Manuel Azaña
20/10/2019
En medio de una histérica campaña de aniquilamiento político en contra de Azaña, basada en una acusación fraudulenta de rebelión urdida por el nuevo gobierno de Lerroux, que logró su encarcelamiento provisional aduciendo la estancia de Azaña en Barcelona durante los hechos de octubre de 1934 y la proclamación del “Estat Català de la República Federal Espanyola”, importantes intelectuales de la República, no solo de izquierdas, firmaron en noviembre un documento “A la opinión pública” que la censura impidió publicar en los periódicos de Madrid: “Lo que contra el señor Azaña se hace quizá no tenga precedente en nuestra historia”…”No se ejercita en su contra una oposición, sino una persecución. No se le critica, sino que se le denosta, se le calumnia y se le amenaza. No se aspira a vencerle, sino a aniquilarle. Para vejarle se han agotado todos los dicterios. Se le presenta como un enemigo de su patria, como el causante de todas sus desdichas, como un ser monstruoso e indigno de vivir… “defendemos, más que al señor Azaña, a la civilidad española”. Entre los firmantes estaban Juan Ramón Jiménez, Manuel Chaves Nogales, García Lorca, Josep Clarà, “Azorín”, José Bergamín, Fernando García Mercadal, Valle Inclán, Josep Maria de Sagarra, Américo Castro, León Felipe, Gregorio Marañón, Joaquim Xirau, etc.
Tras su liberación de la cárcel por orden del Tribunal Supremo, ante la falta de pruebas, Azaña escribió “Mi rebelión en Barcelona” (1935), donde intenta desentrañar el sentimiento de “injusticia perfecta”. David Vila
Departiendo con un hombre bondadoso, investido de funciones judiciales, le dije:
- Me gusta ser tratado con injusticia.
- ¡Claro! Luego podrá usted chillar, pedir cuentas…
- No pienso tal cosa. No chillo. Chillar se queda para otra clase de hombres.
Temo que no me entendió. Para hacerme entender de todos, quisiera entenderlo bien yo mismo.
La injusticia, si es perfecta según ciertas condiciones, penetra avasalladora en mi ánimo con fuerza de demostración, de confirmación rotunda. Su efecto inmediato, paladeada la amargura, consiste en poner claridad y orden en el espíritu, con ventaja de la disciplina. En torno de la injusticia recibida, es decir, de su impresión, se cuajan, cristalizan y articulan ciertos movimientos del ánimo, más o menos advertidos previamente, sofocados algunos, por no dialogar con ellos, creyendo mantener de ese modo la salud y la alegría. Así, sobre un terreno movedizo, inseguro, parecía levantarse a fuerza de razón un sistema de relaciones en que solía poner lo más espontáneo de mi complexión, desprovista de astucia. La operación demostrativa realizada en mi ánimo por la injusticia perfecta al derruir ese sistema, consiste en que castiga y corrige la credulidad, pone en vigor aquellos presentimientos furtivos, los saca a primera línea, me los hace tomar por antiguas y arraigadas convicciones fatídicas. La lucidez se lisonjea creyendo haber sido siempre previsora.
Como manantial de placer, la injusticia perfecta no guarda semejanza con ningún infortunio ni desventura, ni con la injusticia común. Las sombras con que el mal moral o el mal físico ennegrecen la vida (muerte o enfermedad, miseria, ingratitud, olvido…), nunca dejan regusto placentero, por muy exquisitos frutos que estoica o cristianamente se pretenda extraer de ellos. Lo mismo sucede con la injusticia común, no cualificada, artículo primero, para mi gusto, en las “molestias del trato humano” mentadas por el clásico. Somos injustos unos con otros por ley general, las más veces sin propósito, sin advertir que lo somos ni parar mientes en el acto injusto cuando lo cometemos, sin saber en qué consiste, en qué apartado y dolorido blanco va a caer de rebote nuestra injusticia. Los hombres se desconocen lo suficiente para maltratarse de tal modo, y los más civilizados viven una vida tan inclemente como en ese y otros respectos pueda serlo la de un esquimal. También los sentimientos mejores, adorno de la vida, el amor menos ciego, la rara amistad, engendran injusticia, como las pasiones innobles. Pero la injusticia abundante en la maraña social, donde las fibras delicadas se rasgan y desangran, es cosecha ordinaria, mientras provenga de invidencia, de torpeza, de egoísmo, de ignorarse y de ignorar al prójimo; es bueno y corriente defenderse de ese mal, como de todos. Si proviene de una conciencia lúcida, vidente, con intención dañada de hacer mal, que se arroja derechamente sobre lo más digno de respeto para gozarse en su estrago, la injusticia arriba a perfección, cobra hermosura siniestra y alumbra con luz fría el ánimo en que se aposenta y la padece. ¡He ahí el gozo inefable de sentirse anegado sin culpa en el puro mal! El acto es completo si recae en otra conciencia vigilante, capaz de medir en todas sus dimensiones la injusticia. No lo sería si fuese a dar en un ente sin pensamiento, a quien se aplasta como a un bicho y no conoce la causa. En la evidencia de no ser merecido, el daño afila su aguijón, el ánimo se eleva en busca de más entrañable entrega y paladea el daño como agua que en sorbo delgado y glacial desaltera las fauces. La prueba no es de buscar, sí de gozar hasta la embriaguez cuando la brindan.
Confieso haber intentado defenderme de esa complacencia, no fuese un hallazgo de la misantropía, contenta si corrobora una prevención adversa al prójimo; o un resabio de infantilismo. No pasé del intento. Del misántropo me falta, entre otras prendas, la decepción radical granjeada en desengaños. No me hacen rabiar, como a Alceste, la hipocresía, la maldad. Ciertas formas de la salud moral, ventajosas, envidiables, no son meritorias: se tienen por don gracioso de la naturaleza. El arte de vivir consiste en dejarlas siempre en salvo. Y lo que es pueril, no creo serlo, aunque no me sonroje la respuesta afirmativa. A nadie le gusta parecer niño en el juego de los sentimientos, si han cursado el aprendizaje de la edad y entienden de añagazas. Es lo normal. Pero la prevención extremada a la puerilidad, el valor despectivo del vocablo, provienen, a veces, de orgullo impotente para encontrar en el alma, asolada por las intemperies e infiel a sí propia, el primor generoso del sentimiento ingenuo, reventando de savia e indefenso, como en la sazón temprana de la vida. Los niños se aficionan al sabor de sus lágrimas, se arropan en su desconsuelo, si quien les dispensa el bien y el mal -el placer y el dolor- chafa con un vejamen la flor de sus sentimientos y los deja en el desamparo inicuo, llamado por nosotros injusticia. ¿Llega hasta ahí -me dije- la raíz de mi emoción placentera? No es probable. Solamente en la madurez se discierne, a través de la fea conducta ajena, el fascinante poder de la injusticia como incentivo de la abnegación. No tomo en cuenta un placer de segundo orden, que algunos pondrían el primero llamándolo venganza: venganza instantánea, embebida en la acción injusta, declarada por ella, y reducida gustosamente por mí a sencillo descubrimiento, haciendo notoria una verdad, hasta ahora recatada. La odiosa intención, por fin descubierta, me venga eternamente, con su sola presencia, de los autores y consentidores. No podrán revocarlo ni enmendarlo. Se han puesto un sello de oprobio que yo no habría podido inventar poniendo a contribución todas las sugestiones de la malicia.
Así discurría cuando dije: “Me gusta ser tratado con injusticia.” Placer tan sutil y volátil se desvaneció pronto. Aunque quisiera, no podría reproducirlo. Andaba en ello una manera de esclarecimiento y revelación sin segundo posible. Trance de extraña claridad, de rara posesión de uno mismo; basta haberlo conocido. Ello me excusa de hablar, en adelante, de mi sentir personal, por ventura muy distinto de lo que aguardarían los canes, y me atengo, con indiferencia sobre el sujeto, a restaurar la verdad. Es la intención de mi relato.