Contra las malas justificaciones de la libertad de expresión

David Guerrero

19/07/2020

En la pasada edición de Sin Permiso incluimos la traducción de una carta publicada el 7 de julio en Harper’s Magazine. En ella, 153 intelectuales de renombre defienden la “justicia y el debate abierto” ante el “clima intolerante” que, presente hoy en ambos lados del espectro político, constriñe los márgenes de la discusión pública. El texto, cortísimo, gira alrededor de la apelación a un valor mínimo y común: el derecho a expresarse y debatir libremente. Este defendible acuerdo de mínimos, aunque permite una diversidad política elogiable entre los firmantes (por citar solo algunos extremos: desde Noam Chomsky y Gloria Steinem hasta Francis Fukuyama y David Frum), es también la gran debilidad del texto. Siendo una de las defensas de la libertad de expresión más difundidas de los últimos tiempos, la carta es peligrosamente insulsa.

Contextualizar el activismo “intolerante”

La primera tesis está bien clara. En los últimos tiempos, cierto activismo de izquierda, en lugar de combatir ordenadamente ideas con ideas, se habría vuelto filototalitario, optando en la exigencia de sus demandas por la censura de la disidencia, la imposición de homogeneidad ideológica u otras formas de activismo no solo retórico o verbal. Esta perspectiva queda patente en el primero de los tres párrafos: los recientes “llamamientos más amplios a una mayor igualdad e inclusión en toda nuestra sociedad”, si bien son calificados como una “necesaria rendición de cuentas”, habrían “intensificado también un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tiende a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias en favor de la conformidad ideológica”. Este tipo de comportamientos, “esperables” en la “derecha radical”, se estarían “extendiendo más ampliamente en nuestra cultura”.

Sin decir nada falso, el pretendido apoliticismo de la carta implica de entrada una victoria estratégica fundamental para el pensamiento conservador contemporáneo. En la última década, el conservadurismo político ha conseguido generar una boyante industria cultural basada exclusivamente en el encumbramiento de cualquier torpeza o equivocación cometidas por el activismo progresista en cualquier rincón del planeta. Los practicantes de este oficio parasitario –que tiene diversas artes: el youtuber, el columnista, el tertuliano, el editor de podcasts– suelen ser inclementes con los débiles e indulgentes con los poderosos que guardan las formas. Disfrazados de críticos culturales, solo parecen interesarse por los movimientos sociales cuando pueden describir algún error o anécdota especialmente “posmoderna” o bochornosa, pretendiendo así desacreditar proyectos políticos tan heterogéneos, ilustres, amplios e históricamente provechosos para el común de la humanidad como la lucha por la libertad sexual en todas sus variantes, el feminismo, el ecologismo o el antirracismo. Los logros de ese activismo nunca son noticia a la luz de cualquiera de sus errores.

No se puede negar la existencia de estrategias censoras o liberticidas, como muy bien señala la carta, e incluso dentro del propio activismo. Pero procedamos con cautela: no es deseable en ningún caso admitir como buena la imagen que del activismo de izquierda patrocinan los mayordomos del inmovilismo. Esta representación falsa y desequilibrada de los movimientos sociales –retorcida por el sadismo de quienes están apoltronados en alguna de las muchas dimensiones del statu quo, por la tozudez de quienes no comprenden la urgencia de los que están peor que ellos– es de muy viejo cuño. Es, además, el aliciente perfecto para desincentivar toda clase de acción colectiva, cuando no acaba siendo un pretexto para la represión de los “excesos”.

Por tanto, despachar a quienes se dedican activamente a realizar “llamamientos más amplios a una mayor igualdad e inclusión” apelando a que cierta “intolerancia” se está instalando en esos espacios políticos no es solo injusto, sino que deforma la realidad del activismo muy al gusto de aquellos que no quieren que nada cambie. Hay que repetir esto mucho más: una imagen real de quienes trabajan activamente por los derechos de las personas transexuales, de quienes se declaran feministas, antirracistas o animalistas (o forman parte de cualquier otro movimiento social) no puede estar solo conformada por las ocurrencias estrafalarias salidas de un departamento universitario, por el último chascarrillo oído en los Goya, ni solo por los participantes en el enésimo linchamiento en Twitter o por el fanatismo de no sé cuál asamblea de estudiantes en un campus estadounidense. Aun reconociendo la existencia de estos fenómenos y otros mucho más serios, no nos podemos permitir confundir la autocrítica –siempre necesaria– con los goles en propia puerta.

Elitismo y esfera pública

Algunas de las amenazas a la libertad de expresión que la carta menciona se refieren a “dirigentes de instituciones que, con un alarmado ánimo de controlar daños, están infligiendo castigos raudos y desproporcionados (…) jefes de sección a los que se despide por publicar artículos controvertidos, libros que se retiran por su presunta inautenticidad, periodistas a los que se les prohíbe escribir de determinados temas…”. Que entre las causas de estos fenómenos solo se aluda (tras la reglamentaria evocación del iliberalismo de Donald Trump) a las presiones de cierto activismo intolerante, es volver a errar el tiro, al menos en dos sentidos importantes.

En primer lugar, los fenómenos citados no son algo nuevo. No son (o no solo) el producto de millennials ofendidos. Los editores siempre han disfrutado del poder (a veces independiente, a veces feudatario de los propietarios del medio en cuestión) para decidir qué se publica. La insuficiente variedad –ideológica, de género, de clase, de procedencia, de color de piel– de quienes históricamente han ostentado esos cargos ha restringido de facto la diversidad y radicalidad del contenido que acababa publicándose, así como los marcos y formatos en los que se producen los debates o el tratamiento de la información. Debido a la crisis financiera y de legitimidad que sufren los medios tradicionales, atravesada además por el uso masivo de redes sociales, ese poder editorial se desplaza disimuladamente hacia los lectores, espectadores o usuarios. Siendo muy consciente de las muchas y graves consecuencias negativas de este proceso (que no toca tratar aquí), lo que parece claro es que, en términos de pluralidad temática y de puntos de vista, o de las oportunidades que tienen nuevas firmas para darse a conocer sin la conformidad de los núcleos clásicos de toma de decisión editorial; es decir, en términos estrictos de “apertura” del debate, la cosa ha mejorado respecto a décadas atrás. La arbitrariedad tras la decisión editorial ahora también está en manos de un público intimidatorio, y eso hace que hoy se hable y se escriba sobre más cosas y de maneras más distintas, no sobre menos. (El resultado de esto a veces es un ruido incomprensible y eso es algo que hay que problematizar adecuadamente: de hecho, es razonable pensar que la polarización actual está precisamente causada, no por una hostilidad juvenil al debate libre, sino por esa apertura –o desgarro– del ecosistema mediático, que propicia micronichos informativos habilitados por internet).

Los firmantes de la carta de Harper’s, que rozan una edad media de casi 60 años, no parecen comprender que el gigantesco amparo institucional del que la mayoría de ellos venía gozando está siendo debilitado por procesos sociales ajenos a ese supuesto radicalismo intolerante y omnipresente. Esto no es gerontofobia, sino señalar la dimensión generacional del asunto. Las personas y grupos que hoy en parte marcan la agenda editorial son inevitablemente extraños a quienes todavía ocupan los púlpitos. Este proceso tampoco es nuevo; es solo que ahora los primeros poseen más herramientas para recordarles a los segundos que ya no estiman relevante escuchar lo que dicen o cómo lo dicen. El volumen de esas demandas va más allá de los círculos de activistas, infiltrándose en la opinión pública gracias a los propios medios tradicionales que, ahogados por la nueva estructura económica de la comunicación digital, también han tenido que convertirse en súbditos de quienes verdaderamente se enriquecen de los “me gusta”, los retuits y del fomento algorítmico de lapidaciones en línea (a ellos, por cierto, la carta no les dedica una sola palabra). ¿Puede ser esta defensa de un derecho fundamental un simple lamento por la pérdida de inmunidad de la que hasta ahora disfrutaban ciertas tribunas?

En segundo lugar y enlazando con lo anterior: achacar este nuevo servilismo editorial (que es muy real) solo a la presión social del público es obviar la estructura económica en la que se integra la producción cultural en otro aspecto. El detonante del despido de un guionista o jefe de sección puede haber sido la reacción de un sector de la audiencia ante un determinado contenido o actitud, pero la razón de ser del poder despótico que tienen un editor o propietario de un medio sobre sus empleados hay que ir buscarla en la relación laboral que les une. La “cobardía” de editores o artistas que denuncia la carta se funda, en un sentido nada desdeñable, en la relación que su producción de contenido tiene con el mercado: una relación de dependencia. Antes (y todavía hoy) se temía al capricho del consejo de administración, al informe de audiencia o a la llamada incómoda de arriba; hoy se aguarda con miedo al siguiente tumulto en redes sociales. Combatir solamente lo último no ensancha en modo alguno la esfera pública –y estaría dispuesto a discutir que se consigue incluso todo lo contrario–. Una defensa corporativista de la libertad de expresión como la de Harper’s debería empezar denunciando la precariedad laboral en el mundo de la cultura, no la politización (mojigata o no) del público.

La razón tras las concepciones precarias de la sociedad civil y de la libertad de expresión que se desprenden del texto quizá se deba a la necesidad de buscar un mínimo común denominador entre firmantes en las antípodas ideológicas. Pero es que creer que el mero respeto recíproco de un conjunto de normas o valores es suficiente para garantizar un “debate abierto” es llanamente falso. Esta deficiencia se constata cuando las dos únicas fuentes identificables de esa “agobiante atmósfera” censora son un “gobierno represivo” o una “sociedad intolerante”, como si la libertad de expresión solo se disputara en el ámbito de la moralidad o la psicología, en la apertura de mente de quienes dialogan. El afán de lucro a costa de derechos fundamentales, el hacinamiento de las audiencias en las mismas redes sociales, los algoritmos que editorializan lo que vemos en nuestro timeline de manera completamente opaca, las plataformas que aplican sus normativas de regulación de contenido de manera indulgente con los poderosos, la desaparición de la prensa local o la concentración de la propiedad de los medios… Todos ellos son elementos que llevan estrechando el debate público y socavando las bases de la democracia durante décadas, y todos ellos –ausentes en la carta– son independientes de la presencia de “gobiernos represivos” o “sociedades intolerantes”.

Las fronteras de la esfera pública ahora están siendo también definidas por grupos de usuarios que organizan boicots y piden dimisiones (ambas, por cierto, estrategias clásicas del activismo no digital). Me resulta incomprensible que un texto que dice querer defender la participación democrática se centre en denunciar la presión atribuida a la supuesta estrechez de miras de la muchedumbre fuera de las instituciones, mientras se olvida o es complaciente con las distintas maneras en las que las élites mediáticas y económicas llevan supervisando las aduanas del debate abierto, del buen gusto, de la racionalidad o de lo noticiable.

Lo que socava las bases de la democracia es desconfiar sistemáticamente y con más ímpetu de las preferencias plasmadas en un referéndum, en un escrache o en una mayoría legislativa, pero luego no hacer lo propio con las opiniones de una comisión de expertos, de un jefe de redacción, de un columnista reputado o de un tribunal constitucional. Esto tampoco es un alegato por la confianza ciega en “el pueblo” o para abanderar irreflexivamente cualquier novísima causa que posea apoyo colectivo. Sencillamente, es una llamada a que nuestro diagnóstico acerca de cómo funciona la esfera pública esté igual de animado por la prudencia contra la crispación de las multitudes que por el recelo ante quienes gozan de respaldo institucional de cualquier tipo. La libertad de expresión defendida en la carta de Harper’s parece tener mucho de lo primero y apenas nada de lo segundo. Victoria para el conservadurismo, que ha vuelto a hacerse pasar por moderación democrática.

Miembro del comité de redacción de Sin Permiso. Su twitter es @david_guemar
Fuente:
www.sinpermiso.info, 19-7-2020

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