Timos divinos. Creyentes moderados dan cobertura a fanáticos religiosos y son totalmente ilusos

Sam Harris

09/04/2007

Pete Stark, un demócrata de California, se ha presentado como el primer congresista de los Estados Unidos que ha reconocido no creer en Dios. En un país donde el 83% de la población cree que la Biblia es la palabra literal o “inspirada” del creador del universo, ello implica coraje político.

Evidentemente, pueden imaginarse que los manipuladores de Cicerón en el siglo I a.n.e. perdieron algunas horas de sueño cuando éste comparó los relatos tradicionales de los dioses grecorromanos con “sueños de locos” y la “demente mitología de Egipto”.
La mitología está donde todos los dioses van a morir y parece que Stark se ha asegurado un lugar en la historia americana sólo por el hecho de admitir que debería cavarse una nueva tumba para el dios de Abraham, el tirano celoso, genocida, mojigato y contradictorio de la Biblia y el Corán. Stark es el primero de nuestros líderes en demostrar un nivel de honestidad intelectual parangonable al de un cónsul de la antigua Roma. Bravo.

La verdad es que no hay persona alguna en la Tierra que albergue ninguna buena razón para creer que Jesús resucitara o que Mohammed hablara al ángel Gabriel en la tumba. Y actualmente millones de personas pretenden que tales cosas son ciertas. Resultado de ello es que ideas de la edad de hierro siguen dividiendo por doquier nuestro mundo y subvirtiendo nuestro discurso nacional sobre cualquier asunto, ya sea éste el sexo, la cosmología, la igualdad de género, la inmortalidad del alma, el fin del mundo o la validez de las profecías. Muchas de estas ideas, por su propia naturaleza, obstruyen la ciencia, avivan el conflicto y malgastan recursos escasos.

Obviamente, la religión no es monolítica. Dentro de cada confesión puede observarse a personas situadas a lo largo de un amplio espectro de creencias. Un cuadro de círculos concéntricos de razonabilidad menguante: en el centro están los creyentes más puros de entre los puros: ­yihadistas islámicos, por ejemplo, que no solamente apoyan el terrorismo suicida, sino que son también los primeros en convertirse ellos mismos en bombas, o el dominionismo, que incita abiertamente a ejecutar a homosexuales y blasfemos.

Fuera de esta esfera de maníacos, hay millones que comparten sus puntos de vista pero carecen de su entusiasmo. Más allá de éstos, se hallan muchedumbres beatas que respetan las creencias de sus hermanos trastornados, pero que disienten de ellos en pequeñas cuestiones doctrinales ―ni que decir tiene que el mundo avanza hacia el fin y que Jesús aparecerá en el cielo como un superhéroe, aunque no podamos estar seguros de si ello sucederá durante nuestra vida.
En el círculo siguiente se encuentran creyentes moderados y liberales de matices variados, gentes que siguen apoyando el proyecto que ha dividido a nuestro mundo entre cristianos, musulmanes y judíos, pero que están menos prestas a profesar certezas en torno a dogma de fe alguno. ¿Jesús es de verdad el hijo de Dios? ¿Nos reencontraremos con nuestras abuelitas en el cielo? Moderados y liberales no están muy seguros. Consideran a los que están más hacia el centro como demasiado inflexibles, dogmáticos y hostiles a la duda, mientras que éstos, en general, ven a los que están hacia fuera como corruptos por el pecado, la falta de voluntad y de enseñanza religiosa.
El problema reside en que si uno se coloca en este continuum, protege a los fanáticos de la crítica. Los fundamentalistas cristianos corrientes, al mantener que la Biblia es la palabra perfecta de Dios, apoyan involuntariamente a los dominionistas, millones de hombres y mujeres que trabajan silenciosamente para hacer de nuestro país una teocracia totalitaria con reminiscencias de la Ginebra de Juan Calvino. Los cristianos moderados, por su fidelidad persistente a la divinidad única de Jesús, protegen del escarnio público la fe de los fundamentalistas. Los cristianos liberales, que no están seguros de creer por la mera experiencia de acudir a la iglesia de vez en cuando, privan a los moderados de la pertinente confrontación con la racionalidad científica. Y así han pasado siglos sin que se dijera una sola palabra sincera sobre Dios en nuestra sociedad.
Personas de todas las confesiones ―y de ninguna confesión― cambian con regularidad sus vidas a mejor por buenas y malas razones. Y todavía se presentan esas transformaciones como pruebas en favor de algún credo religioso específico. No hay duda de que los cristianos tienen momentos de claridad de vez en cuando, como los politeístas hindúes y los ateos. Por eso, ¿cómo puede alguien imaginar que su experiencia de sobriedad da crédito a la idea de que el ser supremo contempla desde lo alto nuestro mundo y que Jesús es su hijo?
Es incuestionable que mucha gente hace cosas buenas en nombre de su fe, si bien existen mejores razones para ayudar a los pobres, alimentar a los hambrientos y defender a los débiles que creer que un amigo imaginario quiere que lo hagan. La compasión es más profunda que la religión. Es éxtasis. Es hora de que admitamos que los seres humanos pueden ser profundamente éticos ―e incluso espirituales― sin pretender que saben cosas que no saben.
Esperemos que el candor de Stark inspire a otros en nuestro gobierno a admitir sus dudas sobre Dios. Es más, es hora de que rompamos este hechizo en masa. Todas las “grandes” religiones del mundo trivializan completamente la inmensidad y belleza del cosmos. Libros como la Biblia y el Corán casi consiguen que cada hecho significativo sobre nuestro mundo y nosotros sea erróneo. Cada ámbito científico ―desde la cosmología hasta la psicología o la economía― ha suplantado y superado el saber de las Escrituras.

Todo lo valioso que la gente consigue de la religión puede lograrse más sinceramente, sin suponer nada con datos insuficientes. El resto es autoengaño, música.

Sam Harris es autor de The End of Faith: Religion, Terror and the Future of Reason, así como de Letter to a Christian Nation.

Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Escribano

Fuente:
Los Angeles Times, 16/03/07

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