Estado, nación e identidad en América Latina

Olmedo Beluche

20/07/2021

Primera aclaración conceptual-metodológica

Para comprender el esquivo concepto de “nación”, y su derivado “el estado nacional”, es bueno guiarse por el consejo de Leopoldo Mármora quien, citando a los clásicos alemanes Fichte y Humbolt, distingue entre “nación-estado” y “nación-cultura”[i]. Entendiendo por “nación-estado” la tradicional definición de: un territorio, con una población y un gobierno soberano; y por “nación-cultura”, una población que se autoidentifica por sus costumbres, tradiciones e historia, identidades que se expresan mediante una lengua propia, que puede o no tener gobierno propio, y puede o no tener un territorio propio.

La “nación-estado” representa la estructura social y económica edificada por la clase capitalista moderna cuyo andamiaje es un mercado interno, espacio para su acumulación de capital y explotación de la fuerza de trabajo. La “nación-cultura” constituye una superestructura ideológica, que a veces se corresponde con la estructura socio-económica descrita (nación-estado) pero muchas veces no se corresponde (por razones históricas) a la estructura de la que hace parte. La “nación-cultura” consiste en lo que cierta antropología llama “etnos” o “etnia”, y que la antropología postmoderna denomina “identidad nacional” en el sentido de “comunidad imaginada”[ii].

Ejemplo del primer caso es cualquier país miembro de las Naciones Unidas en este momento, por ejemplo, Argentina. Ejemplo del segundo caso, las naciones originarias de América, en Panamá: dules, ngäbes, buglés, emberás, etc. Otro ejemplo del segundo caso, el pueblo gitano.

Los estados-nacionales de Hispanoamérica nacimos no sólo de un estado nacional común, el imperio español, sino de una nacionalidad o nación-cultura común, la hispana. De allí la utopía centenaria de la unidad hispanoamericana y la posibilidad de una confederación que nos una bajo un mismo estado-nación, como soñó Bolívar. Hispanoamérica es una nación fragmentada[iii]. Caso opuesto son nuestros pueblos originarios (o indígenas), los cuales siendo naciones diferentes (cada uno con su lengua, historia y tradición) han sido enlatados bajo un concepto despectivo común, nacido de la opresión, los prejuicios, la explotación económica y el racismo, el concepto de “indios”.

Podríamos decir que hoy los estados hispanoamericanos (por extensión latinoamericanos), en su mayoría (no todos), son “estados-nación”, cuya identidad central es hispana (la de la clase dominante y de la mayoría de la población “mestiza”, genética y culturalmente) pero que contienen dentro de sí otras identidades nacionales o naciones (etnias, dirían los antropólogos).

Dicho lo anterior podemos establecer la tesis central de este ensayo: en Hispanoamérica, surgen primero (en la tercera década del siglo XIX) los estados nacionales producto de la crisis política y social del imperio español, pero las naciones-cultura (identidades) no aparecen sino posteriormente (hacia mediados del siglo XIX)[iv]. Es decir, la independencia no se produjo por un proyecto preconcebido de construir un estado en torno a una identidad nacional (México o Venezuela, p.e.), sino para garantizar los intereses de una variedad de sectores o clases sociales (criollos, castas) frente a la voracidad y represión de un estado decadente (el español).

Con exclusión de las comunidades o naciones originarias, y tal vez de algunos segmentos de la población de origen africano que aún no estuvieran culturalmente asimilados, la mayoría de la población encabezada por la clase dominante (los criollos) de Hispanoamérica se autoidenficaba a sí misma como “españoles de América”, algunos hasta 1811, y otros aún lo hacían hasta 1821-1825. Consumada la independencia en ese último lustro, sobrevino un largo período de guerras civiles internas entre diversos sectores sociales y regionales cada uno con su proyecto de estructuración de “estado nacional”. Estas guerras entre federalistas y centralistas, o liberales y conservadores, van a durar aproximadamente hasta 1850 cuando, a partir de la relación con el mercado mundial, se va a dar forma definitiva a los estado-nacionales. Es entonces cuando empieza el proceso de elaboración cultural de la identidad nacional, una vez aclarada la estructura definitiva del estado.

Nuestras historias oficiales no distinguen esos dos momentos diferenciados. Y no lo hacen por error, sino como una manipulación ideológica de la historia (y de las identidades) por parte de las clases que dominan nuestros estados nacionales.

Distinguir entre nación-estado y nación-cultura, es importante en cuanto permite, por ejemplo, evitar el error de no reconocer el carácter de naciones a los pueblos que carecen de estado (o gobierno o soberanía propias) porque están sometidos como “minoría” bajo el estado de otra etnia o nación-cultura. Caso patente es el del estado español en este momento, cuya clase dominante (centralmente castellana) se niega a reconocer el carácter de “nación” a catalanes y vascos, para no ceder “derechos” y “competencias”.

Casi todos los grandes conflictos mundiales de hoy nacen de esa realidad contradictoria, es decir, de la opresión nacional. Como observara Lenin hace cien años: en el mundo dominado por el capitalismo en su etapa imperialista, existen dos tipos de naciones, las opresoras y las oprimidas[v]. En la complejidad política y social actual se superponen contradicciones de clases y contradicciones nacionales y, entre éstas últimas, las luchas por la soberanía del estado-nación, tanto como luchas por la sobrevivencia y reconocimiento de las naciones–cultura (identidades).

Un segundo problema metodológico: la historia del concepto

Hasta inicios del siglo XIX no existía la distinción que acabamos de hacer entre dos acepciones del concepto “nación”. Hasta ese momento, nación era sinónimo de “estado” (o sea, población, territorio y gobierno soberano). Tal vez el factor central del concepto era el de autoridad o gobierno que rige un territorio. No había la compresión consciente de que los pueblos con tradiciones culturales comunes tuvieran algún tipo de “derecho”, menos al autogobierno o a la autonomía. Por ende, el concepto “nación-cultura” no existía[vi].

El concepto moderno de “nación”, que nace con el capitalismo (dirigido por la burguesía, nueva clase hegemónica), es un proceso mediante el cual se estructura una unidad geográfico-política con una función económica: la construcción de un mercado interno (de explotación de fuerza de trabajo y de consumo de mercancías) y una participación en el mercado mundial. El factor cultural de la nación (identidad nacional) emerge aquí como parte del proceso de legitimación político-ideológica del Estado moderno, dirigido por la burguesía.

El movimiento cultural que se conoce como “romanticismo”, expresó ese proceso reivindicando un pasado imaginario e idealizado. El romanticismo fue especialmente fuerte en la cultura germánica, la cual, a esa fecha, carecía de un estado-nacional unificado que la expresara, pero cuya legitimidad los románticos fundamentaban en ese pasado que se hundía en el tiempo.

Esta idealización del pasado fue incorporada por la burguesía como parte de la legitimación ideológica de su dominación. Para que los explotados se sintieran “identificados” con el estado burgués que les explotaba era imprescindible la construcción de esa “comunidad imaginada” que parecía proceder naturalmente del pasado. La educación pública masiva y los medios de comunicación modernos ayudaron activamente al triunfo de esa ideología o “identidad nacional”.

Así se extiende el uso del concepto de nación-cultura por todo el mundo apoyado en una necesidad lógica del sistema capitalista, el cual había destruido las viejas referencias de identidad o de pertenencia características del feudalismo: los localismos, los gremios o estratos específicos (sistema de castas), en las que se defendían fueros o derechos colectivos y se actuaba en común (o en comunidad). Ese tipo de comunidad encontraba legitimidad en el estado a través de las “constituciones” o pactos medievales que le garantizaban que sus fueros serían respetados por la nobleza a través de la convocatoria de sus representantes en momentos de crisis (las Cortes). 

La sociedad capitalista destruye los gremios y a la comunidad medieval y crea al individuo, al “ciudadano”, al “individuo” como sujeto idealizado de una clase social (la burguesía), sujeto del nuevo derecho burgués (derecho civil). La filosofía liberal (individualista en esencia) ayudó a darle sustento ideológico a este hecho, incluso en el marco de las ciencias sociales como es el caso de la economía clásica. Pero faltaba un pegamento social, que facilitara la cohesión social y la legitimidad política: de allí surge la “nación” como un instrumento ideológico de dominación, como una nueva forma de “identidad”.

Con la fabricación de la identidad nacional, se pretende que los ciudadanos se sientan identificados como miembros de una sociedad, dirigida por los capitalistas, de la que supuestamente comparten los mismos ideales, creados mítica o ideológicamente, por los “padres fundadores” del estado.

A partir del siglo XIX las clases dominantes, sus gobiernos (estados – nacionales), empezaron a utilizar de manera sistemática la ideología de la “identidad nacional”, y como política sistemática el nacionalismo, para garantizar la cohesión bajo su liderazgo y control. Para construir el nuevo concepto de la nación se utilizó a las ciencias sociales, en particular a la historia, en su acepción positivista (es decir, de apariencias científicas) para justificar el actual estado nación en un pasado que generalmente no tenía nada que ver, pero se lo ha reconstruido como destino manifiesto (teleología).

Así, por ejemplo, desde el siglo XIX, el estado-nación mexicano ha pretendido legitimarse reivindicando para sí las civilizaciones y culturas prehispánicas, como la azteca. Pero esta referencia a las culturas originarias constituye una instrumentación ideológica que se comprueba en cuanto (salvo excepciones temporales) ese estado en realidad niega a las culturas originarias, se construyó sobre la destrucción de esas culturas, se sostiene sobre el racismo, la opresión y la explotación de ellas, y culturalmente es hispano y no azteca. Se usa el pasado ideológicamente como un instrumento político útil al presente.

La crisis del imperio español, independencias y estados nacionales hispanoamericanos

Suele ocurrir en la historia tradicional que se presenta a los próceres de la independencia hispanoamericana como individuos que actuaron siguiendo un plan preconcebido para fundar nuestras “naciones”, en el sentido de naciones-cultura. En esa perspectiva los líderes de la independencia habrían actuado por amor al terruño (como “patriotas”) y movidos contra la explotación que los españoles hacían de nuestras “naciones”. Ellos habrían decidido que fuéramos “libres” para no ser oprimidos por una nación “extraña”.

Esa versión histórica omite que en 1808-1810, durante la invasión napoleónica a la península Ibérica, se llamó “guerra de Independencia” a la lucha por expulsar a los franceses del territorio español. Que en esa lucha se unieron “los españoles de América” y “los españoles de España” (que eran las identidades de ese momento). Para ambos lados del Atlántico hispano, el opresor era Napoleón y el gobernante legítimo era Fernando VII. La “identidad” era común. La diferencia dependía de la región en la que se viviera y la clase social a la que se perteneciera, lo cual definía derechos y fueros distintos.

La crisis del imperio español no inicia como una lucha contra el ocupante extranjero, a la manera como los habitantes de la India lucharon contra la ocupación inglesa en la primera mitad del siglo XX. La crisis se inicia –en lo económico como en lo social y lo político- cuando la dinastía borbónica, desde mediados del siglo XVIII intenta financiar la modernización de estado y las guerras internacionales con aumentos de impuestos en el marco de un declive económico profundo y una competencia feroz de las más baratas mercaderías inglesas. 

A lo largo de ese proceso se va produciendo una crisis estructural, un debilitamiento de las bases económicas y sociales que sostienen al estado español. Pero al inicio, esa crisis no es una crisis de “identidad” (“queremos dejar de ser hispanos para ser colombianos”, p.e.), sino es social, porque expresa un conflicto entre clases sociales.

Las primeras manifestaciones van, desde la expulsión de los jesuitas y la destrucción de las misiones en Paraguay, hasta la sublevación de Tupac Amaru en Perú y la de Los Comuneros en Nueva Granada contra los impuestos (1780 – 1781). Esas revoluciones plantean demandas sociales, pero no la independencia. Aunque algún pensador pudo proponer la idea de la independencia prematuramente, ésta no tenía sustento social a inicios del siglo XIX[vii].

En Nueva España (México), los impuestos cobrados a la Iglesia para financiar la guerra contra los ingleses (1804), que ésta transfirió a los terratenientes y éstos a los indígenas, sentaron las bases para que el movimiento iniciado por el cura Hidalgo y después con Morelos, fuera más una rebelión social de los explotados que un movimiento por la independencia mexicana entendida como identidad “nacional”. No es casual que en México, como en Perú-Bolivia, donde la élite criolla (la clase dominante) temía más a la masa de la población indígena (mestiza un porcentaje y otro gran porcentaje indígena), el movimiento por la “independencia” de España se retardara más hasta 1821-1825. 

Lo fundamental es que las Juntas constituidas a lo largo del año 1810 en Hispanoamérica, no proclamaron en ningún lado la independencia del estado español. Por el contrario, todas juraron lealtad a Fernando VII como legítimo gobernante, aunque estaba preso por Napoleón en Bayona.

Las regiones donde hubo movimientos independentistas, como Venezuela y Nueva Granada, éstos empezaron en 1811, frente a la resistencia de los monárquicos a compartir el poder con los criollos. Pero estos movimientos, incluido el dirigido por Bolívar, fueron derrotados hacia 1814. No es hasta la década del 20, dada la negativa de la monarquía a conceder derechos democráticos, y la victoria de una nueva revolución liberal en España, que se retoma el camino de la independencia y se concreta. Pero, como ya se ha dicho, en muchos casos pudo más el temor a los liberales españoles que el deseo de autonomía.

La independencia fue más un conflicto de clases que de “identidades” nacionales

El punto central es la confrontación de clases, la lucha de clases. Los criollos americanos igual que la nobleza española temían que la revolución liberal les arrebatara sus privilegios sociales, por eso se unieron contra la ocupación francesa, pues temían a la influencia de su revolución (igualdad, fraternidad y libertad)[viii].

En el caso de México, el levantamiento de Hidalgo (1810) perdió apoyo de los criollos cuando vieron que detrás del movimiento se sumaba la masa de los explotados (principalmente indígenas). Por eso fue fusilado. Igual destino sufrió el movimiento encabezado por Morelos. En ese país, la élite criolla no se decidió verdaderamente a tomar el camino de la independencia hasta que, en 1821, se produjo la revolución liberal del general Riego, en España, la cual obligó a la monarquía a aceptar la Constitución de 1812 renunciando al absolutismo.

La independencia mexicana, cuando finalmente se concreta, es una movida política reaccionaria de los criollos frente al liberalismo que se pretendía imponer desde Madrid. En el Plan de Iguala, el realista criollo Iturbide, propone la creación de un estado independiente monárquico, encabezado por Fernando VII o un miembro de la familia real designado por éste. Al final sería él mismo proclamado emperador. Luego los acontecimientos se hicieron complejos y, al tiempo que fracasaba la revolución liberal española, acá los criollos se vieron forzados a sostener la independencia, pero con las menores concesiones a las clases subalternas.

En otras regiones la lógica fue similar. En Nueva Granada (Colombia), Venezuela, Buenos Aires, el proceso de disgregación empieza en enero de 1810. Cuando en España se disuelve la Junta Central al verse obligada a huir de Sevilla por el avance de las tropas francesas y refugiarse en Cádiz. La disolución de la Junta da paso a un gobierno denominado Consejo de Regencia, y éste emite un decreto por el que invita a los municipios y ciudades de Hispanoamérica a elegir Juntas de Gobierno locales en las que participaran tanto los burócratas agentes de la Corona (gachupines) como los criollos locales.

La pelea se entabla en dos planos: por un lado, los burócratas (virreyes, militares, políticos y eclesiales) monárquicos no querían compartir el poder con los criollos (incluso trataron de esconder el decreto) y estas élites criollas debieron presionar y sublevarse para imponer las juntas de gobierno compartidas. Por otro lado, los criollos (tal vez por temor a tanto liberalismo del Consejo de Regencia) interpretaron que se había producido un golpe de estado inconsulto con la disolución de la Junta Central a la que se les había invitado a participar con la elección de las Cortes. Aunque las Cortes de Cádiz se transformaron en asamblea constituyente, la proporción de la representación de los españoles americanos siempre fue insatisfactoria.

La lucha por la independencia absoluta fue configurándose a lo largo de 1811, principalmente en la Nueva Granada y Venezuela, como producto de la resistencia de las autoridades coloniales a compartir el poder político con los criollos. De esa guerra civil fue madurando la lógica de la ruptura política definitiva. Cuyos proponentes en todos lados provenían, no de la élite criolla, sino del sector social más pequeñoburgués, liberal e ilustrado de la sociedad colonial, muchos profesionales (abogados), intelectuales y militares de rango medio, de los cuales Miranda, Bolívar y Nariño fueron sus mejores representantes. Incluso Simón Bolívar, aunque su familia pertenecía a la élite criolla (mantuanos) su formación ilustrada en Europa y su pertenencia al partido político de Miranda en 1810-1811, la Sociedad Patriótica, le adscriben más a este sector que al criollismo tradicional.

La historia tiene sus ironías: estas primeras independencias fracasaron, y fueron vencidas por los realistas (absolutistas) apelando a las masas más explotadas. En Venezuela, el monárquico Tomás Boves dirigió un ejército de llaneros, peones, esclavos, negros y mulatos contra los ejércitos de Bolívar y demás próceres, derrotándolos por completo[ix]. En Colombia, Nariño fue apresado por los indígenas dirigidos por un general monárquico, siendo enviado a Cádiz como prisionero. Miranda sufrió un destino similar. En Nueva España Hidalgo y Morelos fueron ajusticiados. Hacia 1814, la primera ola revolucionaria e independentista estaba derrotada.

El exilio haitiano de Bolívar le sirvió para comprender que tenía que levantar un programa que contuviera alguna reivindicación para la masa de esclavos explotados de Venezuela. Sin duda, contribuyó mucho a sus siguientes victorias el decreto que declaraba hombres libres a los esclavos que se unieran al ejército libertador.  Tal vez habría que ponderar también la influencia de la revolución del general Riego en España, en 1821, en los triunfos definitivos de Bolívar. ¿Por qué fue más difícil el proceso en Perú y Bolivia? ¿Por la indiferencia de su población indígena a la llamada independencia que parecía no implicarle ningún beneficio? ¿Por el temor de la élite criolla a verse rebasada por esa masa popular?

El proceso de conformación de los estados nacionales fue largo y complejo

Proclamadas las independencias, se planteó el problema de la conformación del estado-nación y sus contornos. Aunque poco a poco se fueron dibujando sobre el viejo mapa político-administrativo del imperio español, esto no estuvo claro desde el primer momento. En realidad, cada oligarquía local trató de sacar provecho para sus intereses de clase y organizar el estado a su imagen y semejanza. Pero poco a poco, pese al decaimiento económico y la casi paralización del comercio acaecida en la primera mitad del siglo XIX, se estructuraron los estados en función de algún vínculo con el mercado externo.

Pero al principio, fue el caos. Las guerras civiles entre federalistas y centralistas fue la norma. Las fronteras se movieron muchas veces. En 1821, México integra a la Capitanía de Guatemala, que incluye a los actuales cinco estados Centroamericanos. Ya se sabe que esa unión no duró mucho, creándose primero un estado centroamericano común, para luego desgajarse en “repúblicas bananeras”. En 1824, durante la redacción de la Constitución Política, Oaxaca, Jalisco, Zacatecas y Yucatán amenazaron con separarse si se imponía un régimen centralista. Yucatán se declaró estado independiente en 1839 y 1845, para no mencionar la conocida historia de Texas y California.

El caso más patente y conocido es el de la Gran Colombia, creada por Bolívar sobre las bases de lo que fuera el virreinato de la Nueva Granada y sus capitanías, Venezuela y Ecuador. Sin embargo, en la Constitución Política elaborada por Bolívar en 1825-26, se planteó la posibilidad de constituir un estado nación con rasgos federales, pero con un presidente vitalicio que incluyera también a Perú y Bolivia. Esta propuesta generó el rechazo de la oligarquía bogotana, en especial del vicepresidente de la Gran Colombia, Santander, el cual inició las diversas conspiraciones que llevaron al fracaso a esta propuesta y al estado-nación original, con las escisiones de Venezuela y Ecuador hacia 1830 - 1831[x].

Ecuador tuvo que disputar la anexión de Guayaquil con Perú. Bolivia finalmente conformó un estado independiente de Lima. La intendencia de Chile no tuvo problemas en seguir su propio camino. Pero la Argentina no existió hasta la mitad del siglo XIX, porque prevaleció por décadas la disputa entre el puerto de Buenos Aires y las provincias del litoral (las Provincias Unidas), a ver cuál sería el eje de estructuración del nuevo estado-nación. Incluso el concepto “argentino” no existía al inicio de la independencia y luego se aplicaba sólo a los porteños.

En un sentido histórico los acontecimientos se sucedieron en el siguiente orden: crisis del estado o imperio español, guerras civiles por demandas sociales y políticas, incapacidad del estado español para resolver esas demandas, lucha por la independencia política, creación de nuevos estados-nación (en la acepción antigua), guerras civiles internas, conformación final de los nuevos estados- nación bajo sectores de clase vinculados al mercado externo y, entonces, hacia mitad del siglo XIX, invención de las “naciones” (nación-cultura) como signo ideológico de identidad sobre la base de una “historia” míticamente construida.

El caso de Panamá en Colombia

El caso panameño es paradigmático respecto a todo lo dicho. La historia oficial ha construido un mito de supuesta identidad “ístmica” que procede desde la propia Conquista, con Vasco Núñez de Balboa. Para este mito la “vocación” de los habitantes del Istmo de Panamá ha sido la de servir al comercio mundial, por lo cual desde siempre luchó para construir un estado-nación con base a esa identidad, hasta culminar en el lema del escudo nacional: Pro Mundi Beneficio

Como puede apreciarse ese mito, presentado como Historia, es la fotografía de los intereses de la clase de los comerciantes del país. Es una ideología conveniente a los comerciantes istmeños con la que se identifiquen las clases sociales que le están subordinadas[xi].

Si bien en el marco del sistema colonial español el Istmo de Panamá recibió como función económica el servir al trasiego de gentes y mercancías, servida por un grupo de comerciantes y funcionarios que lo controlaban, la historia prueba que existió una permanente dificultad para delimitar las fronteras políticas dentro del propio país. Hasta la independencia, grandes zonas quedaron fuera del control español gracias a las resistencias de los pueblos originarios[xii].

Por otro lado, la movilidad geográfica de los habitantes, sobre todo los funcionarios y los ricos, que emigraban a otras zonas más prósperas del imperio, era la norma hasta inicios del XIX. Recién en el siglo XVIII, con la crisis de la zona de tránsito y el final de las Ferias de Portobelo, fue asentándose una población permanente y autóctona sin pretensiones de emigrar que fue poblando el “interior”.[xiii]

Durante el período colonial y gran parte del siglo XIX, el Istmo se dividía en dos provincias que marcaban las identidades diferenciadas: Veraguas y Panamá (la cual sólo se refería a la ciudad y la zona de tránsito). El nombre de Panamá extendido a toda la geografía del istmo y sus habitantes es más bien reciente.

Panamá fue de las últimas regiones en sumarse al proceso independentista por múltiples razones: bastión del ejército realista, oportunismo de los comerciantes locales, debilidad económica y demográfica, ausencia de clases plebeyas (artesanos) que en otros lados radicalizaron el proceso de independencia. Los criollos locales, lo más radical que hicieron, fue apoyar con entusiasmo las reformas liberales del general Riego (1820-21).  Sólo se sumaron a la independencia cuando estaba consumada y Bolívar preparaba una armada en Cartagena para tomar el Istmo.

En otros trabajos ya hemos señalado cómo la historia panameña del siglo XIX ha sido falsificada para presentar los diversos momentos de crisis del estado-nación colombiano y sus guerras civiles, como supuestos intentos independentistas de Panamá. En realidad, las proclamas (mal llamadas “Actas Independentistas” por nuestra historia) fueron pronunciamientos políticos en el marco de las guerras civiles: bolivaristas vs santanderistas, centralistas vs federalistas, liberales vs conservadores.

El hecho es que, pese a todas los intentos de la historia oficial por presentar a los federalistas como independentistas, pese a que evidentemente la clase comercial local siempre peleó por sus intereses frente al centralismo bogotano, nunca se animó a separarse; y pese a que Colombia siempre fue un “estado fallido” (con dificultades para integrarse); hasta 1902-1903, la identidad que caracterizaba a los istmeños, incluida las clases dominantes (comerciantes) era la colombiana (lo cual puede ser probado documentalmente)[xiv].

La reconstrucción de nuestra historia, para usarla en la construcción de la identidad nacional panameña para que parezca un determinismo, en el sentido de que los habitantes del Istmo estaban destinados a construir un estado-nación propio con vocación comercial, es una hechura del siglo XX, después de impuesto por el estado tutelado por Estados Unidos.  La intelectualidad liberal dedujo que se necesitaba crear el sentido de “identidad” en una “nación” en el sentido del romanticismo. Historiadores, filósofos y literatos fueron tejiendo esa leyenda disfrazada como historia[xv].

Esa identidad panameña tuvo un lado positivo y progresivo. Inspiró a las generaciones siguientes a luchar contra el sistema colonial norteamericano impuesto en la Zona del Canal desde la separación de Colombia en 1903. La lucha por la “soberanía” sobre el canal por parte del estado-nación panameño, fue inspirada en gran medida en ese mito. La realidad contradictoria es que el sentido de “identidad nacional” panameña, tiene un doble filo: instrumento ideológico de dominación de la clase comercial para justificar su control sobre el estado-nación y, a la vez, inspiración para la lucha por la soberanía contra el colonialismo y la dependencia impuesta por el imperialismo yanqui.

La historia tiene sus ironías.

Conclusiones:

En un sentido histórico los acontecimientos se sucedieron en el siguiente orden: crisis del estado o imperio español, guerras civiles por demandas sociales y políticas, incapacidad del estado español para resolver esas demandas, lucha por la independencia política, creación de nuevos estados-nación (en la acepción antigua), guerras civiles internas, conformación final de los nuevos estados- nación bajo sectores de clase vinculados al mercado externo y, entonces, hacia mitad del siglo XIX, invención de las “naciones” (nación-cultura) como signo ideológico de identidad sobre la base de una “historia” míticamente construida.

Bibliografía

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NOTAS


[i] Mármora, Leopoldo. El concepto socialista de nación. Cuadernos Pasado y Presente 96. Bogotá. Enero-marzo de 1977. Págs. 9-27.

[ii] Porras, Ana Elena. Cultura de la interoceanidad: Narrativas de identidad nacional (1990-2002). 2da. Edición. Panamá: Instituto de Estudios Nacionales (Universidad de Panamá). Panamá, 2009. Pág. 25.

[iii] Ramos, Jorge Abelardo. Historia de la nación latinoamericana. FICA. Cali, Colombia, 1986.

[iv] Annino, Antonio y Guerra, Francois-Xavier (coordinadores). Inventando la nación. Iberoamérica. Siglo XIX. Fondo de Cultura Económica. México, 2003.

[v] Lenin, Vladimir Ilich. “Sobre el derecho de las naciones a su autodeterminación”. En: Obras Escogidas. Tomo I. Editorial Progreso. Moscú. Págs. 615-669.

[vi] Charamonte, José Carlos. “En torno a los orígenes de la nación argentina”. En: Para una historia de América II. Los nudos (1). Carmagani, M, Hernández, a. y Romano, R. (coordinadores). Fondo de Cultura Económica. Colegio de México. Fideicomiso Historia de las Américas. México, 1999. Págs. 286 – 317.

[vii] Beluche, Olmedo. Independencia hispanoamericana y lucha de clases. Segunda Edición corregida y aumentada. Editorial Portobelo. Biblioteca de Autores Panameños, No. 164. Panamá, 2012.

[viii] Liévano Aguirre, Indalecio. Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia. Círculo de Lectores, S.A. Bogotá, 2002.

[ix] Uslar Pietri, Juan. Historia de la rebelión popular de 1814. EDIME. Caracas – Madrid, 1962. 

[x] Gómez, Laureano. El final de la grandeza.Editorial Hojas e Ideas. Santa Fe de Bogotá, 1993.

[xi] Beluche, Olmedo. Estado, nación y clases sociales en Panamá. La constitución del estado nacional a través de las contradicciones sociales históricas. Editorial Portobelo. Pequeño Formato, No. 115. Panamá, abril de 1999.

[xii] Castillero Calvo, Alfredo. Conquista, evangelización y resistencia. ¿Triunfo o fracaso de la política indigenista? Colección Ricardo Miró, Premio Ensayo, 1994. Ed. Mariano Arosemena, INAC. Panamá, 1995.

[xiii] Jaén Suárez, Omar. “La formación de estructuras económicas y sociales en el Istmo de Panamá: el siglo XVIII colonial (1740 -1850)”. En: Población, economía y sociedad en Panamá. Contribuciones a la crítica de la histopriografía panameña. Compilador: Torres Ábrego, José Eulogio. EUPAN. Panamá, 2000.

[xiv] Beluche, Olmedo La verdadera historia de la separación de 1903. Reflexiones en torno al Centenario. Imprenta ARTICSA. Panamá, 2004.

[xv] Pulido Ritter, Luis. Filosofía de la nación romántica (Seis ensayos críticos sobre el pensamiento intelectual y filosófico en Panamá, 1930-1960). Colección Ricardo Miró, INAC. Panamá, 2007.

 

sociólogo y analista político panameño, profesor de la Universidad de Panamá y militante del Partido Alternativa Popular.
Fuente:
www.sinpermiso.info, 20 de julio 2021

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