Colombia: el presidencialismo caníbal

María Luisa Rodríguez Peñaranda

01/06/2008

Es harto sabido que las crisis de gobierno presidencial suelen ser caóticas, y en ocasiones, un verdadero desafío para la democracia. Tampoco se desconoce que los regímenes presidencialistas permiten el regateo de votos del ejecutivo al legislativo, debilitando a este último, y que los periodos fijos del presidente, cuando este es impopular, obstruyen las salidas institucionales a la pérdida de confianza en el gobierno por parte de los ciudadanos.

En Colombia, ya desde 1910, un grupo político autodenominado “Unión Republicana” diagnosticó que para contrarrestar el autoritarismo que el régimen presidencial favorece, debía establecerse un fuerte control político en manos del Congreso. Pero como la historia reciente les enseñaba –luego de la dictadura de Reyes con apoyo del Congreso— que el legislativo resulta ser sumamente sensible a los coqueteos del presidente, tal control resultaba teóricamente útil pero sumadamente limitado en la práctica. Por ello consideraron que además de la intervención del Congreso debían introducirse herramientas eficientes para que fuesen los ciudadanos quienes, vigilantes de la actuación estatal y con ayuda de una rama judicial fuerte e independiente, controlaran los desenfrenos del presidente. De modo que el republicanismo de comienzos del siglo XX estimó que la justicia debía asumir funciones de control no solamente jurídico, sino incluso político, dejando en sus manos nada menos que la defensa de la democracia.  

En el marco de los controles al presidente, la Unión Republicana planteó la necesidad de un estatuto de la oposición, pregonó el abandono del faccionismo y condenó el uso de la violencia con fines políticos; eliminó la reelección presidencial y reinsertó uno de los instrumentos más incomprendidos por el constitucionalismo dominante, la acción pública de inconstitucionalidad. Entendida, ésta última, como una herramienta de defensa de la Constitución, cuya titularidad debía recaer en los ciudadanos, facultándolos para  impugnar las leyes y decretos con fuerza de ley por considerar que vulneran la Constitución.

El legado republicano de la no reelección presidencial, como sustrato de la idea ateniense de que la rotación en el poder tenía una doble función –evitar el abuso y concentración de poder, así como ampliar la posibilidad de acceso a los cargos públicos— fue mantenido sin solución de continuidad desde 1910 y expresamente sostenido por la Constitución de 1991.

No obstante, con el arribo del Presidente Álvaro Uribe y su proyecto de “seguridad democrática” se aprobó la enmienda constitucional (Acto Legislativo 02 de 2004), posteriormente avalada por la Corte Constitucional (que reformó el art. 197 superior), levantando la prohibición y permitiendo la reelección presidencial por una sola vez.

Si bien aparentemente tal reforma constitucional no generaría por sí sola una modificación profunda del régimen, lo cierto es que, debido a las alargadas  competencias nominativas y regulativas del Presidente, y en especial, a su capacidad para influir en los órganos de control mediante la nominación de sus integrantes (la Junta Directiva del Banco de la República, la Corte Constitucional, el Procurador, el Fiscal), sin que se hubiese realizado un ajuste en los períodos de dichos cargos, colocó al Presidente en una situación de predominio y control del Estado desconocida en la historia reciente de Colombia. Esto desde lo institucional; a lo cual habría que sumar la actuación de los grupos armados de derechas y los servicios que amablemente éstos prestaron a los partidos amalgamados a Uribe, haciéndolos a todos beneficiarios por la vía de poner obra cualquier cosa que, mediante la fuerza y el terror, pudiera contribuir a manipular, modificar, y en últimas, exterminar el sufragio popular disidente.

A menos de dos años de la reelección y del avance simultáneo del  proceso de desmovilización del brazo armado del paramilitarismo, Colombia enfrenta una grave crisis, más que de gobierno, institucional.

Una crisis desatada por un cúmulo de eventos desafortunados, salidas de tono y escándalos políticos como: 1) La deshonrosa situación que vive el Congreso con 60 de sus representantes vinculados con la parapolitica y 30 de ellos efectivamente capturados, la mayoría pertenecientes a la coalición de partidos uribistas, gracias a la cual las reformas legislativas y constitucionales fueron aprobadas sin el menor tropiezo. 2) La confesión de una congresista, ahora entre rejas, de haber negociado con el mismísimo Presidente, a trueque de cargos políticos, su voto a favor de la reforma constitucional que permitiría la reelección presidencial. 3) La tentativa de evasión de la justicia por parte del también Senador Mario Uribe, primo del presidente, quien, al conocer la orden de captura que pesaba sobre él, buscó en vano asilarse en la embajada de Costa Rica, con el vergonzoso desenlace del carro blindado y los abucheos de las víctimas mientras lo conducían a la Fiscalía. 4) La propuesta, efímera pero reveladora, del gobierno de crear un nuevo tribunal que desplace a la Corte Suprema de Justicia y a su Sala Penal del proceso adelantado valientemente por ese tribunal para encausar a los responsables políticos de la parapolítica. 5) Las demandas que el propio presidente presentara ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, de mayoría progubernamental, contra el expresidente de la Corte Suprema, César Julio Valencia, por la acusación de este último de que el presidente lo llamó para interesarse por el proceso abierto contra su primo.

Sin duda, el entorno de denuncias mutuas, la desconfianza entre antiguos amigos, el fin de las coaliciones (planteada por el Comisionado de paz al pedir a todos los partidos uribistas que se autodisuelvan)  han sido generados por el artilugio más fortalecido por  el Presidente Uribe para desarticular a la guerrilla: la delación y la promoción de una “red de informantes”. De hecho, el malestar general en la política, y en los políticos, tiene como denominador común el miedo a que algún paramilitar los mencione dentro de las confesiones que, en el marco de la Ley de justicia y paz, se les exige para hacerse  acreedores a la rebaja de pena. Todo ello en un entorno de capturas cotidianas, y en la certidumbre de que esto apenas comienza y de que aún queda por judicializar el apoyo a la “parapolitica” en la mayoría de departamentos; encima, bajo un extendido rumor de que pronto empezaran a rodar cabezas de gremios, empresarios, militares y jueces.

Sin embargo, a despecho del nerviosismo que inunda el ambiente político,  el presidente continúa exhibiendo un flamante 83% de popularidad, mientras que el Congreso cayó 21 puntos, desplomándose hasta un 32% de aceptación popular. Se diría que hasta tanto los colombianos no asuman que esta crisis institucional compromete la estabilidad económica del país, o vena afectada su percepción de la seguridad ciudadana,  la imagen del presidente se mantendrá intacta.

En cambio, la debilidad del Congreso es evidente. Algunas de sus comisiones se encuentran sin el quórum suficiente para deliberar, y las vacantes de los congresistas encarcelados son, con frecuencia, llenadas con candidatos que obtuvieron votaciones inferiores a las requeridas para integrar órganos locales, lo que además impide que, aun teniendo la voluntad para adelantar una reforma política que les ayude a resolver la crisis, ello sea legítimo. Más allá de lo previsto, el presidencialismo actual ha sido capaz no sólo de deslegitimar al Congreso, sino que lo ha devorado.

Ante este panorama, en las últimas semanas se han generado una serie de propuestas que buscan hallar una salida a la crisis: cerrar el Congreso, convocar nuevas elecciones, realizar una nueva reforma constitucional que refunde los partidos políticos y destierre la parapolítica, la renuncia del presidente, etc. Propuestas, todas ellas, institucionalmente traumáticas e inciertas, y en cualquier caso, no previstas por el régimen.

Destaca, en este acúmulo de voces, la de Humberto Sierra, actual presidente de la Corte Constitucional, magistrado que avaló la reelección presidencial y que en medio de sonoros silencios ante la cuestión de la segunda reelección presidencial, dejó entrever un callado lamento “¡¡¿por qué aprobamos la reelección?!!”

María Luisa Rodríguez Peñaranda es profesora de Derecho Constitucional en la Universidad del Externado en Bogotá, Colombia.

Fuente:
www.sinpermiso.info, 1 junio 2008

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