Fernando Botero pinta el horror de Abu Ghraib

Arthur C. Danto

12/11/2006

 

“...sus imágenes de la tortura, expuestas ahora en la Marlborough Gallery en el centro de Manhattan, y compiladas en el libro Botero Abu Ghraib, son obras maestras de lo que yo he venido en llamar arte perturbador: el arte cuya razón y cuyo propósito es hacernos vívidamente patentes y objetivos nuestros más tenebrosos pensamientos subjetivos. (...) Raras veces el dolor de otros ha logrado hacerse sentir tan de cerca, o de tan vergonzosa manera para sus perpetradores”

El gran filósofo norteamericano del arte Arthur C. Danto reflexiona sobre la serie de pinturas y dibujos inspirada en los horrores de Abu Ghraib, obra del pintor y escultor colombiano Fernando Botero actualmente expuesta en la Marlborough Gallery de Nueva York. [Para ver una muestra de la serie, pulse aquí.]

El artista colombiano Fernando Botero es famoso por sus representaciones de figuras de obesidad rayana en el ridículo. Los neoyorquinos pueden recordar la exposición al aire libre de las esculturas de bronce de Botero, muchas de ellas desnudas, en Park Avenue en 1993. Sus proporciones corporales garantizaban que su desnudez no iba a causar escándalo público. Eran tan sexis como los globos de Macy [en el desfile neoyorquino del Día de Acción de Gracias], y su aparentemente henchida blandura les daba el aspecto saludable y benigno que solemos asociar con la desproporción característica del arte popular. Las esculturas eran un poco menos graciosas, un poco más peligrosas que una de las creaciones de Walt Disney, pero en modo alguno lo bastante serias como para obligar al escrutinio crítico. Aun si inconfundiblemente moderno, el estilo de Botero ha captado sobre todo la admiración de quienes están fuera del mundo del arte. Dentro de ese mundo, la crítica Rosalind Krauss habló en nombre de muchos de nosotros al referirse displicentemente al arte de Botero como “patético”.

Cuando no hace mucho tiempo se anunció que Botero había realizado una serie de pinturas y dibujos inspirados en las célebres fotografías de cautivos iraquíes desnudos, degradados, torturados y humillados por soldados estadounidenses en la prisión de Abua Ghraib en Irak, lo fácil era mostrarse escéptico: ¿qué podía hacer el estilo que lleva la firma de Botero, sino desleír con humor y banalidad ese horror? En realidad, resultaba difícil de concebir que, ni por remota aproximación, las pinturas de nadie pudieran representar los horrores de Abu Ghraib tan bien como las fotografías mismas. Esas espectrales imágenes de violencia y humillación que circularon por internet, televisión y prensa alrededor del mundo difícilmente necesitaban amplificación artística. Y si por ventura algún artista se avilantaba a recrear tamaño escenario de crueldad, Botero no parecía desde luego el más a propósito.

Ello es que sus imágenes de la tortura, expuestas ahora en la Marlborough Gallery en el centro de Manhattan, y compiladas en el libro Botero Abu Ghraib, son obras maestras de lo que yo he venido en llamar arte perturbador: el arte cuya razón y cuyo propósito es hacernos vívidamente patentes y objetivos nuestros más tenebrosos pensamientos subjetivos. Cuando se hicieron públicas las fotografías, la indignación moral de occidente se centró en la sarcástica complacencia de los soldados, para quienes tal  aterrador espectáculo resultaba una forma de diversión. Pero las fotografías no lograron aproximarnos a la agonía de las víctimas.

Las imágenes de Botero, en cambio, sientan un sentido visceral de identificación, cuyo sufrimiento nos obligan a interiorizar y a hacer vicariamente nuestro. Como observó el propio Botero una vez: “Un pintor puede hacer cosas que un fotógrafo no puede hacer, porque un pintor puede trocar lo invisible en visible”. Lo invisible es el sentido angustioso de la humillación, del dolor. Las fotografías sólo pueden mostrar lo visible; lo que Susan Sontag llamó memorablemente el “dolor de los otros” queda fuera de su alcance. Pero puede ser captado por la pintura, como nos recuerda el Abu Ghraib de Botero, porque los límites de la fotografía no coinciden con los límites del arte. El misterio de la pintura, casi olvidado desde los días de la Contrarreforma, radica en su capacidad para generar una suerte de ilusión que tiene menos que ver con la percepción pictórica, que con lo que hacen los sentimientos.

La Iglesia católica entendió eso perfectamente cuando, en la sesión final del Concilio de Trento (1563), se resolvió a usar las artes plásticas como arma de batalla contra la Reforma. Uno de los pilares del programa de acción de la Reforma fue su iconoclastia, esto es, su oposición al uso de unas imágenes religiosas sobre las que la Iglesia tenía prácticamente el monopolio. La Reforma temió que las imágenes mismas se convirtieran en objeto de culto, lo que era idolatría. La respuesta católica fue poner el poder de las imágenes al servicio de la fe. Se dieron instrucciones a los artistas, a fin de que crearan imágenes de gran claridad, simplicidad, inteligibilidad y realismo, capaces de servir de estímulo emocional a la piedad. Como observara el gran historiador del arte Rudolph Wittkower:

“Muchas de las historias de Cristo y de los santos tratan de martirio, brutalidad y horror, y en contraste con la idealización renacentista, se consideraba esencial la exposición sin afeites de la verdad; incluso Cristo tenía que ser mostrado ‘en estado de aflicción, sangrante, chorreante, con su corona de espinas, herido, deformado, lívido, monstruoso’, si preciso era. Esas imágenes ‘correctas’ estaban llamadas a despertar las emociones de los fieles y a venir en auxilio de, si no a transcender, la palabra hablada.”

A los artistas les llevó más de veinte años hallar el estilo capaz de cumplir con esas directrices, y no cabe duda de que el arte barroco tuvo éxito en su misión. Logró una precisión extraordinaria en la representación del sufrimiento, y por lo mismo, en la excitación de la identificación simpatética. Se ha observado a menudo que vivimos en una cultura rica en imágenes, y es verdad. Pero el grueso de las imágenes que vemos son fotografías, y el efecto de las mismas puede ser de embotamiento, si no de insensibilización. Para lograr el tipo de sentimientos a que aspiró la Contrarreforma, las fotografías necesitan ahora un refuerzo suplementario. La película de Mel Gibson La Pasión de Cristo no es realista en el sentido en que lo es la fotografía: está reforzada y amplificada, muestra a Jesús “en estado de aflicción, sangrante, chorreante, con su corona de espinas, herido, deformado, lívido, monstruoso”, como le habría gustado al Concilio de Trento. Llevaba razón Sontag: la fotografía necesita argumentación –con texto suplementario, según ella proponía—, si lo que se pretende es que sintamos el dolor que la fotografía muestra. Una imagen puede valer por mil palabras, como reza el refrán, pero una fotografía no habla por sí propia. Necesita cuando menos la pericia argumentativa del intérprete, con lo que la verdad visual queda sacrificada en el altar del sentimiento.

Las fotografías de Abu Ghraib son, fundamentalmente, instantáneas, jocundas postales de soldados disfrutando de su poder, según atestigua su mensaje tácito: “Disfrutando de un tiempo maravilloso... Ojalá estuvieras aquí”. Los cuerpos desnudos y atados de los presos se amontonan, como los cuerpos de los tigres en las fotografías victorianas de virreyes sonrientes mostrando los resultados de una jornada de caza. Debe de haber un impulso cuantitativo en ese goce avaricioso: piénsese en las ristras de pescados exhibidas en esas instantáneas tomadas de regreso de una excursión pesquera que amarillean colgadas en las paredes de las marisquerías. En otra respuesta artística a Abu Ghraib, el pintor británico Gerald Laing plagió el transfondo del American Gothic de Grant Word, pero substituyendo el primer plano de los dos granjeros por los soldados americanos Lynndie England y Charles Graner en ademán de apuntar, pulgar arriba y las manos enguantadas de caucho azul, a un montón de cuerpos desnudos apilados. Los estadounidenses aparecen en colores brillantes, mientras que los cuerpos son grises, recortados de forma evidente de una fotografía de periódico, reproducidos con la técnica de puntos de una trama Benday [para verlo, pulse aquí]. Resulta ingenioso y un tanto nauseabundo, pero no excita los sentimientos de una evocación barroca del martirio.

O, para lo que aquí importa, de las series del Abu Ghraib de Botero, que abunda en su conocimiento de las gráficas y aun fantasmales pinturas del martirio de Cristo de los artistas barrocos latinoamericanos, en las que Jesús sangra por la corona de espinas o por las heridas provocadas por las lanzadas en su estragado pecho. Abu Ghraib, en la versión de Botero, evoca asimismo las prisiones barrocas, como las que pueden verse en las pinturas que llevan por titulo Caridad Romana, en las que una hija que visita al padre encadenado le alimenta con sus propios pechos a la glauca luz de su celda. Aun cuando los presos están pintados según su estilo característico, su muy criticado manierismo intensifica aquí nuestro compromiso con las imágenes. Ocurre esto en parte porque la grávida carne de los presos –desgarrada y sangrante por consecuencia de los azotes— se ve más vulnerable aún a los dolores infligidos. Aunque sus rostros aparecen casi tapados por capuchas, vendas y ropa interior femenina, sus bocas se ven desalteradas por expresiones de dolor y agonía. Sus brazos, y en ocasiones, sus piernas, atados con gruesos cordajes; a veces, una figura aparece suspendida por su pierna, o estacada por las cuatro extremidades a los nudos de los barrotes que, cruzados, forman una pared de la celda. Todos están desnudos, salvo cuando visten ropa interior femenina, cosa que los estadounidenses, obvio es decirlo, consideraban la forma suprema de la humillación. En algunas pinturas, aparece un preso rociado con orines por un guardián que queda fuera del marco. Palos de escoba salen de anos ensangrentados; hombres encapuchados, arrojados sobre sus propias heces. Varias pinturas presentan perros salvajes que miran cual demonios en escenas medievales del infierno.

Ninguna de estas obras está en venta; Botero ha dejado dicho que no quiere sacar beneficio de ellas. Las ha ofrecido, como colección, a varios museos norteamericanos. Mas ninguno se ha mostrado dispuesto a aceptarlas, y me atrevería a decir que por la misma razón que la Marlborough Gallery –en la que se exponía cuando visité la colección—  procedía a registrar las bolsas y las mochilas de todos: algo infrecuente en las galerías comerciales.

Con cierta fatuidad ingenua, Botero sugirió que, así como pocos recordarían Guernica si no fuera por la pintura de Picasso, Abu Ghraib podría caer en el olvido, de no haber hecho él esta serie. Pero Abu Ghraib fue un acontecimiento mundial, más que un horror incidental como Guernica. Sin embargo, a diferencia de la pintura de Picasso, una obra cubista que podría cumplir una pura función decorativa si uno ignorara su significado, la serie de Abu Ghraib de Botero nos sumerge en una experiencia de sufrimiento. Raras veces el dolor de otros ha logrado hacerse sentir tan de cerca, o de tan vergonzosa manera para sus perpetradores.

Arthur C. Danto, profesor emérito de la Universidad de Columbia en Nueva York, es un prestigioso crítico y filósofo del arte. Entre los últimos libros de Danto traducidos al castellano destaca Después del fin del arte, Barcelona, Paidós, 1999.

Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss

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Fuente:
The Nation, 10 noviembre 2006

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