"Los ‘chalecos amarillos’ se desarrollaron en un desierto político". Entrevista

Michel Wieviorka

19/04/2019

La historia social nunca se acaba, menos aún en una sociedad como la francesa donde la idea de igualdad organiza los pilares de la narrativa nacional desde la revolución de 1789. Los «chalecos amarillos» irrumpieron desde la periferia, desde el corazón herido de una Francia a la que se llamó erróneamente «invisible». En un momento en el cual, como casi todas las sociedades occidentales, el país atravesaba una profunda crisis de representatividad, los gilets jaunes construyeron la suya en una zona de aislamiento. A lo largo de todo el territorio, empezaron ocupando las rotondas, es decir, ese lugar circular de cruce de caminos que comunica con rutas que se internan en los pueblitos, esos páramos hace mucho tiempo dejados al abandono por un Estado que cerró estaciones de trenes, escuelas, correos y bancos. De aquella soledad periurbana o perirrural saltaron a la capital francesa, ante el asombro de los analistas de París. El gobierno francés se quedó mudo y paralizado, tanto más cuanto que venía de una serie ininterrumpida de victorias rotundas contra los sindicatos y otros movimientos sociales: impuso su reforma laboral sin muchos sobresaltos y luego la reforma de uno de los mitos de Francia, la empresa nacional de ferrocarriles, la sncf.

Los «chalecos amarillos» atravesaron los intersticios de las certezas del poder y la copiosa ignorancia de los medios. Se vistieron con el chaleco fluorescente que se debe llevar obligatoriamente en los autos y ganaron una visibilidad incuestionable. Con el correr de los días, la visibilidad se tornó en legitimidad y esta, en un respaldo masivo de la población. De las rotondas, que jamás abandonaron, pasaron a París. En la capital francesa armaron uno de los revuelos sociales más intensos de que se tenga memoria. A diferencia de otros momentos de tensión social, los «chalecos amarillos» desplazaron el punto de resistencia. En lugar de los barrios populares, fueron a manifestar en el corazón de la riqueza: los Campos Elíseos y sus súper ricas avenidas adyacentes, donde están concentradas las riquezas más abultadas del mundo. El Estado se asustó. Llegó a sacar a la calle más policías que manifestantes, reprimió con una violencia inaudita, arrestó de forma preventiva, impidió a mucha gente que fuera a las manifestaciones de los sábados. La represión policial dejó, al cabo de dos meses, cientos de detenidos y heridos graves: mutilados de manos o pies, gente que perdió un ojo. En defensa de su modelo, el Estado llegó a violar las propias reglas que él mismo había fijado. Nada disuadió a los «chalecos amarillos». Aunque se fueron dividiendo entre el sector más radical que anhela derribar al gobierno en la calle y otro más moderado que aspira a convertir el movimiento en una entidad política, la insurrección amarilla persiste tanto como su mensaje original: vivimos en un sistema de acumulación demente y de exclusión radical donde se pretende que unos pocos paguen las condiciones de vida de la modernidad. No fueron de derecha ni de extrema derecha, ni tampoco de izquierda o de extrema izquierda, ni tampoco ecologistas. Objeto de múltiples intentos de manipulación y cooptación política, los «chalecos amarillos» no entregaron su fuerza y su legitimidad al mejor postor. Su aparición vino acompañada de varias invenciones sociales: no solo el chaleco, también la articulación entre las redes sociales y la realidad y esa forma inédita de haber bautizado cada manifestación de los sábados como un «acto». Una forma de decir que la gran pieza de teatro sigue en el escenario.

El sociólogo francés Michel Wieviorka ha seguido con rigor los rumbos de esta insurrección popular. Wieviorka es uno de los intelectuales más reputados de Francia. Su obra sociológica teórica se sitúa en una línea que toma en cuenta la globalización tanto como la construcción individual y la dimensión subjetiva de los actores. Con sus primeros trabajos, empezó a construir una suerte de sociología de la acción a partir de los consumidores de la década de 1970. Ello lo llevó a interesarse en los movimientos sociales y en fenómenos como el racismo, el terrorismo y la violencia. En 1989, su libro Societés et terrorisme [Sociedades y terrorismo] le valió un rápido reconocimiento internacional. Sus obras traducidas al español son: El espacio del racismo (Paidós, Barcelona, 1982); La primavera de la política (Libros de la Vanguardia, Barcelona, 2007); El racismo: una introducción (Gedisa, Barcelona, 2009); Otro mundo. Discrepancias, sorpresas y derivas en la antimundialización (fce, Ciudad de México, 2009); Una sociología para el siglo xxi (uoc Ediciones, Barcelona, 2011); La violencia (Prometeo, Buenos Aires, 2018) y El antisemitismo explicado a los jóvenes (Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2018). Presidente entre 2006 y 2010 de la Asociación Internacional de Sociología (ais/isa), Wieviorka es actualmente director de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales y preside el directorio de la Fundación de la Casa de las Ciencias del Hombre en París. Le entrevistó para la revista Nueva Sociedad Eduardo Febbro, corresponsal en Francia del diario argentino Página/12.

-¿Cómo definiría usted el levantamiento de los «chalecos amarillos»? ¿Acaso fue una revuelta fiscal, una revuelta ecológica o, más globalmente, la manifestación de un hartazgo general contra la desigualdad?

Ha sido un movimiento social en un contexto de crisis política y social. Es una parte de la sociedad que dice no aceptar sus condiciones de vida, que quiere pagar menos impuestos y, de alguna manera, rehúsa pagar la transición ecológica. Se ha dicho que los «chalecos amarillos» eran una suerte de Francia invisible. En realidad, era invisible solo para quienes no quisieron verla. No era en nada invisible. Muchos trabajos han demostrado la existencia de una Francia que no vive en las mismas condiciones en las que se vive en el centro de París. En este país hay muchas desigualdades sociales, hay regiones que se han convertido en desiertos. Cuando alguien vive en un lugar donde ya no hay trabajo, ya no hay servicios públicos, donde no hay escuela para los niños ni maternidad para atender los nacimientos; cuando no hay más estaciones de trenes, ni correos, en suma, cuando todo esto desaparece, la gente se dice: la vida no es posible.

Ha habido entonces una ceguera política acumulada por parte de los sucesivos gobiernos.

El problema es el tratamiento político de todo esto. No ha habido propuestas políticas pensadas seriamente para esta parte de la población. Esto empezó a gestarse a finales de los años 70, principios de los 80. Pero no es el único problema de este país. También está la problemática de los suburbios. Y todo esto nunca fue objeto de políticas fuertes. No se pensó en reabrir servicios públicos, no se pensó en tomar en cuenta a toda esa gente para la cual el automóvil es indispensable. Hay muchas familias que necesitan hasta dos automóviles. Viven lejos del lugar del trabajo. A menudo, marido y esposa viven a 50 o 60 kilómetros del lugar de trabajo. Tampoco hay escuelas para los niños y entonces tienen que ir a trabajar con el auto y también usarlo para llevar y traer a los chicos de la escuela. Todos estos problemas nunca fueron tratados de manera seria.

-Hay también dos elementos constantes que surgen con esta crisis: la ruptura, en Francia, del sistema colectivo de solidaridad, y el abismo entre la población, sus necesidades y la dirigencia política global. ¿Está de acuerdo?

Sí. Francia, como muchos otros países, vive un proceso de fragmentación. Y en este proceso desaparecen las formas de solidaridad colectiva, o se transforman en nacionalismos y repliegue sobre sí mismo. Pero esto es apenas un aspecto del problema. El otro es la crisis del sistema político. En Francia, las formas clásicas de la democracia liberal, o sea, la representación política, no funcionan más. Los partidos clásicos ya no funcionan y esto explica en mucho los problemas. La gente siente que los partidos políticos no la representan, que están lejos, que esos partidos pertenecen a un tiempo antiguo y que no son los que necesita hoy. En esta situación, el poder está desconectado de la población, sin capacidad de mediación. Pero esta crisis de la representación no atañe solo a los partidos políticos, también engloba a los sindicatos, a las asociaciones.

Estamos en un país donde las mediaciones políticas y sociales se están debilitando, donde el poder ha funcionado de manera tecnocrática. Hay poca política y mucha racionalidad que no toma en cuenta la vida de la gente. Los partidos políticos no funcionan bien. Han perdido la capacidad de plantear propuestas. Esta es la razón por la cual los «chalecos amarillos» se desarrollaron en un desierto político. No hay correas de transmisión política. Está el poder central del gobierno, el presidente, está luego el pueblo y en el medio no hay nada para llevar a cabo una mediación. El gobierno tiene la mayoría en la Asamblea Nacional, pero los diputados de su partido, La República en Marcha, fueron muy, pero muy poco inteligentes.

Mucho se ha dicho en todo el mundo que Francia volvía a marcar la pauta de la revuelta social. La izquierda radical ve en los «chalecos amarillos» la realización del sueño de una insurrección ciudadana. Sin embargo, el perfil de los «chalecos» es más complejo.

Los «chalecos amarillos» no hablan mucho de insurrección. Pero como la gente necesita tener marcadores históricos, intenta buscar algo que ligue a los «chalecos amarillos» con esas referencias. Y allí, desde luego, aparece la Revolución Francesa. Sin embargo, los «chalecos amarillos» no son un movimiento revolucionario. Sí, es cierto que se habla del presidente Emmanuel Macron y del poder como del rey Luis xvi o de su esposa María Antonieta. Sin embargo, no se trata de un movimiento revolucionario que quiere tomar el poder. Hubo mucha violencia durante las manifestaciones, pero no fueron los actores centrales quienes la desencadenaron. Son otros, son gente que vino a romper cosas y a enfrentarse con la policía, son gente que tiene ideas políticas de extrema izquierda o de extrema derecha. Admito que hubo «chalecos amarillos» que actuaron de forma violenta, pero no son el corazón del movimiento. No se trató de un movimiento que pretendiera acabar en una revolución.

Allí está la idea de que, al no ser un movimiento identificado, puede ser utilizado peligrosamente por uno u otro sector político.

En su corazón, el movimiento de los «chalecos amarillos» está diciendo: tenemos problemas sociales y queremos que el poder nos responda de manera social, o sea, queremos dinero para vivir mejor, queremos pagar menos impuestos. Son, por consiguiente, demandas sociales. Pero fuera de los «chalecos amarillos», en la extrema izquierda, se dice: «Este movimiento quiere la revolución». En la extrema derecha se dice: «Los ‘chalecos amarillos’ tienen que saber que los problemas de Francia son la inmigración, el islam y la identidad nacional». Cada sector los etiqueta con sus ideas. Pero la verdad es que los «chalecos amarillos» nunca hablaron así. Insisto: no es un movimiento político, no es un movimiento de extrema izquierda o de extrema derecha. Tal vez haya gente adentro radicalizada, más abierta a ideas extremistas, pero en ningún caso fue ese el perfil de los gilets jaunes. No tienen nada que ver con el comunismo, ni con el fascismo. Es muy difícil hacer comparaciones, y no solo históricas, sino también en el espacio de hoy. Hay gente que dice que los «chalecos amarillos» fueron un poco como en Italia, con La Liga y el Movimiento 5 Estrellas, o como en Reino Unido con el Brexit, o como los votantes de Donald Trump en Estados Unidos y como en Brasil con Jair Bolsonaro. No son comparaciones válidas. Los «chalecos amarillos» son una cosa única y muy distinta de todo lo demás.

-Hay en este movimiento algo que lo diferencia de todas las demás soluciones que los países buscaron colectivamente a través de las elecciones. ¿No han pedido un cambio de poder, que el poder cambie su forma de gobernar?

Exactamente. En Italia hay problemas del mismo tipo. La gente votó por Beppe Grillo (5 Estrellas) o a favor de la extrema derecha de Mateo Salvini. En Reino Unido los problemas también son similares, y allí la gente optó por salir de Europa. A su vez, en Brasil, los electores llevaron a Bolsonaro al poder. Entonces, lo que constatamos es que en todos esos países la respuesta a los problemas sociales fue directamente política. La gente se dijo que con cambios políticos su situación iba a mejorar. En Francia no pasó eso. Aquí, la gente dijo: «Queremos una respuesta del gobierno a nuestros problemas». Hubo una inteligencia colectiva impresionante.

Esto constituye ya una innovación en sí, pero hay más. Por ejemplo, los «chalecos amarillos» nacieron en las redes sociales, pero con un perfil y una dinámica distintos de los que se pudieron ver en otros países o en la «primavera árabe».

Hoy no se puede hablar de movimientos sociales sin tomar en cuenta las redes sociales, internet o los teléfonos móviles. Las nuevas tecnologías de la comunicación son centrales. Sin embargo, la fuerza de los «chalecos amarillos» consistió en decir: «Vamos a articular lo digital con la presencia concreta en todo el territorio nacional». Es decir, la vida concreta de actores que viven y se encuentran en cada lugar y, además, que se tornan visibles con los famosos chalecos amarillos. Entonces, se trata de un movimiento digital con, por un lado, internet y las redes sociales y, por el otro, una dimensión visible en todo el territorio. Los «chalecos amarillos» articularon las dos vertientes. Antes de los chalecos tuvimos Ocuppy Wall Street en eeuu o los indignados del 15-m en España y otros movimientos de este tipo. Ambos tienen una cierta manera de articular las redes con un lugar concreto de encuentro. Pero claro, solo un lugar de encuentro. Aquí, con los «chalecos amarillos», la ocupación, el encuentro, fue en todo el territorio nacional. Además, el mismo chaleco amarillo les dio una visibilidad muy fuerte que funcionó muy bien en la televisión. Desde este punto de vista, estuvimos frente a un movimiento muy innovador. Han sido muy visibles. Por otra parte, ha sido un movimiento horizontal. Aquí no hay ningún líder carismático. Los «chalecos amarillos», al menos hasta ahora, no quieren o no han sido capaces de promover a un líder fuerte.

-Este perfil que los caracteriza ¿no puede acaso volverse un problema, o sea, acarrear su propia extinción?

Los «chalecos amarillos» enfrentaron el problema de transformar la horizontalidad en una verticalidad de tipo político. Habrá que ver.

La lista de innovaciones es larga. Por ejemplo, incluye también la temática ecológica. La revuelta nació con una protesta contra una medida gubernamental destinada, en principio, a financiar la mal llamada transición ecológica. El Poder Ejecutivo pretendía equiparar el precio del gasoil, que es más barato, con el del combustible común.

Sí, el movimiento se desencadenó a raíz del aumento del precio de los combustibles. La gente empezó a decir que los «chalecos amarillos» estaban en contra de la transición ecológica. La verdad es un poco más compleja. Después de que estallara la revuelta, el gobierno dijo que esos impuestos eran para la protección del medio ambiente, pero la verdad es que se trató más que nada de recaudar más impuestos, muy poco se habló antes de ecología. Al mismo tiempo, los «chalecos amarillos» decían: «No estamos en contra de la transición ecológica, pero ¿por qué tenemos que pagarla nosotros?». Son un movimiento que no trata sobre la transición ecológica, no se mete con la ecología, no se opone a la transición ecológica, pero termina introduciendo la idea según la cual hay una contradicción: ¿qué queremos hacer? ¿Queremos financiar la transición ecológica o queremos ayudar a los más pobres a vivir normalmente?

-Pero toca el tema de la justicia fiscal, el famoso artículo xiii de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 donde se expresa claramente que se paga según lo que se tiene. Allí aparece la noción plena de igualdad.

Ocurre que hubo una falta inicial, un pecado original cometido por el presidente Macron. Cuando llegó al poder en 2017, lo primero que hizo fue modificar el impuesto aplicado a las grandes fortunas, el isf. El gobierno inició su trayectoria política con esta medida y otras más que estaban claramente a favor de las empresas. La gente empezó a decir que el gobierno les daba mucho a los ricos, a las empresas, y al final es a nosotros a quienes nos toca pagar. Hay una idea muy fuerte de que Macron es el presidente de los ricos y de los poderosos; que es, además, un presidente arrogante, que habla de manera negativa y displicente sobre muchos temas. Por ejemplo, una vez dijo que, para la gente que no tiene trabajo, es muy fácil encontrar uno. «Basta con cruzar la calle y hay un trabajo». Tal vez, a veces, sea así para algunos, pero para la mayoría de la gente no es el caso. Hay muchos ejemplos sobre la falta de inteligencia política y sentido social de muchos integrantes del aparato de poder. El caso más extraordinario es el del presidente del grupo parlamentario del partido de gobierno, La República en Marcha. En un momento de la crisis de los «chalecos amarillos», Gilles Le Genre dijo: «Fuimos demasiado inteligentes». Eso equivale a decir que los otros eran demasiado estúpidos. En suma, son gente arrogante, gente que no sabe hacer política. Son gente que aplica la política del poder.

En este sentido, el rechazo a la arrogancia de los ricos fue muy poderoso. Jamás se había visto en Francia una manifestación en la que la gente atacara, en París, el barrio de los ricos, ni menos aún los símbolos de la nación, como el Arco de Triunfo o la Tumba del Soldado Desconocido. Esta vez sí. No fueron la Plaza de la Bastilla, la Plaza de la Nación o la Plaza de la República los escenarios de la confrontación, sino los Campos Elíseos o la Avenida Foch. No hay que olvidar que este movimiento no nació en París sino en el interior. Puede que haya gente en París con alguna simpatía o sensibilidad cercana hacia los «chalecos amarillos», pero no fue la mayoría. El corazón de los «chalecos amarillos» está fuera de la capital. En tiempos pasados, los momentos importantes, insurreccionales, con movimientos sociales fuertes, surgían en París, eran genuinos de la ciudad. Pero los «chalecos amarillos» acuden a la capital desde el interior del país para manifestar con la intención de ir lo más cerca posible del poder político. Y el poder político está en París, en los alrededores de los Campos Elíseos. El movimiento no manifestó en esos barrios porque ahí se encontraba el dinero o la riqueza, sino porque allí se encontraba, precisamente, el poder político. Y como el dinero, la riqueza y el poder político residen en los mismos lugares, los unos porque viven allí y los otros porque en esas zonas funciona, precisamente, el poder político, ocurrió lo que vimos. Al menos al principio, los «chalecos amarillos» ocuparon los barrios pudientes no como una crítica contra los ricos, sino para llegar lo más cerca posible de donde estaba el poder presidencial.

-¿Qué lecciones deja la insurrección amarilla francesa en el campo político y social?

Este movimiento significa que salimos de un mundo y entramos en otro. Significa que salimos de un tipo de sociedad y nos dirigimos hacia un perfil nuevo de sociedad. Y lo que realmente estaban diciendo los «chalecos amarillos» era precisamente esto: no queremos pagar para este cambio. No queremos ser ni los que van a desaparecer, ni los que van a empobrecerse. No nos corresponde a nosotros pagar por este cambio. Los «chalecos amarillos» plantean la pregunta clave: ¿quién va a pagar por eso?

La otra lección que aporta esta revuelta concierne a la forma misma de la insurrección: hoy ya no hay movimientos sociales importantes si no son capaces de articular lo digital, o sea, internet y las redes sociales, con la presencia concreta, física, en el terreno. Ambos son necesarios. Si un movimiento es solo virtual, no funcionará. Hacen falta las dos dimensiones: las nuevas tecnologías de la comunicación y la presencia territorial masiva. Esto es nuevo. El repertorio de las formas de acción colectiva ha cambiado. Desde luego, no son los primeros que demuestran esto, pero los gilets jaunes lo han llevado a la práctica de forma muy, muy fuerte. Hay más lecciones. Este movimiento es simpático en términos sociales. No es un azar que 70% de la población lo respalde. Sin embargo, los «chalecos amarillos» son una catástrofe en muchas otras dimensiones: ¿cómo se construirá Europa con un movimiento que obliga al gobierno a no obedecer las reglas comunes europeas en términos de presupuesto? A su manera, los «chalecos amarillos» debilitan la construcción europea. En segundo lugar, en cierta forma, los «chalecos amarillos» han sido un movimiento en favor del automóvil, lo que es contrario a la transición ecológica. Esto ocurrió en un país que era uno de los líderes en la lucha contra el cambio climático. Los «chalecos amarillos» son socialmente simpáticos y, al mismo tiempo, introducen problemas de otra naturaleza. Y estos problemas son las temáticas del futuro. Se trata de un movimiento defensivo cuyo costo consistirá en hacer que el futuro sea mucho más difícil, inclusive para los actores del movimiento. Aclaro que los «chalecos amarillos» no son antimodernos, pero sí dicen que no quieren pagar por la modernización y el cambio. Es eso.

Presidente entre 2006 y 2010 de la Asociación Internacional de Sociología (ais/isa), es actualmente director de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales y preside el directorio de la Fundación de la Casa de las Ciencias del Hombre en París.
Fuente:
Nueva Sociedad, marzo-abril 2019

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