le alienó en lo político y, con ello, ayudar al dictámen necesario de las causas y de los motivos de esa articulación subdesarrollada y subordinada de Andalucía en el interior del capitalismo español que mantiene su vigencia aún hoy. No puede contener esperanza un Estatuto que no relaciona el atraso estructural y la subalternidad de Andalucía con la configuración histórica de España y que, al contrario, reivindica por omisión una única soberanía de carácter superior, la del Estado español, poder central que, paradójicamente, a la vez que niega autoritariamente el derecho a decidir de los pueblos que contiene, transfiere a centros de decisión superiores y no democráticos, como la Unión Europea, aspectos esenciales de su jurisdicción y de su competencia. Este Estatuto, con su Preámbulo conformista, edulcorante, elaborado como pura fraseología hueca, no pugna por la restitución de la verdad histórica de Andalucía, no identifica con valentía los orígenes de su sufrimiento atávico ni los mecanismos estructurales que la subdesarrollaron y la despojaron, manteniendo con ello, tal como se ha hecho durante estos últimos 25 años, la versión oficial que aliena a Andalucía de sus condicionamientos profundos, de su actual existencia social y de su devenir.

El ambiente social en el que se inscribe esta reforma es distinto al que, en 1981, aseguró la ratificación popular del Estatuto de Autonomía. En esta ocasión no hay acompañamiento alguno de energías populares orientadas a la reafirmación de la identidad política de Andalucía y, más bien al contrario, la respuesta ciudadana al nuevo Estatuto reflejará los efectos cloroformizantes sobre la conciencia crítica de los andaluces que ha tenido la gestión socio-liberal que siguió a la aprobación de la anterior norma estatutaria conformadora del actual régimen político que mantiene a Andalucía en la dependencia, la incapacidad para autogobernarse, la alienación cultural y la dominación del programa neoliberal.

Ahora se propone una reforma que se muestra, no obstante, rotundamente continuista en su lógica profunda con el anterior Estatuto, una versión renovada cuya fundamentación ideológica y jurídica designa como punto de arranque el reconocimiento explícito a los valores que inspiran la construcción política de la Unión Europea, a saber, el concepto de modernidad asociado a la mercantilización y a la competitividad social, a la flexibilización de los mecanismos de regulación laboral, a los desarrollos ecológicamente depredadores, a una economía que se sostiene en el gobierno de un mercado alérgico al control social y en el paroxismo de un consumo no socializador como el más prestigiado comportamiento que pudiera ligar al sujeto con la colectividad.

Este nuevo Estatuto profundiza en su articulado en la definición de la autonomía como descentralización administrativa. Al negar una demarcación soberana para la libre decisión y autodeterminación de Andalucía, desmiente a su vez el carácter plurinacional del Estado Español, apelando a la Constitución y a la “unidad indisoluble de la nación española” como artefactos ideológicos que aseguran coercitivamente la inserción dependiente de Andalucía en el marco político superior que la tutela, la constriñe y la condena al consabido destino de periferia del sistema. Sin capacidad, por tanto, para prefigurar los trazos esenciales de su orientación política y económica ni los mecanismos legales, fiscales, financieros para asegurarlos, el resultado devenido es, finalmente, el “armazón político” (Lenin) al sur de Despeñaperros de un régimen monárquico español que se extiende territorialmente hacia abajo y en el que las instituciones andaluzas funcionan como “agencia administrativa del Estado” (Isidoro Moreno). Ya lo hemos recordado: la negación a Andalucía, mediante la invocación coactiva a la autoridad española, de su derecho a configurarse como un ámbito propio de decisión completamente soberano no parece que les haga colisionar, a los autores y defensores del nuevo Estatuto, en lo moral ni en lo jurídico, con una realidad en la que se ha transferido a instancias opacas y no fiscalizables, como la Comisión o el Banco Central Europeos, la potestad para dibujar y ordenar ámbitos fundamentales de la vida política, económica y social de las naciones, al margen de cualquier control democrático. Como un mecanismo de relojería, este Estatuto quedará trabado y ensortijado en el edificio político que va de la Constitución Española a la Europea, pasando por el Acta Única, el Tratado de Maastrich y todo el conjunto normativo y político europeo.

La reconstrucción moral y política de la izquierda en Andalucía es incompatible con la defensa de este Estatuto, con la justificación entusiasta de un dispositivo normativo que oculta cuestiones de trascendental enjundia para nuestro pueblo, como su integración coherente en la ya referida arquitectura neoliberal (cómo si no tendría el apoyo del PP y del PSOE) y elude la incapacidad de Andalucía para afrontar tareas vitales  como la descolonización de Gibraltar y el desmantelamiento de las bases militares extranjeras, asuntos innegociables y esenciales para cualquier izquierda posible, aquí y ahora. Con este Estatuto, en cambio, se les dice a los andaluces que su negativa a albergar residuos nucleares o a permitir que su tierra se utilice como cuartel de ejércitos extranjeros o lanzadera de ataques criminales contra naciones pobres, pronunciamientos fundamentales de un pueblo sobre su seguridad ambiental o sobre su posición moral en el mundo, resultarán antiestatutarios e imposibles de llevarlos a cabo con esa norma legal en la mano.

¿Desde una supuesta posición que se autodefine de izquierdas cómo se les puede instruir a las andaluzas y a los andaluces en que es buena una norma tan “fundamental” como este Estatuto cuando un problema histórico como es el de la tierra, que esencial como eje de articulación de su identidad, y la reivindicación popular asociada a él, la Reforma Agraria, quedan desamparados bajo la losa mortuoria de la Política Agraria Comunitaria, esa formulación de las políticas neoliberales que protegen a los latifundistas y a las grandes corporaciones agrarias mientras destruyen al campesinado pobre y al jornalero? Han sido el Estatuto de 1981 y la Política Agraria Comunitaria quienes han establecido las condiciones de posibilidad con sus correspondientes resortes políticos para que la concentración de la riqueza agraria haya aumentado en estos 25 años y para que las pequeñas explotaciones sobrevivan con las mismas ayudas que los terratenientes, a pesar de que estos no utilizan el campo como fuente de vida ni de desarrollo económico. ¿Qué clase de izquierda puede minusvalorar estos contenidos políticos y, sobre todo, sustraerlos del debate para hacerse cómplice de un pensamiento único en virtud del cual se promueve el que la gente continúe siendo desensibilizada, engañada, infantilizada, desorientada en los aspectos más significativos sobre los que se edifica la dignidad de un pueblo?. ¿No deberían ser estos asuntos, estas decisiones “trascendentales”, momentos de oro para que una izquierda honesta y valiente llevase al debate social la agenda de las reivindicaciones históricas de su pueblo y el escenario utópico de su superación, erosionando la orgía de opacidad mediática y enarbolando en su lugar una ética de pedagogía y de participación consciente de los ciudadanos en la política? ¿Por qué la izquierda no denuncia esta nueva retórica de renovación y progreso como lo que es: otra experiencia de acomodación a la dependencia para Andalucía y de ahondamiento en la desesperanza y en el escepticismo popular?

Un contenido irrenunciable del programa político de la izquierda ha sido siempre la laicidad de la educación. ¿Se garantiza con este Estatuto? No. Por el contrario, se asegura que se mantenga la financiación con fondos públicos de centros privados confesionales permitiendo, tal como viene sucediendo, un modelo confesional y semiprivado que es posible por la supeditación normativa al marco legislativo superior que es la Constitución Española.

En materia económica y de relaciones laborales es igualmente un Estatuto claro en la definición de aquellos fundamentos que sostendrán las grandes orientaciones económicas: “la libertad de empresa y la economía social de mercado”. Y, como en todos los asuntos de importancia estructural y estratégica (financiación y fiscalidad), remite a la legislación general española que es la que define los límites de las decisiones posibles desde Andalucía, asegurando siempre la continuidad de los grandes lineamientos del sistema vigente, engarzado a su vez en la construcción neoliberal de la Unión Europea y la atadura de pies y manos para cualquier alternativa económica, social y política desde Andalucía, al reeditar los mismos mecanismos de dependencia y los mismos vínculos con el marco constitucional que impone la exclusividad de la soberanía española. Las consecuencias de este modelo jurídico y político ya las venimos sufriendo en Andalucía, a pesar de la retórica de modernizaciones y emprendedores: precariedad, temporalidad, tasas de paro y siniestralidad laboral por encima de la media española y salarios medios inferiores. Después de 25 años del Estatuto de Autonomía de 1981, con relación al cual el nuevo se presenta como reedición mejorada y renovada, pero sostenido en los mismos parámetros y fundamentos políticos, la estructura económica de Andalucía y su articulación con las economías de orden superior de las que depende no ha modificado sus condiciones de partida, al contrario, se ha acentuado “su perfil de economía extractiva, con una especialización que se estrecha en torno a la agricultura: abastecedores de hortofrutícolas a los mercados europeos” y “según un Informe del Instituto de Estudios Sociales de Andalucía sobre la pobreza y exclusión social, en Andalucía hay un 26,3% de hogares con rentas inferiores al 50% de la renta media (menos de 480,16 euros/mes) y un 2,6% con rentas inferiores al 25% (menos de 240,22 euros/mes) (Oscar García Jurado).

Por lo que concierne a la denominada “deuda histórica” se le desprovee de su significación original en lo que condensaba de reconocimiento y asunción del despojo y del perjuicio causados a Andalucía por la configuración política del Estado español. En este Estatuto pierde todo contenido simbólico y reivindicativo y toda potencialidad de compensación económica efectiva, quedando a expensas de decisiones y acuerdos políticos emanados de Madrid (Presupuestos Generales del Estado, comisiones mixtas...) y eso ya se comprobó en lo que desemboca, en más ridiculización y desprecio hacia la voluntad de los andaluces y andaluzas. Finalmente, su apelación moral y económica a la reparación histórica quedará disuelta en el obituario de un definitivo y no cuantificado pago único.

El derrotismo intelectual de gran parte de la izquierda social y política de Andalucía termina doblando las rodillas una vez más en el espacio discursivo del consuelo y delatándose en la defensa de una nueva operación del régimen para enlustrar y profundizar en sus mecanismos de reproducción política y de alienación cultural. En esta ocasión y dada la importancia de lo que se decide, el programa político antineoliberal y antagonista del proyecto fundacional de Izquierda Unida queda anulado por el posibilismo entreguista y la ausencia de nervio político del que ha hecho gala su dirección a la hora de ubicarse en un espacio ideológico alternativo al neoliberalismo andaluz que encarna el régimen del PSOE. Consecuencia de esta mala práctica, sobrevive en estos momentos, en el dominio de lo complementario y de la subalternidad frente al social-liberalismo andaluz. No pueden abrirse caminos a la imaginación utópica y a la emancipación social en Andalucía mientras la parte que debería ser más consciente y avanzada ideológicamente no ayuda a los ciudadanos a conocer la radiografía de su infraestructura socioeconómica, a desvelar los mecanismos que reproducen la desigualdad, a identificar los centros de decisión, a instaurar el conocimiento de las leyes que gobiernan las injusticias, es decir, la apropiación privada de las riquezas colectivas y la delincuencia que brota de las relaciones de propiedad. Una izquierda andaluza, a la altura moral y política de las tareas existentes, rearmada con un programa decididamente socialista, debe ser una izquierda dispuesta a la confrontación ideológica y ética con el régimen PSOE-PP y con sus espacios orgánicos de influencia (UGT y mayoría de CC.OO.,...), con sus políticas "modernizadoras" en pos de la desregulación, la flexibilización, la competitividad, la precariedad, en definitiva, con su diccionario neoliberal.

Hay que votar que No a un Estatuto que refuerza la subordinación de Andalucía, niega su derecho a la autodeterminación e impide su desconexión del encuadre jurídico centralista y de las orientaciones estratégicas neoliberales, las que se imponen desde el Estado Español y desde Europa. Votar NO es un ejercicio de resistencia moral y de coherencia política, es votar contra una operación que no es prólogo de desarrollo social y cultural, sino epílogo del paradigma de la dependencia. Hay que negar un Estatuto diseñado para profundizar en esa sujeción que escamotea al pueblo andaluz la delimitación de su propio marco político, la demarcación posible para el ejercicio de su soberanía y para enfrentar la lucha por la resolución democrática del atraso y la injusticia.

Antonio Garrido es activista del Foro Social de Sevilla y Javier García, miembro de la dirección de CUT-BAI (Colectivos de Unidad de los Trabajadores – Bloque Andaluz de Izquierdas), brazo político del SOC.

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Fuente:
www.sinpermiso.info, 11 febrero 2007

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