Resentidos con los hipsters

Peter Frase

01/12/2017

La fetichización del trabajo alimenta la política del resentimiento. En su lugar, es el momento de abrazar el lenguaje de los derechos económicos y sociales.

Recientemente un amigo se convirtió en el centro de todos los abucheos. Un artista que estaba desempleado y pasando una mala racha había tenido la mala suerte de aparecer en una historia que la revista Salon había decidido titular “Un hipster dependiente de los cupones de comida”. El artículo seguía la historia de algunas personas con titulación universitaria, pero pobres y subempleadas, en busca de comida sabrosa y nutritiva mientras dependían de los vales de comida. En mi opinión, era un agudo retrato del fracaso del capitalismo americano y de las profundas patologías de nuestro sistema alimentario.

Pero lo que el artículo parecía suscitar en sus lectores era la bilis y la ira incesantes dirigidas hacia las personas consideradas insuficientemente merecedoras de un beneficio público.

Ciertamente, el título no ayuda mucho. Llamar a alguien “hipster” siempre es una licencia para despertar todo tipo de odios. Toda vez que el término tiene connotaciones mezcla de holgazanería y organizaciones benéficas, la imagen de hipsters y vales de comida está diseñada para provocar la conclusión de que alguien se está aprovechando, indolentemente, del sistema. Ciertamente, en esos términos jugaba el blog de la revista libertarian Reason, que se mofaba de la noción de que alguien pudiera merecer asistencia económica y al mismo tiempo dedicarse al arte y vestir ropa extraña.

Uno no podría esperarse nada mejor viniendo de libertarians, que han construido su entera ideología en torno a la cosmovisión de un niño de doce años. Pero no son los únicos que reaccionan a historias de este tipo con ira y desprecio antes que con empatía. Tomad en consideración el siguiente comentario, dejado justo debajo de la respuesta de mi amigo al artículo sobre él:

“Lo siento pero eres un egoísta y un parásito quejica. Y puedo decirlo porque soy una mujer de mediana edad y llevo dos años intentando encontrar un trabajo sin éxito, aunque tengo una carrera en un ámbito bastante solicitado. Tengo unos ahorros menguantes y dos hijos. Por haberme quedado en casa con ellos dos años no reunía las condiciones para un subsidio por desempleo y eso también ha dañado mi empleabilidad. A pesar de todo esto, nunca he recurrido a las ayudas públicas y nunca lo haré. Además, tengo un problema de espalda incorregible mediante cirugía así que sufro dolores las 24 horas del día. Aun así, he cogido trabajos temporales y nos hemos ajustado el cinturón de muchas maneras. Estoy orgullosa de mi fortaleza y de mi ingenio, porque conseguiremos salir de esta y mis hijos aprenderán lecciones valiosas de mi independencia”

Aquí tenemos a una persona que ha sido marginalmente empleada por dos años, que sufre dolores veinticuatro horas al día, y que antes que demandar algo mejor para sí misma, ¡pide que el resto de la gente sufra más!

Es un discurso voluble y despiadado muy extendido en Internet, pero este ejemplo merece ser tenido en cuenta porque el sentimiento que expresa no es para nada un caso aislado. Esta actitud –un resentimiento miserable y mezquino– es tristemente común incluso entre la clase obrera. A veces parece no ser más que el sentimiento de que la justicia consiste en que los demás sean tan miserables como tú. Hasta cierto punto, es una actitud que refleja nuestras bajas expectativas, y puede ser parcialmente achacado a la debilidad de la izquierda y la derrota de su proyecto histórico: cuando no crees que ningún cambio social positivo es posible, queda poco en lo que confiar más que la amargura y el resentimiento.

Este resentimiento está también en el corazón de buena parte del odio a los “hipsters”. La gente ve a otras personas, perciben que tienen vidas que son más fáciles, más frescas o más divertidas que las suyas, y en lugar de cuestionar a la sociedad que les dio esa suerte, exigen conformidad y miseria a los demás.

Pero, ¿por qué? La falsa (pero no sin algo de verdad) insinuación de que los hipsters son todos jóvenes blancos subvencionados por sus padres ricos legitima esta posición, pero aunque esto fuera así, no haría más sensata la actitud de desprecio. Incluso si las vidas creativas y agradables solo son accesibles para los privilegiados, eso no es tanto un hecho condenatorio sobre ellos como una acusación de una sociedad que tiene tanta riqueza y sin embargo solo permite que unos pocos puedan aprovecharla, mientras que otros se ven obligados a desperdiciar sus vidas encadenados a trabajos inútiles e hipotecas hinchadas.

La rabia dirigida a la figura del hipster que se sirve de los cupones de comida sólo es inteligible en términos de una base ideológica podrida: una ideología que simultáneamente glorifica el sufrimiento de los explotados y envilece a aquellos entre los desposeídos que son vistos como no suficientemente trabajadores e independientes. Esta ideología se refiere a algunas actividades (el arte) como inútiles y parasitarias, y a otras (trabajos temporales) como el paradigma de la independencia y la autosuficiencia, sin ninguna justificación aparente.

Esto es lo que hemos aprendido a llamar ética del trabajo; pero la vehemencia con la que se expresa enmascara su creciente vaciedad. Porque, ¿quién cuenta como un buen trabajador, o como un trabajador en absoluto?

La ética del trabajo es un elemento fundacional del capitalismo moderno: asegura la legitimidad general del sistema, y dentro del ámbito individual de trabajo motiva a los trabajadores a ser económicamente productivos y políticamente inactivos. Pero el amor al trabajo no es algo que llegue fácilmente a los trabajadores, y su construcción durante siglos fue un logro monumental para la clase capitalista.

Después de años de lucha, la disciplina fue impuesta sobre la población pre-capitalista que rechazaba el tiempo de trabajo medido y reglamentado y era propensa a tomarse el “Saint Monday” de descanso siempre que hubieran estado demasiado borrachos el domingo anterior. En Estados Unidos, surgió una ética protestante que equiparaba el trabajo, la salvación y la virtud moral, en una economía compuesta por artesanos y pequeños agricultores, y que se mantuvo a duras penas mediante la transición hacia formas de trabajo industrial extenuantes y alienadas.

En el siglo XX, la guerra constante y el compromiso fordista entre trabajo y capital dotaron a la ética del trabajo de justificación moral y material: en tiempos de guerra, el trabajo podía ser equiparado con el esfuerzo patriótico por la preservación de la nación, mientras que los años dorados de posguerra reposaban en el entendimiento de que si los trabajadores se subordinaban a la disciplina de trabajo capitalista, podrían ser premiados con los réditos resultantes del aumento de la productividad bajo la forma de aumentos salariales.

A día de hoy, la ética del trabajo todavía sirve como un valor guía desde un extremo del espectro político hasta el otro. La derecha, incluyendo su versión “Tea Party”, se presenta como una defensora de la mayoría trabajadora contra los vagos y perezosos. Por tomar un ejemplo reciente, un candidato republicano para gobernador en Carolina del Sur ha propuesto test de drogas obligatorios para los beneficiarios del seguro de desempleo, haciéndose eco de una propuesta previa del senador de Utah Orrin Hatch.

En la izquierda, la retórica de la “gente trabajadora” y las “familias trabajadoras” es omnipresente; de hecho, tras los ataques de Clinton al estado de bienestar, parece que los pobres sólo pueden justificar su existencia y su acceso a ayudas si pueden ser retratados de alguna manera como “trabajadores”. De ahí que el cuasi-tercer partido socialdemócrata del estado de Nueva York se autodenomine el “Partido de las familias trabajadoras”, y la manifestación de One Nation liderada por los sindicatos en Washington promoviera el lema “Poner a América de vuelta al trabajo”.

Tales apelaciones a la superioridad moral del trabajo y de los trabajadores suelen estar enraizadas en el productivismo: la noción de que los frutos de la riqueza y del trabajo de la sociedad deberían regresar a quienes realizan directamente el trabajo productivo. El productivismo es hostil tanto  a las élites en la cúspide de la sociedad como a los supuestos indigentes improductivos en la base, de ahí que su relación con la izquierda y la derecha sea ambigua.

Pero en la sociedad capitalista posindustrial, el “trabajo” se ha desconectado de cualquier concepción relativa a contribuir con un contenido específico o producir directamente algo. El trabajo es definido cada vez más formalmente como lo que hace la gente a cambio de un salario.

Con esta elisión, la base material de la ética del trabajo ha sido minada progresivamente, y hoy el absurdo de la ideología del trabajo se ha vuelto evidente. Ya que nunca se ha dado el caso en que el trabajo fuera recompensado en proporción a su contribución, ahora es bastante obvio que el trabajo asalariado no es idéntico a la actividad productiva, y que las recompensas al trabajo han perdido cualquier conexión con el valor social o con el atractivo del trabajo realizado.

De hecho, a veces parece que la distribución de los salarios es, en una primera aproximación, el reverso exacto de la utilidad social del trabajo. Por tanto, los trabajadores de los ámbitos más cercanos a las  necesidades fundamentales (alimentación y vivienda) son trabajadores de la construcción no sindicados y temporeros migrantes, afortunados si acaso ganan el salario mínimo. Al mismo tiempo, a los banqueros se les dan millones por la invención y el comercio de sofisticados derivados de crédito, a pesar de que la mayor parte de su trabajo es equivalente – y, como hemos descubierto recientemente, un poco más que destructivo – a apostar por el resultado de la Super Bowl.

Esta inversión perversa de los valores también tiene una cualidad fractal, de modo que incluso las distintas actividades individuales parecen sostenerse sobre la misma relación inversa entre los salarios y el valor social. Los cirujanos plásticos tiene trabajos más fáciles y salarios vastamente mayores que los pediatras, y ser un famoso peluquero de mascotas es más lucrativo que trabajar en un refugio de animales.

Sea bueno su arte o no, mi amigo artista que subsiste con los cupones de comida contribuye más a la sociedad que los brokers de Lehman Brothers, simplemente no arruinando el sistema financiero global. Bien pudo haber contribuido más que nuestra comentarista anónima con sus trabajos temporales, si acaso se parecían a alguno de los trabajos temporales que he tenido: ingresar solicitudes de seguro rechazadas en el ordenador de la compañía de seguros, por ejemplo, podría ser un pequeño paso contra una decisión inhumana tomada por una industria que ni siquiera debería existir.

Nótese, además, que la defensa de su valía por parte de la comentarista estaba basada en sus trabajos temporales y su rechazo a las ayudas públicas, y no en una de las pocas actividades que son ampliamente aceptadas como trabajo humano necesario y valioso –criar niños, por ejemplo.

En este contexto, parece imposible hablar del valor del trabajo duro sin cuestionar tanto la igualación del trabajo útil con el trabajo asalariado, como la cuantía de los salarios con el valor social. Pero la ideología de la ética del trabajo es, no obstante, poderosa, porque asegura a las personas que sus vidas tienen sentido y son valiosas, en tanto que se insertan en el trabajo asalariado.

Las ideologías pueden ir dando tumbos por mucho tiempo, aunque se encuentren en una fase zombi, incluso cuando las condiciones históricas que las originaron han desaparecido por completo. La ética del trabajo, en todas sus formas mórbidas, bien puede haber degenerado de tragedia en farsa, pero eso no será suficiente para abolirla. Necesitamos una alternativa que erigir en su lugar.

Nos rodean los hilos de una ética diferente, si pensamos en todas las formas sutiles en que nuestras actividades contribuyen a la riqueza social al margen del trabajo asalariado.

Las feministas fueron las pioneras, mostrando cómo todo el capitalismo, y toda la historia humana, se basaba en una vasta e invisible estructura de trabajo reproductivo, llevado a cabo principalmente por mujeres, y mayoritariamente no remunerado. El nacimiento de nuevas ideologías de producción comunal, como el Open Source y las licencias Creative Commons, han revelado cuánto es posible sin el incentivo de un salario. Incluso los nuevos barones de la era digital, Google y Facebook, son instructivos a este respecto. Su valor reside, al nivel más básico, en el trabajo de millones de usuarios que proveen contenido e información gratuitamente. 

Si es crecientemente imposible disociar en la actividad humana las partes productivas de las no productivas, entonces podemos reconstruir el viejo dogma productivista de una forma nueva: todo el mundo se merece ser provisto de los medios necesarios para vivir una vida digna, porque todos estamos ya contribuyendo a la producción y reproducción de la sociedad misma.

El tipo de política social que se sigue de esta posición debería ser muy diferente de los restringidos programas de cupones de alimentos, cuya estrechez hace que sea fácil demonizar a un grupo de la sociedad tildándolo de parásito –ya sea el grupo demonizado las welfare Queens[1] de los 90, ya sean los hipsters con vales para alimentos de hoy.

En lugar de los pobres “merecedores” o “trabajadores”, con sus connotaciones de juicio moral y control social autoritario, es hora de comenzar a hablar el lenguaje de los derechos económicos y sociales. Por ejemplo, el derecho a una Renta Básica Universal, un medio para vivir una vida digna a un nivel básico que sería proporcionado, incondicionalmente, a todo el mundo.

Contra la odiosa política de la ética del trabajo, es hora de argumentar que algunas cosas deberían ser garantizadas para todos, simplemente en virtud de su humanidad. Incluso a los hipsters.



[1] Término doblemente peyorativo usado en EEUU y Reino Unido para referirse a madres que acumulaban demasiadas ayudas sociales, fuera de manera fraudulenta o no, y con una connotación racial dirigida a las madres negras. NdT.

 

ha escrito Life After Capitalism y es editor de jacobinmag.com
Fuente:
https://www.jacobinmag.com/2011/01/hipsters-food-stamps-and-the-politics-of-resentment
Traducción:
Sergio Vega Jiménez

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