Sudán del Sur: Piedras que se mueven y árboles que hablan

Anna Martin

20/08/2016

Reseña de Nick Turse, 2016, Next Time They’ll Come to Count the Dead: War and Survival in South Sudan, Chicago, Haymarket Books

En 2012, John Kerry afirmó ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos que su país había “ayudado a «comadronear» en el parto de la nueva nación” de Sudán del Sur. El verbo, que pronto se puso de moda, es revelador, no solamente respecto a los motivos y cosmovisión del orador y del gobierno que representa sino que también plantea la pregunta de a qué criatura se refiere. ¿Qué revela el vocablo? Pues, para comenzar, los que venden la fantasía de la «comadrona» suprimen al pueblo sud-sudanés de la historia larga y traumática de su lucha por la liberación contra el Norte que se remonta, por lo menos, al año 1955 y la Rebelión de Torit, impúdicamente obviando el hecho de que EEUU estuvo durante muchos años del lado del opresor. Cuando se formó el SPLM/A (Movimiento/Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán) en 1983, el gobierno en Jartum era el que recibía más ayuda y armas de EEUU en toda África. La relación se deterioró sólo cuando Jartum apoyó a Saddam Hussein y, especialmente, después del 11-S, porque se supo entonces que el régimen había brindado abrigo a Osama bin Laden.

De injerencias exteriores Sudán de Sur sabe mucho. Se remontan al menos a los esclavistas egipcios del tercer milenio a.n.e., hasta los misioneros cristianos del siglo XIX, el régimen torpe del gobernador general Charles George Gordon quien, así los ingleses lo creían, había traído la paz y una gobernanza ordenada a un territorio tan enorme como Europa occidental. Eso fue antes de que le cortaran la cabeza. La posterior intromisión tóxica del magnate de la minería británico, Tiny Rowland, que financiaba a políticos a lo largo y ancho del continente en los años ochenta y apoyaba tanto al norte como el sur de Sudán para prolongar la guerra ya que creía que de esta manera podría acceder a zonas ricas en minerales fuera del control gubernamental. Así pues, EEUU no puede llevarse todo el mérito pero sí que tuvo un papel en los dolores del parto del estado independiente de Sudán del Sur. Los supervisores, o los que blandían el fórceps en el alumbramiento de esta  “soberanía por cualquier medio necesario”, incluyeron al poderoso lobby pro-israelí (ya que Sudán del Sur se ha comprometido a vender petróleo a empresas israelitas y es un buen comprador de su tecnología de vigilancia y armas) y, evidentemente, los intereses petroleros de EEUU, teniendo en cuenta sobre todo la ya influyente presencia en el país de China y su Corporación Nacional de Petróleo.

La relación cómoda entre las élites de Washington, de la ONU y de Sudán del Sur es un trasfondo importante del libro de Nick Turse porque explica por lo menos en parte los silencios espantosos sobre los que escribe. Se sabe que, entre 2014 y finales de 2015, el gobierno de Sudán del Sur gastó unos $2,1 millones con empresas de relaciones públicas y grupos de presión para retocar su imagen aunque más de 5 millones personas de su pueblo necesitaban imperiosamente asistencia humanitaria y casi tres millones habían huido de sus casas. Incapaz de pagar a sus funcionarios, el «gobierno» que necesitaba el lavado de imagen está presidido, de manera intermitente, en una colaboración altamente volátil, por Salva Kiir y Riek Machar, de las tribus dinka y nuer respectivamente con una larga historia de enemistad que los dos reviven de vez en cuando manipulando los sentimientos tribales entre sus facciones dentro (más o menos) del SPLA, que hoy por hoy es supuestamente el ejército regular del país. Recibieron también un poco de maquillaje de regalo de la jefe de la misión de la ONU, la ampliamente criticada y nada protectora UNMISS, Hilde Johnson, que tiene afición por referirse a sus amigos poderosos del SPLA como «luchadores por la libertad» o «camaradas». Hay más colegas tapadores, incluso ya hace décadas la camarilla de empollones en políticas estadounidenses que se llamaban por nombres tan graciosos como «Emperador», «Emperador Adjunto» o «Portador de la Lanza», dos de los cuales por lo menos ya son consejeros especiales de Salva Kiir.

Respecto a la noción habitual de funciones de gobierno, cuesta describir como tal lo que tiene Sudán del Sur. Durante más de dos décadas diversas organizaciones humanitarias (muchas de ellas dirigidas por grupos fundamentalistas cristianos) han conquistado pequeños imperios en la gestión cotidiana del país, así configurando una especie de «república de las ONG». Las consecuencias dañinas para la gobernanza son enormes. Puede que se hayan apropiado de poderes estatales, pero no tienen la capacidad de solucionar problemas a nivel nacional, por ejemplo la respuesta ante emergencias en una situación catastrófica de guerra civil real o amenazante, y sus desastres concomitantes de hambruna, refugiados y muertos insepultos. En uno de los países más armados per cápita del mundo, la acumulación de armas tiene prioridad  frente a la salud, la educación, la administración pública, la infraestructura y sobre todo la justicia.

El libro de Nick Turse trata sobre la justicia. Da voz a las víctimas actuales de la última ronda de siglos de injerencia que tiene que enmascararse con palabras como «comadrona» o «tiempo de esperanza» que es la manera escogida por el presidente Obama de describir la nueva época introducida por dos señores de guerra rivales. Esta elección de palabras implica, obviamente, que las víctimas deben ser amordazadas o, peor todavía, ni mencionadas siquiera una vez muertas. Por lo tanto, “año tras año el presidente Obama ofreció exenciones para esquivar la Ley de Prevención de los Niños Soldados de 2008 con la cual el Congreso prohibía a EEUU proporcionar asistencia militar a gobiernos que dependen de los niños para engrosar sus filas”, para seguir dando su apoyo a conocidos criminales de guerra. Una apuesta para hacer la vista gorda que tendría resultados horripilantes en la guerra civil inevitable que estalló en 2013. El dolor que describen los informantes de Turse es insoportable y aún peor es saber que los gobiernos occidentales han desatado la “oscurecida marea de sangre” (de la que habla William Butler Yeats) en un parto atroz. No es extraño que Turse cite a  Macbeth: “La sangre llama a la sangre” (pág. 11).

Las líneas que siguen esta profecía de Macbeth —Se ha sabido de piedras que se mueven y de árboles que hablaron. / Augurios y otras relaciones entendidas han […] / descubierto / al más oculto de los asesinos— describen cabalmente la labor que Turse hace con este libro. Cuando las lápidas se mueven y los árboles hablen, cuando los responsables sean castigados, sólo entonces tendrán los muertos un poco de justicia. Y cuando los crímenes son tan monstruosos que no existen lápidas, pues las “relaciones entendidas” tienen que susurrar la verdad. “No deben matar a las viejas” (Bor, pág. 45); “Tuvimos que recoger los restos humanos para esconder el pasado” (alcalde de Bor, pág. 56); “Me dieron un arma […] seguía a los hombres que mandaban” (Osman, 15 años, pág. 66); “Quiero ir a la escuela” (Zuagin, niño soldado de quizá 15 años, pág. 70); “Nos pusieron en fila al lado de un edificio y comenzaron a dispararnos” (un hombre nuer, Malakal, pág. 93); “Mataron de un tiro al bebé delante de su madre” (mujer en Bentiu, pág 119); “Mira, que vamos a violar a tu hija” (milicianos pro gobierno a una mujer de Unity State a cuya hija pequeña violaron, le prendieron fuego y luego violaron a otra hija, págs. 119-120). Las “relaciones entendidas” aquí dan un retrato del “gobierno” al que Hilde Johnson quiere apoyar con más «compromiso internacional».

Hasta los cadáveres tienen que ser amordazados. Nadie sabe cuántos hay, quienes son o dónde están. Pero “Naming the Ones We Lost” (Nombrar a la Gente que Hemos Perdido) es un proyecto sin apoyo financiero que aspira a hacerlo, “precisamente porque ni el gobierno, ni la oposición, ni las ONG extranjeras, ni los grupos de la sociedad civil se han molestado en identificar a las víctimas del conflicto de Sudán del Sur”. Este “trabajo tan singular”, dice Turse, “tiene el objetivo de plantar las semillas de rendición de cuentas en este país que, en todos los otros sentidos, está despojado de justicia” (pág. 105). Las edades de las primeras siete víctimas, tres generaciones, en una hoja de cálculo “de dolor, de lamentos y de pérdidas” vista por Turse, eran 11, 81-85, 15, 12, 28, 31-35 y 14 años (pág. 105). Gente estimada y valorada por sus familias y comunidades. Pero estas vidas tan importantes pasan desapercibidas en las ONG que no quieren dar su apoyo al proyecto. No obstante, el activista sudanés de derechos humanos, Edmund Yakani, sí que quiere hacerlo. “Este argumento —primero la paz y luego la justicia— es erróneo. La paz es un resultado de la justicia” (pág. 73). La mera idea es tan peligrosa que Yakani ha sido amenazado por nada menos que el Servicio Nacional de la Seguridad, pero “Renunciar no es una opción” (pág. 111). Entre sus múltiples proyectos que intentan introducir la justicia en Sudán del Sur hay una base de datos, una “enciclopedia de horrores” (pág. 107) elaborada a partir de “Formularios de las Declaraciones de Testigos de Sudán del Sur” que están constituídas a partir de páginas de preguntas detalladas.

A pesar de las palabras bonitas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, mucha gente de muchas partes del mundo no tiene derechos, incluso— o sobre todo— cuando muere asesinada por las fuerzas gubernamentales. Sólo hay que realizar el ejercicio mental de trasladar la experiencia de la madre que vio a los milicianos violando a sus dos hijas y prendiendo fuego a la pequeña, hasta las calles de Chicago, Berlín o Londres e imaginar el clamor. Lo que describe Nick Turse pasó en Sudán del Sur… pero no es que los sudaneses sean menos elocuentes que sus compañeros humanos en Occidente. Simplemente no se oyen porque pocas personas piensan que su dolor sea suficientemente importante como para informarse de ello, y porque unas cuantas más están muy bien informadas y tienen que silenciarlo.

Nick Turse es una muy honrosa excepción. Un periodista de Sudán del Sur que no puede hablar (porque en su país acosan, detienen, secuestran y matan a los periodistas que hablan) le pidió que escribiera “el primer borrador de esta historia”, aunque Turse estaba pensando en otro libro muy diferente. Aceptó el reto e hizo un paso hacia la justicia en este país devastado. Pero en una entrevista reciente dice: “Los antiguos agravios han sido simplemente encubiertos. Espero sin esperanza, pero me temo que en los meses o años venideros vamos a ver el derrumbamiento del país convertido en otro conflicto. Me temo que será aún peor que lo que pasó en 2013. Espero sin esperanza que me equivoque pero me temo que la guerra volverá a Sudán del Sur”. Lamentablemente, la situación actual del triunfo temporal de Kiir sobre Machar y los agravios que siguen hirviendo entre los «luchadores por la libertad» parece augurar que el miedo de Turse es justificado. Y si la guerra vuelve a Sudán del Sur ¿quién se responsabilizará del crecimiento sano del niño tan deseado que fue tan irresponsable y rudamente «comadroneado»?

Periodista
Fuente:
http://www.counterpunch.org/2016/08/15/moving-stones-and-speaking-trees-the-war-in-south-sudan/
Traducción:
Anna Martin

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