Vivir y trabajar en un mundo justo y sostenible

Yayo Herrero

20/04/2014

La defensa del territorio y de los recursos naturales ha sido percibida en muchas ocasiones como un freno a la creación y mantenimiento del empleo, enfrentando las posiciones del movimiento ecologista y sindicalista. Pero cada vez es más claro que la destrucción de empleo es consecuencia de la voraz y depredadora economía capitalista que también arrasa con la naturaleza. Por ello, la necesidad de reconvertir la economía debe impulsar un necesario debate entre ecologismo y sindicalismo, un diálogo que permita afrontar con urgencia las necesarias transiciones y realizar propuestas viables en lo biofísico y justas en lo socioeconómico.

En las últimas semanas los medios de comunicación repiten sin descanso que el Estado español empieza a salir de la crisis, que se empiezan a observar signos de reactivación económica. Eso sí, estos medios señalan que el desempleo no disminuirá aún en mucho tiempo y que para retomar la senda del crecimiento será preciso mantener con fuerza las medidas de austeridad, no sea que el prometedor camino de recuperación que ha iniciado la economía se malogre.

Hoy ya casi nadie duda que el período de la burbuja inmobiliaria fue una gran estafa. La aspiradora del crecimiento desatado se llevó por delante, además de más empleos de los que creó, una buena parte del litoral de la Península –dejándolo sembrado de adosados que permanecen ocupados 22 días al año–; fragmentó y cementó el territorio construyendo aeropuertos sin aviones, puertos sin barcos, tramos de trenes de alta velocidad que apenas se usan o carreteras por las que no circula un número suficiente de coches que hiciera racional su construcción; se desarrollaron complejos turísticos, macrourbanizaciones y parques temáticos que hoy son una ruina…

El argumento que otorgó legitimidad social al desarrollo de muchos de estos proyectos fue la creación de empleo y de riqueza social. En muchas ocasiones, el movimiento ecologista se encontró enfrentado en sus posiciones al movimiento sindical. La defensa de la conservación del territorio, de los bienes y recursos finitos ha sido percibida mayoritariamente como un freno a la creación y mantenimiento del empleo.

Hoy, con una buena parte del territorio arrasado, con un buen número de infraestructuras inútiles que es preciso rescatar y con unas brutales tasas de desempleo cabe preguntarse si realmente es razonable una oposición entre sindicalismo y ecologismo, o si más bien, es el propio sistema económico capitalista y el tipo de sociedades que genera los que se oponen a la posibilidad de crear sociedades justas asentadas en un planeta que tiene límites.

Lo que ha destruido el empleo durante los últimos años ha sido justamente la economía voraz, depredadora, bulímica y, con frecuencia corrupta, que el ecologismo social lleva denunciando desde hace décadas.

Se quiera o no se quiera, la humanidad tendrá que vivir con menos energía y materiales y sería deseable que el conjunto de los movimientos sociales fuesen capaces de articular una resistencia y generación alternativas acordes con la complejidad de la crisis. La necesidad de reconvertir el metabolismo de la economía debería impulsar un necesario debate entre ecologismo y sindicalismo, un diálogo que permita afrontar la urgencia de estas transiciones y realizar propuestas viables en lo biofísico y justas en lo socioeconómico.

Y no es algo sencillo porque exige darle la vuelta a algunas piezas que cimentan nuestro armazón cultural y que fuerzan a mirar la realidad con unas lentes que la distorsionan.

En guerra con los cuerpos y la naturaleza

El sistema económico capitalista y todo el armazón cultural que le acompaña se han desarrollado en contradicción con las dos dependencias materiales que permiten la vida. Ignoran la existencia de límites físicos en el planeta y ocultan y minusvaloran los tiempos necesarios para la reproducción social cotidiana. Crecen sin observar límites a costa de la destrucción de lo que precisamente necesitamos para sostenernos en el tiempo. Se basan en una creencia peligrosa para el futuro de los seres humanos: la de una falsa autonomía, tanto de la naturaleza como del resto de las personas.

Solo se podrá salir de una forma digna de esta crisis planteando otras preguntas: cómo debemos habitar la tierra; qué mantiene vivas a las personas y, por tanto, qué debemos conservar; cuáles son las necesidades que hay que satisfacer para todas; cómo se distribuyen los bienes y el tiempo de trabajo; quiénes y cómo toman las decisiones en nuestras sociedades...

La mirada reduccionista del capitalismo otorga valor económico únicamente a aquello que se puede medir en términos monetarios. Esta simplificación elimina del campo de estudio económico una buena parte de los procesos, dinámicas y trabajos que son imprescindibles para el mantenimiento y conservación de la vida humana y no humana. Ni el ciclo del agua, ni la fotosíntesis, ni la crianza pueden ser analizadas a partir de su precio y por tanto son invisibles al proceso económico. La reducción del campo del valor a lo exclusivamente monetario transforma la noción de lo que es objeto de estudio económico y expulsa del campo de estudio económico a la complejidad de la regeneración natural y todos los trabajos humanos que no formaban parte de la esfera mercantil, que pasaron a ser invisibles.

La producción, desde esta perspectiva pasa a ser cualquier proceso en el que se genera un excedente social medido en magnitudes monetarias. La producción deja de ser el proceso cíclico de obtención de bienes y servicios para ser el mero incremento de los agregados monetarios.

Cuando la producción se mide exclusivamente en euros, la economía y la sociedad dejan de preguntarse por la naturaleza de lo que se produce y denominamos igualmente producción a aquello que destruye la posibilidad de que exista una vida buena y a lo es necesario para sostener la vida.

El precio de un determinado artefacto o producto no incorpora la inevitable generación de residuos que acompaña a cualquier proceso de transformación, ni tampoco el agotamiento de recursos finitos, ni la explotación de trabajadores y trabajadoras... Si no restamos en ningún lugar todas las externalidades negativas, lo que deseamos es que crezca la producción de lo que sea –sin valorar si es socialmente deseable o no– al máximo posible, aunque a la vez que aumentan los ingresos debidos a dicha producción, también crezcan todos los efectos negativos colaterales que la acompañan.

Así, a base de ignorar el agotamiento y el deterioro de la capacidad de regeneración de la naturaleza, es como se ha llegado a construir el dogma intocable de la economía convencional: el que defiende que cualquier crecimiento económico, independientemente de la naturaleza de la actividad que lo sostiene, es positivo en sí mismo, constituyendo la única forma de garantizar el bienestar social.

La necesidad de que la economía crezca sirve de justificación lo mismo para arrebatar derechos laborales, que para destruir el territorio, para eliminar servicios públicos o para reformar el código penal... Y las personas lo tenemos tan incorporado en nuestros esquemas racionales que apenas se escuchan voces críticas que denuncien la falacia y el riesgo de perseguir el crecimiento económico como un fin en sí mismo, sin preguntarse a costa de qué, para satisfacer qué y quién se apropia los beneficios de ese crecimiento.

Trabajo no es solo lo que se hace a cambio del salario.

Con el nacimiento de la industria y la reducción de lo económico a lo monetario, la noción de trabajo también se estrechó y pasó a ser concebido como aquello que se hacía en la esfera mercantil a cambio de un salario, y todas aquellas funciones que se realizaban en el espacio de producción doméstica que garantizaban la reproducción y cuidado de los cuerpos humanos pasaron a no ser nombradas, aunque obviamente seguían siendo imprescindibles tanto para la supervivencia como para fabricar esa nueva mercancía que era la mano de obra.

La nueva noción de producción exigió hacer el cuerpo apropiado para la regularidad y automatismo y lo convirtió una maquinaria de trabajo. Y su regeneración y reproducción no es responsabilidad de la economía que se desentiende de ellas, relegándolas al espacio doméstico.

El trabajo solo puede ser productivo, en el sentido de producir excedente, mientras pueda obtener, extraer, explotar y apropiarse trabajo empleado en producir vida o subsistencia. La "producción de vida es una precondición para la producción mercantil". El trabajo de las mujeres y la naturaleza es esencial para producir las propias condiciones de producción y por ello la destrucción de esta base material debería ser, a nuestro juicio, una grave preocupación para un sindicalismo que quiera mirar cara a cara la realidad. Lo contrario es hacer cada vez más profundo el hoyo en el que ya están hundidos muchos sectores. Cuanto más se tarde en abordar las reconversiones más difícil será hacerlo y puede que llegue un momento en el que sea físicamente inviable –por falta de energía y materiales– realizar el cambio de metabolismo económico. Algunos sindicatos, pocos todavía, ya han iniciado este trabajo.

La situación se agrava cuando la explotación en el trabajo mercantil se convierte a la vez en el medio de acumulación y, a través de la participación en el mundo del trabajo asalariado, en el salvoconducto que permite obtener derechos sociales y económicos. La posibilidad de cobrar una pensión, la protección cuando no se tienen medios de vida, o el acceso a los servicios públicos se obtiene participando precisamente en la esfera pública de la economía. Por tanto todas aquellas personas excluidas del trabajo remunerado, no tienen derechos sociales por sí mismas.

Es este el espacio mercantil, en el que la solidaridad y el apoyo mutuo de la vida están suspendidos porque se organizan en torno a la obtención de beneficios, el que organiza el tiempo y el territorio, es el que decide cómo intervenir en la naturaleza, el que elige la deriva de la investigación, el que pone y quita gobernantes, el que, a partir de las políticas de puertas giratorias, se funde con el poder político, el que corrompe a los corruptos, el que decide relegar en los hogares la reproducción social exigiendo los recursos que socialmente se destinaban al bienestar de la vida humana y el que dice quién está dentro y quién es desposeído...

Apenas unas décadas organizando el mundo bajo esta lógica nos ha sumido en una crisis material y social que amenaza con abocar a los seres humanos a una situación sin retorno: los picos del petróleo y materiales, el cambio climático, la destrucción de tierra fértil, la dificultad en el acceso a agua dulce, la generación de residuos y la contaminación, la crisis de reproducción social, el incremento de las desigualdades, el incremento de la violencia… Y además, este molino satánico que retrataba Polanyi, destruye también el empleo.

El absurdo de rebelarse contra los datos

Girar la trayectoria suicida a la que conduce organizar la vida en torno al lucro de unos pocos obliga a asumir algunos puntos de partida que suelen permanecer ocultos detrás de creencias que la cultura capitalista ha inoculado en el ADN de nuestras sociedades y que condicionan las deseables transiciones.

El primero de estos condicionantes tiene que ver con el inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía. No es un principio que se pueda o no compartir; es más bien un dato de partida. Los límites físicos del planeta obligan a ello. Se decrecerá materialmente por las buenas –es decir de forma planificada, democrática y justa– o por las malas –por la vía de que cada vez menos personas, las que tienen poder económico y/o militar, sigan sosteniendo su estilo de vida a costa de que cada vez más gente no pueda acceder a los mínimos materiales de existencia digna–.

Si asumimos la existencia de límites del planeta, es obvio que no va ser posible reactivar un crecimiento económico construido sobre las mismas bases materiales que el que existió las últimas décadas. No va a ser posible poner en marcha políticas neokeynesianas que precisen un elevado aporte de energía y materiales que beneficien a mayorías sociales. Pensar en este horizonte por fuerza más austero en lo material es una obligación para todos los movimientos sociales que tengan la emancipación y el bienestar humano como objetivo, y esto incluye al movimiento obrero.

El segundo condicionante tiene que ver con la interdependencia. Habitualmente el concepto de dependencia se suele asociar a la crianza, a la atención de personas enfermas o con alguna diversidad funcional. Sin embargo, la dependencia no es algo específico de determinados grupos de población, sino que como expone Cristina Carrasco "es la representación de nuestra vulnerabilidad; es algo inherente a la condición humana, como el nacimiento y la muerte".

Aceptar la interdependencia, condición para la existencia de humanidad, en sociedades no patriarcales supone que la sociedad en su conjunto se tiene que hacer responsable del bienestar y de la reproducción social. Ello obliga a cambiar la noción de trabajo y a reorganizar los tiempos de las personas: repartiendo el empleo remunerado y obligando a que los hombres y la sociedad se hagan cargo de la parte del cuidado que les toca.

Una tercera condición es el reparto de la riqueza. Si tenemos un planeta con recursos limitados, que además están parcialmente degradados y son decrecientes, la única posibilidad de justicia es la distribución de la riqueza. Luchar contra la pobreza es lo mismo que luchar contra el acaparamiento de riqueza. Será obligado, entonces, desacralizar la propiedad y cuestionar la legitimidad de la propiedad ligada a la acumulación.

La reconversión de la economía bajo esta lógica implicará dar respuesta a preguntas básicas: ¿qué necesidades hay que satisfacer para todas las personas? ¿Cuáles son las producciones necesarias para que se puedan satisfacer esas necesidades? ¿Cuáles son los trabajos socialmente necesarios para lograr esas producciones?

No pretendemos caer en la ingenuidad de sostener que esta transición será fácil y que no estará exenta de fuertes conflictos, pero es cierto que existen propuestas y pautas, muchas de ellas elaboradas desde el propio movimiento sindical. Probablemente incompletas e inmaduras. Seguramente no serán perfectamente coherentes unas con otras, y presentarán dificultades no imaginadas para poder ser materializadas pero, sin duda, constituyen un punto de partida para la reflexión. Suponen una plataforma para empezar a pensar… y probablemente la única opción realista si se desea seguir viviendo y trabajando en este planeta.

Yayo Herrero es coordinadora de Ecologistas en Acción.

Fuente:
http://www.ecologistasenaccion.org/article27765.html

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