La elección es nuestra

Joan Benach

27/01/2021

Vivimos en el mejor de los mundos. Estamos en el mejor momento de la humanidad. El planeta progresa en la mayor parte de parámetros que consideremos. Ya sea en una mayor esperanza de vida y una menor mortalidad infantil, el aumento del crecimiento económico y el descenso del analfabetismo, el acceso a alimentos y la reducción de la pobreza, el desarrollo de la democracia y una menor violencia, o el desarrollo de la ciencia y de nuevas tecnologías, hoy estamos mejor que nunca. Vivimos en una edad de oro de la historia y el progreso va a continuar. Sí, es cierto, la pandemia del coronavirus de 2020 es un terrible contratiempo, y la crisis económica global subsiguiente será muy difícil de superar, pero, más pronto o más tarde, conoceremos todo sobre el virus, descubriremos una vacuna salvadora, y la humanidad se recuperará para volver a la senda anterior. ¿Es todo eso verdad? ¿Cuánta realidad hay en esa visión tantas veces repetida por ensayistas y medios de comunicación? ¿Puede el ser humano jugar a ser dios? ¿Podemos aspirar, como ha planteado el conocido historiador israelí Yuval Harari, a lograr algún día la inmortalidad, la felicidad y la divinidad? La noción de progreso, momentáneamente interrumpida por la pandemia del COVID-19, permanece prácticamente intacta en la visión hegemónica de las elites, la cultura social y en gran parte del imaginario popular. Hay que volver a la “normalidad” se nos repite continuamente. Pero la "normalidad" en el mundo es que dos terceras partes de la población sobrevive con menos de 5 dólares al día, que 2.500 millones de personas no tienen un hogar para vivir en condiciones, que beben agua potable contaminada, y que mucha gente respira, bebe y se alimenta con tóxicos que dañan la vida y la salud. Sin embargo, con la pandemia, lo impensable ha sucedido en el mundo rico y para las clases sociales más privilegiadas: ya no se sienten tan invulnerables.

El capitalismo ha generado sin duda progresos materiales enormes. Sin embargo, no ha solucionado, sino que ha agravado las necesidades básicas de tipo material, sociocultural y espiritual de gran parte de la humanidad. Y es que una concepción ingenua del progreso humano o una visión tecnocientífica demasiado simple no permite valorar adecuadamente el conjunto de la realidad del planeta ni de todos los seres vivos que en él habitan. Junto a numerosos ejemplos de progreso real en bienestar y derechos sociales, vale decir que la mayor parte de las veces logrado tras arduas y persistentes luchas sociales y populares, emergen también, y cada vez con mayor frecuencia, múltiples situaciones destructivas, vejatorias y alienantes. La explotación, dominación, discriminación y alienación que sufren centenares de millones de seres humanos les impide vivir con dignidad, tener salud y no morir prematuramente. La opresión, la anomia y las formas de vida degradante que llevan tantos otros, impide alcanzar la plenitud y el florecimiento de la vida humana, en un planeta cuyos ecosistemas se degradan sin cesar. El gran filósofo y ensayista Francisco Fernández Buey decía que vivimos en un mundo con una “plétora miserable”, en una “crisis de civilización” con cambios simultáneos, de gran magnitud y cada vez más rápidos, de tipo socioeconómico, ecológico, político, cultural y de salud. ¿Por qué ocurren? ¿Son necesarios? ¿Quiénes se benefician? ¿Por qué nos vemos obligados a adaptarnos? ¿Son saludables?

Los constantes cambios bajo los que vivimos no sólo dificultan nuestra adaptación al medio, sino que a menudo generan formas de adaptación poco saludables las más de las veces. Recordemos la conocida sentencia del filósofo hindú Jiddu Krishnamurti: “no es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”. Peor aún. Las formas de producción y consumo global que hemos creado van camino de generar colapsos globales de tipo ecosociológico de resultado incierto, pero ciertamente muy preocupantes. Las crecientes desigualdades en la salud que hoy observamos en el planeta reflejan el desigual mundo en que vivimos. ¿Cómo valorar ese impacto civilizatorio sistémico, donde desarrollo y barbarie van de la mano, donde retroprogreso y ecogenocidio ocurren al unísono? En base a la integración de la mejor investigación científica y crítica, son cada vez más quienes tienen una percepción pesimista y mucho más realista de la que tienen muchos “desarrollistas tecnólatras”, anclados mentalmente en un ciego optimismo. Somos bastantes quienes sentimos que, junto al progreso alcanzado en algunas poblaciones y regiones del planeta, aparecen escenarios más oscuros que dibujan un futuro muy sombrío. Apuntemos algunos de los más importantes: las guerras por los recursos y la alarmante desigualdad social, la degradación de la calidad democrática y el ascenso de un neofascismo pujante, la emergencia ecológica y climática con la contaminación masiva del aire, tierras y aguas y la pérdida de biodiversidad, la mercantilización de la sanidad y servicios sociales, y la aparición de nuevas pandemias como la COVID-19. La cuestión no es si en los próximos años el capitalismo seguirá cambiando, es seguro que lo hará, sino que tipo de nuevas mutaciones van a producirse y cuáles van ser sus efectos. Sabemos que la inevitable crisis energética en ciernes hará imposible el actual derroche energético, que el PIB no podrá seguir creciendo, que la economía cambiará y el decrecimiento tendrá lugar, que deberemos vivir de otro modo, y también sabemos que una pequeña elite intentará seguir como hasta ahora y que habrá que luchar denodadamente para vivir dignamente en un planeta habitable.

Vivimos años decisivos. Estamos en una crisis de civilización de muy difícil salida. Los profundos y acelerados cambios socio-económicos, laborales, culturales y tecnocientíficos en los que nos encontramos hacen imposible predecir un futuro enormemente incierto, pero el ecocidio y el genocidio emergen como una posibilidad real en un planeta cada vez más inestable y que puede llevarnos varios tipos de colapso. El futuro de la humanidad va a decidirse muy pronto en un planeta gravemente amenazado por la crisis ecológica, la desigualdad social, el peligro de guerra, o la extensión de un tecnofascismo necrofílico capaz quizás de someter a la humanidad a un postcapitalismo neofeudal “vigilado” o al exterminio selectivo. Si fuera así, si la humanidad no logra impedirlo, el resultado será pavoroso y el sufrimiento y muerte de decenas, de cientos de millones de personas inimaginable. La solución a las necesidades exigirá un cambio radical de modelo, donde habrá que imaginar, pensar, proponer y experimentar modelos alternativos y asumir la complejidad de crear un nuevo modelo económico, productivo y de consumo, más simple y homeostático. Un modo de vida que, más allá de toda retórica, sea realmente sostenible, equitativo y que busque el bienestar de la población y el florecimiento vital de cada ser humano. Para ello, inevitablemente, habrá que hacer frente a quienes se resisten o se oponen a realizar esos cambios.

Quienes poseen el poder político, económico o incluso militar, no son insensibles a la presión social. No pueden serlo. También son dependientes del medio socio-político en que viven. De hecho, los cambios sociales más importantes ocurridos en la historia no tuvieron lugar dependiendo de quienes tenían el poder, sino por la creación de un contexto y hegemonía social y de una fuerza popular que les forzó a tomar decisiones y a realizar cambios en una dirección más adecuada. Marx dijo que el revolucionario tenía que ser capaz de oír crecer la hierba. Oigamos a la hierba, los pájaros y los árboles, observemos la vida, la salud, y el probable futuro que aguarda a la naturaleza y a los seres vivos que formamos parte de ella. Politicemos con empatía el sufrimiento y el dolor humano, politicemos críticamente su alienación y explotación, politicemos con inteligencia y coraje las desiguales relaciones de poder de un sistema mundial de dominio que puede asolar el bienestar de la población y el planeta. El futuro de la humanidad no está escrito. Tenemos los medios para mutar nuestra mente, pero necesitaremos mucho coraje, mucha inteligencia y mucha persistencia para hacerlo. De las ideas y creatividad que generemos, de las capacidades y fuerzas globales con que experimentemos nuevas propuestas y realicemos acciones efectivas, de la conciencia de no ser dioses sino humanos intra, inter y ecodependientes, de las ideas, capacidades y fuerzas con que experimentemos nuevas propuestas, dependerá la salud colectiva y el futuro de la vida en la Tierra. El futuro de la vida y de la salud están en nuestras mentes y en nuestras manos. La elección es nuestra.

Extracto de la introducción del libro de Joan Benach “La salud es política. Un planeta enfermo de desigualdades” (Icaria, 2020). https://icariaeditorial.com/novedades/4683-la-salud-es-politica-un-planeta-enfermo-de-desigualdades.html.

es profesor, investigador y salubrista (Grup Recerca Desigualtats en Salut, Greds-Emconet, UPF, JHU-UPF Public Policy Center), GinTrans2 (Grupo de Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas (UAM).

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