Racionalidad e irracionalidad en el actual sistema-mundo

Xosé Manuel Beiras

08/05/2020

Allá por los ya distantes años sesenta del pasado siglo XX, durante mis últimas estancias prolongadas en Francia para mi formación en sistemas económicos, y coincidiendo con la eclosión del estructuralismo en la epistemología de las ciencias sociales, Maurice Godelier reflexionaba sobre la racionalidad y la irracionalidad en la economía. Su obra —un clásico tal vez hoy en gran medida olvidado en el desván de la memoria colectiva— me había causado un fuerte impacto esclarecedor de cruciales interrogantes que me asediaban durante mi proceso de formación. 

La primordial motivación de mi dedicación al estudio de los sistemas económicos tenía su origen en la patología de la realidad socioeconómica de mi propio país, Galicia, anclado en el subdesarrollo y la dependencia, finisterre dentro de la que Dudley Seers rotularía más tarde como “Europa periférica”, en el que la abrumadora mayoría de su espacio social y económico interno seguía siendo precapitalista, y correlativamente la de su fuerza de trabajo, o “población activa”, campesinado en fase de transición del autoconsumo a la producción simple de mercancías —más el entonces extenso sector de la pesca artesanal y el marisqueo. Ante esa realidad, la ideología dominante, y la propia economía académica, atribuían a ese campesinado, como causa primordial del atraso, la “irracionalidad” de sus pautas de conducta como agentes económicos. 

Naturalmente, bajo esa diagnosis subyacía el axioma de que la única pauta de conducta económica “racional” posible era la congruente con la lógica del modo de producción capitalista: contrastada con ese modelo, la de una realidad precapitalista, que además no se contemplaba como tal, no podía constituir “otra racionalidad distinta”, sino que simplemente era “irracional”. Por extensión, tácitamente, esa sentencia sería aplicable al modo de producción señorial, o feudal, al esclavista, y a cualquiera otro de los aparecidos en las diversas latitudes del planeta y en las diferentes fases de sus respectivas historias. 

El capitalismo constituiría la culminación del proceso de consecución de la racionalidad en la conducta del homo economicus a lo largo de la historia humana, y por tanto en la forma definitiva de organización de la economía en cualquier sociedad: las categorías del modo de producción capitalista venían a ser así universales y perennes en su vigencia, ahistóricas —o sea, “el fin de la historia”, mucho antes de ser proclamado por algún majadero petimetre a finales del siglo XX. 

La reflexión de Godelier contribuía a desmontar esa falacia puesta en evidencia ya, mucho antes, por el marxismo clásico, pero haciéndolo desde una perspectiva epistemológica complementaria en el marco histórico de la modernidad, la del racionalismo europeo, y singularmente el francés, y centrada en la cuestión de la lógica de la asignación de recursos en cada modelo de formación social. Una cuestión ínsita en los aurorales debates teóricos de principios de siglo sobre la planificación económica, en los que habían participado desde un Pareto a un joven Oskar Lange, luego en los de la NEP en la recién nacida Unión Soviética, y mucho más tarde, en los años sesenta, sobre las reformas del modelo soviético de la planificación central y el cálculo de la eficiencia de las unidades de producción.

Procesos de producción y reproducción

En efecto, lo que se entienda por “racionalidad” en la asignación de recursos a los procesos de producción y reproducción de las condiciones materiales de existencia de los seres humanos —es decir, precisamente, el objeto de estudio de la economía política como tal— varía de unas a otras formaciones sociales y en etapas históricas distintas, en función de los diversos elementos de su estructura y de su interrelación, desde la forma y nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, y por lo tanto la división técnica y social del trabajo, las concomitantes relaciones sociales de producción, y por consiguiente la estructura y dialéctica de clases, hasta la superestructura jurídico-política y asimismo la ideológica: es decir, las diversas instancias estructurales interrelacionadas por las leyes de composición del conjunto y las reglas de transformación que rigen su dinámica interna.

Lo que equivale a decir que no existe una lógica de asignación de recursos universal ni ajena a los procesos sociohistóricos. Cada modo de producción tiene la suya propia, no aplicable a cualquier otro, y en cada formación social, en cada etapa histórica, coexisten varias y una de ellas suele ser dominante, conforme sea en ella la articulación de modos de producción coexistentes. En la Galicia de mi infancia y mi mocedad coexistían el precapitalista, demográfica y socialmente mayoritario, y el capitalista, minoritario, pero dominante. El precapitalista mantenía vigente su lógica, su “racionalidad” genuina, pero el capitalista dominante imponía la suya al conjunto como única lógica de asignación de recursos “racional”: de ahí la consideración de la otra como “irracional”.

Ahora bien, tampoco tienen por qué ser una misma, ni por tanto coincidir, la “racionalidad” en la asignación de recursos a nivel individual y a nivel colectivo o social, es decir, la de una unidad de producción y la del conjunto del aparato productivo. En rigor, no la coincidencia, pero si la congruencia, entre la lógica individual y la social sólo es realizable en una economía planificada propiamente dicha —cosa que a su vez requiere una sociedad democráticamente socialista, esto es, todo un desideratum.

Mas en todos los modos de producción que conllevan entrañada la explotación de clases, y de género, sean cuales fueren —y lo han sido todos, excepto los primigenios, en la historia de la humanidad—está vigente la relación antitética entre la “racionalidad” individual y la social —o, en términos de clases, entre la dominante y las dominadas. De ahí, trasladada la cuestión a nivel de la especulación científica, el famoso problema del no bridge entre la micro y la macroeconomía en la ciencia económica académica basada en la teoría subjetiva del valor, o de la “utilidad”: en ese ámbito científico, puede decirse que la macroeconomía fue fundada, o “descubierta”, por John M. Keynes en los años treinta del pasado siglo.

Y de ahí asimismo que, en el sistema capitalista –o mejor dicho en el centro del sistema– fue a partir de ese “descubrimiento” cuando el poder político pudo disponer de herramientas para, mediante una subespecie de “planificación” —políticas macroeconómicas públicas ejercidas por el poder político— contrarrestar o corregir a nivel macroeconómico algunos de los efectos perversos de la hegemonía de la lógica “individual” del capital, fuese en la regulación del ciclo —políticas anticíclicas— o en la redistribución del ingreso —políticas del welfare state. Pero solo corregir o paliar –en feliz expresión de Antoni Domènech: “embridar” al capital. No, en absoluto, resolver el problema ínsito en el capitalismo de la contradicción antitética entre la lógica individual-privada del capital y la lógica social-pública necesaria para que la producción y distribución de los bienes económicos se operase en función de “lo socialmente necesario”, es decir, del bienestar de la ciudadanía en su conjunto.

Esa contradicción se hace más patente, y más perniciosa, cuando los bienes de cuya producción se trata son los llamados “bienes sociales” —primordialmente los servicios públicos y sociales, mas no sólo: también los bienes materiales de “primera necesidad”, los indispensables para la subsistencia humana. Por su propia índole, esos bienes tienen que ser accesibles a todos y cada uno de los ciudadanos, independientemente de su capacidad para adquirirlos, “comprarlos”. Son bienes económicos —porque son necesarios para la producción y reproducción de las condiciones materiales de existencia, aun cuando ellos mismos no sean objetos materiales, sino servicios, por caso. Pero no son, o no deben ni pueden ser mercancías. Es decir, son valores de uso, pero no pueden ser valores de cambio.

Históricamente, los bienes económicos comenzaron a producirse en cuanto valores de uso, objetos útiles para la existencia individual y social, y esto continuó siendo básicamente así incluso cuando, con la diversificación de la división social del trabajo, se hizo preponderante la producción y distribución simple de mercancías. Es decir, cuando cada productor individual producía objetos en mayor cantidad de la que él mismo necesitaba y vendía el resto, o incluso sólo para venderlos —para el mercado. Porque se producían por su valor de uso, solo que para otros.

El capitalismo puso esa relación “patas arriba”: el capital pasó a producir los bienes económicos exclusivamente por su valor de cambio, con independencia de su valor de uso, es decir, los convirtió en mercancías, incluso cuando su valor de uso fuese simplemente virtual, con tal de que fuesen vendibles. Y llegó a conseguir crear necesidades de lo innecesario, sobre todo en las actuales civilizaciones de consumo de masas de lo superfluo —incluso de lo nocivo, como las drogas o el juego. 

La lógica del capital y la lógica social

Todo ello porque la lógica de asignación de recursos del capital era, y es, lograr en el proceso productivo la formación de un más-valor (plusvalía) que, vendido el producto y transformado en dinero, se tradujese en un beneficio que él mismo se apropiase y acumulase al capital inicial. Como es sabido, esa obtención y apropiación de un más-valor sólo podía hacerse a costa del trabajo excedente desarrollado por la fuerza de trabajo, mediante relaciones opacas de explotación de trabajo asalariado por su valor de cambio —el valor de las subsistencias necesarias para mantenerlo vivo— y, curiosamente, utilizar su valor de uso —superior al primero. Y cuanto más bajo fuese el valor de cambio de la fuerza de trabajo —por ejemplo, femenina en vez de masculina, o en Bangla-Desh en lugar de Manchester— tanto mejor: más 'trabajo excedente', mayor margen de más-valor para el capital.

En todo caso, volviendo al centro de nuestra reflexión, esa lógica individual del capital colisiona antitéticamente con la social o colectiva en la asignación de recursos del sistema. Porque el común de la gente lo que necesita son valores de uso, pero el capital sólo produce valores de cambio: bienes económicos cuya producción y distribución no depare beneficios para el capital, no se producirán, por más que sean necesarios, e incluso indispensables, para las condiciones de existencia de la gente. 

Y es precisamente lo que acontece in extremis con los bienes sociales, sean objetos de primera necesidad —como los alimentos, la vivienda o la energía— o servicios públicos y sociales —salud, educación, asistencia social, cultura, pensiones de vejez, subsidios de paro, etcétera. Si acaso el capital aborda la producción o suministro de esos bienes, lo hará para obtener beneficio, lo que implica que el receptor pague por ellos —y sea condenado a su carencia si no dispone de medios para adquirirlos. 

Al capital le importan un nabo las necesidades de los seres humanos. Sólo le importa su ínsita codicia: hacer beneficios y acumular, ingresos y patrimonio. Los seres humanos sólo le interesan transformados en una mercancía más: fuerza de trabajo comprable, utilizable y explotable en su peculiar lógica de asignación de recursos. Y el mundo actual constituye una elocuentísima demostración de todo ello, llevado por cierto al paroxismo. 

Se producen más alimentos que nunca antes, y nunca antes hubo tanta población hambrienta ni tanta mortandad por desnutrición como ahora. Nunca antes el valor global de la producción mundial —eso que llaman el PIB mundial— fue tan alto, y nunca como ahora estuvo tan concentrado en el 1% de archi-ricos. Los bienes que, cuando nuestra generación empezaba a estudiar economía, eran definidos como bienes libres, es decir, no escasos, en contraposición a los definidos como económicos, por naturaleza escasos, ahora son también ellos mercancías —como el agua o incluso la atmósfera. Y no digamos la biosfera. Esto merece un aparte.

Porque aquí, en esta dimensión dialéctica, la antítesis está, no entre lógicas diferentes internas a las formaciones sociales en cuanto tales, sino entre la lógica del capital y las leyes objetivas que rigen el conjunto de la vida en el planeta, es decir, en la biosfera. Los estudios de las economías como sistemas, desde los pioneros Fisiócratas franceses —con el famoso tableau économique de Quesnay— en adelante, incluida la corriente epistemológica marxista, desde los clásicos del s.XIX hasta finales del XX, y las aproximaciones heterodoxas al análisis del sistema-mundo, la dialéctica centro-periferia, el subdesarrollo o el intercambio desigual, todos ellos contemplaban las formaciones sociales como conjuntos cerrados, aunque intercomunicados en diversas formas y medidas, con respecto a la biosfera planetaria. 

Quiero decir que sólo se estudiaban los fenómenos que acontecían en el interior de esas realidades sociales: fuera estaba la naturaleza, considerada casi únicamente como fuente de recursos primarios, fuesen vegetales, minerales, energéticos, etc. Hasta que, a finales del pasado siglo, la evidencia de la exacerbación de la actividad depredadora del sistema sobre los recursos naturales finitos y por tanto agotables, de su impacto destructivo, o incluso aniquilador, sobre los ecosistemas, y contaminador sobre el medio ambiente por el ascenso exponencial del vertido de basura de todas clases 'por tierra, mar y aire', obligó a cambiar rotundamente la cosmovisión preexistente, y a contemplar al conjunto de las formaciones sociales del sistema, construidas por los actuales homínidos, como un subconjunto de la biosfera. 

Hasta entonces, el cálculo de la eficiencia en la asignación de recursos del sistema, solo había tenido en cuenta las llamadas deseconomías externas —es decir, los costes no computados en la 'contabilidad' de las empresas— como tales respecto a las unidades de producción y dentro del ámbito de la propia formación social, o a lo sumo del sistema mundializado. Cuando Herman Daly acuña el término throughputs, en añadidura a o en combinación con los consabidos inputs outputs en las tablas de relaciones intersectoriales internas al aparato productivo de una economía,  introduce en la lógica de la asignación —y destrucción— de recursos precisamente la toma en consideración de los flujos que atraviesan las fronteras entre las formaciones sociales y los ecosistemas o la biosfera —con lo que los fundamentos mismos de ese cálculo se trastornan radicalmente. 

Porque, además, esos flujos “transfronterizos” entre sociedad humana y naturaleza se evalúan y calculan, dentro de las formaciones económicas, conforme a leyes antitéticas de las que rigen esos mismos flujos del otro lado de la frontera, en los ecosistemas de la biosfera exterior a esas formaciones. Los conceptos de valor positivo y negativo, de beneficio y coste, de ingreso y gasto, resultan contradictorios y opuestos según se consideren desde dentro o desde fuera. Y ponen en evidencia la irracionalidad del sistema en su conjunto —del sistema presidido y dominado por la lógica del capital, por el modo de producción capitalista. 

El ejemplo de la contaminación

Un ejemplo muy sencillo y elocuente se refiere al problema de la contaminación. La reacción de la producción capitalista ante la contaminación consiste en fabricar artefactos que la reduzcan. Y su producción contribuye al aumento del PIB: su valor en el mercado se contabiliza como parte integrante, desde el punto de vista de la producción, del “producto nacional”, y desde el de su adquisición, del “gasto nacional” —sea de inversión o de consumo, según sea el destino de los artefactos. De esa manera, la contaminación, que, para el conjunto de la biosfera, incluidas las sociedades humanas, es un valor negativo, se convierte en positivo en el cálculo de la eficiencia del sistema económico —de su “productividad”. 

Es aberrante, claro. Más aberrante todavía, si cabe: que la contaminación de la atmósfera dé lugar a su conversión en un mercado, en el que los países más “desarrollados”, más  industrializados y correlativamente más contaminantes de la atmósfera, en lugar de reducir la contaminación que ellos mayormente provocan, adquieran, mediante pago, “cuotas” de margen de contaminación disponibles por países más “subdesarrollados”, y que por tanto contaminan menos de lo “permitido”, para poder seguir aumentando la contaminación que provocan. Pero esa aberración no es más que una muestra de la aberrante antítesis entre la “racionalidad” del capital y la “irracionalidad” de las consecuencias del imperio de esa “racionalidad” en la lógica, ya no sólo de la sociedad en su conjunto, sino del equilibrio y la sostenibilidad de la biosfera, esto es, de la vida en el planeta de la que la humanidad forma parte.

Y el de la salud

Análoga aberración la constituye el hecho de que un bien inmaterial indispensable para la vida del ser humano, como es la salud, lo convierta el capital en una mercancía que solo se ofrece mediante el pago de un precio por la obtención del servicio sanitario necesario para conservarla o restablecerla. Cada vez que se debate sobre la 'privatización de la sanidad', yo siempre, sistemáticamente, insisto en sostener que el problema clave no es la 'privatización' en sí misma, que al cabo es sólo la forma jurídica de propiedad del servicio sanitario, sino la conversión de la salud en una mercancía, es decir, la mercantilización de ese servicio, y, por lo tanto, al cabo, de la salud misma. Lo que, a fin de cuentas, equivale a convertir en mercancía la vida misma —que, en definitiva, es lo que hace la lógica del capital con la biosfera en todas sus dimensiones, incluido el aire que respiramos, el oxígeno que contiene, las florestas que lo regeneran y la capa de ozono que nos protege de las radiaciones solares. 

Obviamente, esto va implícito en la “privatización” del servicio, porque confiar su producción a la lógica del capital lleva aparejada su conversión en mercancía. Pero el foco del problema está en esto último, no en lo primero: si el poder político exigiese al capital que suministre el servicio con el mismo cálculo coste-beneficio que se debe aplicar para la “producción” de un bien público, es decir, beneficio cero, y acceso gratuito al mismo por los usuarios, entonces daría igual. 

Pero no es así. No lo es ni siquiera cuando una clínica privada es financiada con fondos públicos y atiende a los pacientes gratuitamente para ellos mediante un convenio con el sistema público de seguridad social —porque ningún capital se invertirá en servicios sanitarios si con ello no obtiene beneficios, y si no lo consigue en el precio del servicio, lo extraerá a costa de la fuerza de trabajo contratada, esto es, mediante sobreexplotación. Mas el culmen de esa aberración se alcanza cuando el estado aplica, en la lógica de asignación de recursos a su propio sistema sanitario público, la del capital en su servicio privado. Como acontece actualmente con los criterios de gestión y 'contabilidad de costes' de los centros sanitarios públicos –cada vez más análogos a los de una fábrica privada de tornillos. 

Y como, por supuesto, lo hace el capital en el complejo de corporaciones de la industria quimio-farmacéutica, cuya producción debiera ser considerada bienes sociales, y no mercancías, al igual que la propia atención sanitaria. Y lo hace a costa de las finanzas públicas, cuando el acceso a los fármacos es total o parcialmente gratuito para los pacientes, y de éstos mismos cuando no o en su co-pago.

Las condiciones económicas, y sobre todo las sociales y políticas, existentes en el escenario de la post-guerra mundial segunda —el poder de las organizaciones de las clases trabajadoras en países del centro del sistema, o “primer mundo”, devastados por la guerra, su proyección en el poder político de sus estados, la ampliación del espacio de contrapoder geopolítico integrado por los regímenes del “socialismo real”, o “segundo mundo”, el prometedor horizonte de acumulación abierto para el capital por la necesaria “reconstrucción” de lo que el mismo había destruido y la acelerada expansión en la periferia del sistema, o “tercer mundo”, etcétera— propiciaron el pacto triangular entre el capital, la fuerza de trabajo y el poder del estado que se plasmó en una variedad de políticas de corte socialdemócrata conjuntamente denominadas de welfare-state en diversos países del centro del sistema. 

A efectos de nuestra reflexión, interesa una de sus dimensiones: el capital, que tenía enormes espacios de acción para su valorización, renunció a hacerlo en la producción de bienes sociales —servicios públicos y sociales— e incluso en algunos segmentos estratégicos del aparato productivo, sobre todo del industrial y los transportes —empresas del sector público— y de las finanzas —banca pública e institutos de crédito oficial. En ese contexto tiene lugar la edificación de los grandes sistemas públicos de salud, de modernos y eficientes servicios sanitarios públicos, universalizados y gratuitos. Renunció, sí, pero solo provisionalmente, durante el famoso periodo de tres decenios de “vacas gordas”.

Porque en esto sobrevino la crisis de sobreproducción y sobreacumulación, que cerró el ciclo expansivo de “las tres gloriosas” —décadas, claro. La sobreproducción generaba constantes incrementos de stocks no vendidos —y, por tanto, no conversión del más-valor en beneficio monetario. La sobreacumulación se traducía en la imposibilidad de invertir los incrementos de capital acumulado en nuevos procesos productivos —indispensables para “valorizar” ese capital mediante obtención de nuevo más-valor. 

La combinación de esas dos crisis letales abrió un proceso de crisis sistémica, que encerraba a su vez una crisis de hegemonía —la de la superpotencia norteamericana, el 'Minotauro global', en gráfica expresión de Yanis Varoufakis. Ante esa situación crítica —colapsada la lógica de la acumulación— en la dinámica del sistema-mundo, el capital mundialmente hegemónico reaccionó —en sentido literal, porque constituyó una respuesta “reaccionaria”- con una ofensiva basada en un conjunto de estrategias involucionistas en varios frentes, conocido como “neo-liberalismo” – término intencionadamente confusionista, porque nada tiene que ver con el auténtico liberalismo de la Ilustración anti-despótica de los siglos de “las luces” – XVII y XVIII–  sino con el falso liberalismo de la “democracia” —en rigor, dictadura— burguesa inaugurada con la contrarrevolución del Termidor francés de 1794. 

Saqueo y corrupción

Nuevamente a efectos de nuestra reflexión, interesa referirnos a dos de esos frentes de combate contrarrevolucionario. El primero consistió en la huida del gran capital de los procesos productivos en la “economía real”, para invertirse primordialmente en operaciones financiero-bursátiles. Es decir, en intercambiar capital en forma de dinero por otro capital en forma de dinero también, en lugar de convertir capital-dinero en capital-productivo —invirtiendo en procesos de producción— para después volverlo a convertir en dinero mediante la venta de los productos. Ese proceso fue denominado “financiarización del capital”. 

El problema es que el incremento de valor del capital solo puede realizarse en los procesos productivos —donde se engendra el más-valor. En el juego bursátil, un capital puede ganar más dinero, pero no engendrar un más-valor. En la producción se efectúa una inversión. En el juego bursátil, una especulación. Así los mercados financieros “inflaron” el capital-dinero, sin ningún respaldo de incremento de valor en la economía real. 

Los grandes mercados financieros montaron una “economía de casino”: el fenómeno que Brenner sintetizó en la expresión “el boom y la burbuja”: boom de transacciones especulativas, y burbuja monetaria. Burbuja que, como las de jabón, acabó por reventar: 2008, infarto de miocardio del corazón —Wall Street— del sistema circulatorio del sistema-mundo. Con impacto brutal —como veremos después— en el otro frente de combate aludido, el que más interesa a nuestra reflexión: se trata precisamente de la producción de bienes sociales. 

Si en el ya referido pacto “triangular” de postguerra –estado, capital, proletariado– el capital había cedido al estado, como hemos dicho antes, la producción de bienes sociales —servicios públicos y sociales del welfare state— e incluso la configuración de un sector público empresarial,  porque disponía de amplios espacios económicos para “valorizarse”, ahora, colapsada por la crisis sistémica la acumulación en esos espacios, se lanzó a reclamar la devolución de los otros espacios cedidos al  estado. En ello consiste la “política” de privatizaciones –es decir, el saqueo de las empresas públicas. 

Muchas veces habremos pensado —los “díscolos” contra la rendición de los gobiernos, incluidos los ex-socialdemócratas, a la codicia del capital— que si Aznar, cuando fue presidente, no hubiese saqueado el sector público español, regalando al capital privado grandes corporaciones y empresas públicas florecientes y muy rentables como Telefónica, Repsol, Endesa, etcétera, habría habido, en todos estos recientes años de “gran depresión”, fondos públicos suficientes para  mantener a flote la provisión de bienes y servicios públicos y sociales frente a las criminales políticas Europeas de “austeridad” –para el común ciudadano, claro, no para esas empresas y los magnates de la plutocracia.

Mas, no satisfecho con el saqueo del sector empresarial público —tanto industrial como bancario— el capital reclamó también el de los servicios públicos y sociales. Ahí no pudo proceder al saqueo puro y simple: la ciudadanía —por muy alienada que resultase estar, constantemente fumigada con el estupefaciente vertido sobre ella por el aparato de propaganda mediática público y privado— ya estaba acostumbrada a disponer con normalidad de servicios públicos y sociales gratuitos, o semi-gratuitos, de sanidad, enseñanza y así seguido. De modo que el capital tuvo que ser más artero y gradual en su asalto. 

Por una parte, procedió a un auténtico lavado de cerebro ideológico colectivo. Supuestamente, las empresas privadas eran eficientes, las públicas ineficientes. La realidad era justamente la contraria: en el período precedente, el capital había “endosado” al estado las empresas que daban pérdidas, casi siempre precisamente por mala gestión —la famosa “socialización de las pérdidas”. Pero daba igual: aplicaron la máxima goebbelsiana de que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad, y ya estaba. Supuestamente, la mejor medicina se practicaba en las clínicas privadas, especialmente las grandes: por eso los magnates, o suficientemente ricos, acudían a operarse a las grandes clínicas privadas de los EEUU —donde no existe todavía hoy un sistema público de sanidad merecedor de tal denominación: el ejemplar “modo de vida americano”. 

La realidad aquí también era la contraria: para las dolencias más graves, y la cirugía de alto nivel y riesgo, las propias clínicas privadas, salvo contadas excepciones, enviaban a los pacientes a los hospitales públicos —a empezar por los atendidos en esas clínicas por convenios con los servicios públicos de salud, fuesen los autonómicos o el estatal. También daba igual: la anestesia, no clínica, sino ideológico-propagandística, dormía a la ciudadanía “paciente”.

Pero el método más artero empleado por el capital en su estrategia de asalto fue la corrupción, es decir, en rigor, el soborno de representantes y responsables en todos los niveles de las instituciones políticas y la administración pública —singularmente en los más altos y gobernantes. Ocioso sería relatarlo y explicarlo: a vista de todos está que, en nuestras latitudes, fue la más lesiva pandemia de virus no biológico, precursora y a su modo con-causante de la biológica que ahora se está padeciendo. 

El más corrosivo efecto de la infección de la superestructura jurídico-política por el virus de la corrupción fue el de desacreditar, y finalmente deslegitimar, a las instituciones político-administrativas ante la opinión ciudadana, y de ese modo debilitar gravemente su capacidad de resistencia al acoso del capital. Porque la infección no alcanzaba sólo a individualidades, sino que llegaba a contaminar a los partidos gobernantes: casos como el famoso de Roldán en los últimos gobiernos pesoístas de González (Felipe), que abrió las puertas al del reaccionario filofascista Aznar, o posteriormente el de todo el Partido Popular, que llegó a ser calificado en auto judicial de 'organización criminal', y singularmente la sentencia sobre el caso Gürtel, que propició la moción de censura que dio al traste con el último gobierno Rajoy. 

Lo que no había conseguido la mayoría progresista instalada en las Cortes desde diciembre de 2015 —por la traición otoñal de González y sus “barones” meses después— lo consiguió la evidencia de la corrupción generalizada del PP hecha sentencia judicial: no fue la dialéctica del poder legislativo la que derrocó a Rajoy, sino la acción del poder judicial —las Cortes se limitaron a ejecutar políticamente la sentencia.

En cuanto a la metodología operativa del capital privado para penetrar en el espacio de la producción de bienes sociales, y sobre todo en los sistemas públicos de educación y de sanidad, la herramienta más eficaz fue la de la “concertación”: centros privados de enseñanza —especialmente de órdenes religiosas o del Opus Dei— concertados con la administración pública educativa; centros hospitalarios también privados —habitualmente sociedades mercantiles— concertados con la administración pública sanitaria. Herramienta más eficaz, y sobre todo más rentable: porque la financiación se nutría de fondos públicos, de modo que el capital hacía negocio sin arriesgar, y a costa de los ingresos públicos presupuestarios, fiscales o parafiscales. Evidentemente, el desvío de fondos públicos para la enseñanza y la sanidad privadas, detraídos de los presupuestos del Estado y de las Comunidades Autónomas, se hacía a costa de la correlativa desnutrición en recursos también públicos y presupuestarios de los respectivos sistemas públicos de enseñanza y de sanidad, que comenzaron a “adelgazar”. 

Mas, en esto, por encima, llegó la grave crisis financiera mundial de 2008, y comenzó la nueva gran depresión —la mayor en el centro del sistema desde la famosa de los años treinta del pasado siglo, desencadenada por el “crack” de 1929. Y ahí la Europa de los mercaderes, disfrazada de Unión Europea —en rigor, solo unión económica, o incluso poco más que unión monetaria—, al igual que los estados todos del centro del sistema, a empezar por los EEUU, decidió salvar de la crisis a los bancos —en conjunto, el capital financiero transnacional— causantes de la crisis, en lugar de a sus víctimas, los ciudadanos —y cargarles además a estos los estragos de la subsiguiente gran depresión, de la que, doce años después, todavía no se ha salido. 

Excusado decir que, además del común ciudadano en su conjunto, o “mayoría social”, las víctimas primordiales de las mal llamadas “políticas de austeridad” decretadas aquí por los poderes no-democráticos de la UE, y de sus corolarios en forma de consignas de “estabilidad fiscal”, “déficit presupuestario cero”, y demás monsergas, las víctimas primordiales, digo, fueron los servicios públicos y sociales, y muy primordialmente los sistemas públicos de sanidad. 

El combate colectivo necesario

En el Reino de España, el culmen de la aberración anti-democrática —en su sentido más genuino, es decir, anti-demos— se alcanzó con la alevosa y tristemente famosa reforma exprés del artículo 135 de la Constitución, que de la noche a la mañana —también literalmente en este caso— convirtió al Estado español, de soberano, en protectorado de la UE. En efecto, con esa reforma se estableció la prioridad presupuestaria de atender a sufragar el 'agujero negro' de la banca española —y entre bastidores la alemana, su bailleur de fonds— por delante y encima de las dotaciones presupuestarias indispensables para atender a las necesidades de la ciudadanía. 

Si recordamos que los parlamentos democráticos contrapuestos a las instituciones del Antiguo Régimen, desde la revolución inglesa de Cromwell  en el XVII y la francesa de 1789, habían sido configurados para que todos los ciudadanos tuviesen que tributar en función de sus recursos económicos, y que en la elaboración de los presupuestos del nuevo estado democrático, si los ingresos ordinarios no alcanzaban para cubrir las necesidades del común ciudadano, los parlamentos tenían la soberana potestad para cubrir el déficit emitiendo Deuda pública en la cuantía requerida, resulta evidente que la referida reforma constitucional dictada e impuesta por la UE violaba la soberanía del poder legislativo y, como había hecho el capital con la conversión de los valores de uso en mercancías, ponía “patas arriba” la lógica fundacional de las cámaras democráticas de representantes del “pueblo soberano” en la obtención y asignación de los recursos públicos. De ahí arranca la fase exacerbadora de la “desnutrición” de los servicios públicos y sociales —y más gravemente, por la vital importancia de su objeto, del sistema público de salud. 

La pandemia que acaba de hacer eclosión, pone crudamente al descubierto la índole criminal de la mutilación de los sistemas sanitarios públicos en aras de la codicia del capital, tanto el responsable de la crisis financiera y sus secuelas, cuanto el que convirtió la salud en mercancía a través del negocio de la sanidad privada —primordialmente, para colmo, insistamos, alimentándose de fondos públicos. Criminal y, larvada o subyacentemente, genocida, porque esa mutilación de los sistemas públicos de salud, y de los demás servicios instaurados por las políticas del welfare-state para ofrecer a las clases trabajadoras y el conjunto del  común ciudadano el llamado “salario social” y demás bienes sociales, ese proceso de desnutrición y mutilación coincide con la acelerada agravación de las desigualdades sociales incluso en el centro del sistema —expansión de la pobreza en contingentes crecientes de la fuerza de trabajo ocupada, que no desempleada, elevación inaudita de las cifras de ciudadanía inmersa bajo los umbrales de pobreza, y así seguido— es decir, precisamente cuando más necesario que nunca era fortalecer y ampliar la producción de bienes y servicios sociales

La repentina y veloz intrusión y propagación del virus causante de la actual pandemia ha pillado a los altaneros poderes políticos de los estados más poderosos y “avanzados” y, en Europa, del castillo kafkiano de la UE, virtualmente desprovistos de los medios públicos indispensables para hacerle frente con eficacia y rapidez —e inerme al común ciudadano, víctima propiciatoria de esa pandemia, como lo fue, y sigue siendo, de la irracionalidad social ínsita en la lógica del modo de producción capitalista, y del sistema-mundo que hegemoniza. 

El emperador del mundo, y todos los monarcas bajo su imperio, “están desnudos”, como en el consabido cuento. La “doctrina del shock”, valientemente denunciada y lúcidamente explicada en su día por Naomi Klein, no ha sido aplicada esta vez, al menos directamente, por los monstruos del capital transnacionalizado y sus muñecos de ventrílocuos políticos, sino por un virus biológico. Tampoco por las ratas —salvo en sentido metafórico— como en la peste negra del s.XIV, o en la ficción literaria de La Peste de Camus —metáfora entonces del nazismo. 

El shock no se ha activado desde dentro del sistema sociopolítico “globalizado”, sino desde la biosfera misma que lo engloba. Mas el sistema, con su irracional pauta de funcionamiento, ha creado las condiciones más propicias para que lo que está aconteciendo bajo su impacto se asemeje a otra ficción literaria metafórica de nuestros días: el Ensaio sobre a cegueira del Nobel portugués —y comunista sincero— Saramago. Y la famosa “globalización” ha facilitado la exponencial propagación de su impacto.

Falta saber si habremos aprendido las varias lecciones que la presente tragedia humana nos está impartiendo. Y si los ciudadanos supervivientes saldremos dispuestos al combate colectivo necesario para restablecer, o en rigor establecer, la “racionalidad” social en la organización social y política de nuestra convivencia, tanto entre nosotros mismos como con los ecosistemas de la biosfera de la que formamos parte. En otras palabras:  como dijera hace tanto tiempo don Carlos —Marx, claro— a poner sobre sus pies lo que está patas arriba —o en palabras todavía recientes del añorado Eduardo Galeano, “el mundo al revés”. Mas eso sería tema de otra reflexión y de otra forma de acción cívica sustancialmente revolucionaria. 

Reboraina de Aguiar, equinocio de primavera de 2020.

Miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso, es el más destacado dirigente de la izquierda nacionalista gallega. Profesor de economía en la Universidad de Santiago de Compostela, ha sido uno de los políticos más sólidos, imaginativos e independientes de las izquierdas durante la Transición política en el Reino de España.
Fuente:
https://alternativaseconomicas.coop/blog/racionalidad-e-irracionalidad-en-el-actual-sistema-mundo. 05/05/2020

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