Reino de España: Salir del laberinto del “gobierno de sumisión”

Daniel Raventós

Gustavo Buster

31/07/2019

Si algún momento sintetiza la farsa trágica de las negociaciones entre el PSOE y Unidas Podemos fue la última propuesta pública de Pablo Iglesias en el hemiciclo, aceptando la oferta de una vicepresidencia y tres ministerios si además se añadía, como le había sugerido Zapatero, las políticas activas de empleo. La petición de un breve aplazamiento para cerrar el acuerdo antes de proceder a la votación de investidura, transmitida a Pedro Sánchez en su escaño por la portavoz del PSOE, Lastra, solo encontró una negativa gesticulada. Y a continuación, la catástrofe anunciada.

La explicación del propio Sánchez desde la tribuna, afirmando que había preferido sus principios al gobierno del estado, le confirieron de pronto a las políticas activas de empleo, una vieja política con nombre ampuloso que se ha demostrado repetidamente que no sirve para gran cosa, una importancia épica. Y a los minutos previos, una naturaleza tautológica, trágica, porque ya era demasiado tarde para evitar lo inevitable. A pesar de haber conseguido la sumisión negociadora de Unidas Podemos, que al parecer habían preferido participar de esa forma en el gobierno del estado en detrimento de sus principios.

A estas alturas ya se conocen en detalle los vericuetos de una negociación pospuesta desde el 28 de abril, primero a las elecciones municipales, autonómicas y europeas del 26 de mayo y, posteriormente, a las negociaciones para la formación de las instituciones europeas, en las que Pedro Sánchez participó como portavoz de los socialistas europeos.

Como hemos explicado, este largo aplazamiento de lo esencial, se inscribía en una narrativa estratégica cuyo objetivo era situar a Pedro Sánchez por encima de las contradicciones del propio régimen del 78 y, con solo 123 diputados, constituir un gobierno monocolor del PSOE que pudiera apoyarse puntualmente a derecha e izquierda para navegar la legislatura. Una ilusión de hegemonía basada en un cesarismo que extraería su fuerza de una derecha tripartita radicalizada, ultramontana y agresivamente carpetovetónica, incapaz de sumar los 176 votos de una moción de censura por si misma; de unas fuerzas soberanistas vascas y catalanas sometidas a la amenaza autoritaria permanente de una nueva aplicación del artículo 155; y de unas izquierdas desnortadas que hacían suya progresivamente la estrategia del mal menor. Y viene muy a cuento lo que el gran Antonio Gramsci entendía políticamente por “mal menor”: “Enfrentados a un peligro mayor que el que antes era mayor, hay siempre un mal que es todavía menor aunque sea mayor que el que antes era menor. Todo mal mayor se hace menor en relación con otro que es aún mayor, y así hasta el infinito.”

Tras el fracaso de la confluencia europea de liberales y socialdemócratas para desbancar de la presidencia de la Comisión a los conservadores, que se saldó situando a Borrell al frente de la diplomacia comunitaria y aflorando la candidatura de Calviño para el FMI, las negociaciones para configurar una coalición de legislatura y gobierno en el Reino de España se retomaron donde las había dejado el PSOE con su oferta de un “gobierno de colaboración”.

La fórmula implicaba la participación de representantes de Unidas Podemos en secretarías de estado y direcciones generales, pero no en el Consejo de Ministros. Una fórmula tradicional de cooptación para las “jóvenes promesas” del PSOE ya en 2004, que implicaba una sumisión programática completa. El segundo paso fue ofrecer transformar esas secretarías de estado y direcciones generales secundarias en ministerios e imponer un veto a la presencia de Pablo Iglesias en el Consejo de ministros, con el argumento, primero, de las divergencias sobre la crisis constitucional en Catalunya (y Unidas Podemos aceptó por escrito de forma vergonzosa, quizás por aquello del “mal menor” una vez más, acatar la línea gubernamental del PSOE) y, más tarde, la coherencia de un gobierno que no aceptaba divergencias internas en el secreto de sus deliberaciones sin peligro de constituir “un gobierno alternativo dentro del gobierno” (y Pablo Iglesias aceptó el veto).

Cuando ya no quedaban más argumentos contra un gobierno de coalición ante las sucesivas concesiones de Podemos, llegó el momento de concretar el programa de la vicepresidencia social que encabezaría Irene Montero y de los tres ministerios asignados, descartado por el PSOE de antemano Hacienda y más tarde Trabajo (para el que Podemos contaba con el apoyo de CCOO y UGT para poner fin a la contrarreforma laboral del PP y recuperar la negociación colectiva) e Igualdad. Conocemos las ofertas y contraofertas del PSOE y Unidas Podemos filtradas por unos y otros y no merecen mayor comentario. Y también entonces Unidas Podemos cedió, una vez más, minutos antes de la fracasada votación de investidura.

Así que más allá del intento de culpar al socio preferente minoritario con la curiosa acusación de “querer todo el gobierno” y posteriormente justificar la oferta socialista final como “la única posible”, la reconstrucción del proceso negociador no dejan duda alguna que más allá de las palabras sobre “gobierno de colaboración” o “gobierno de coalición”, lo que de verdad propuso el PSOE en todo momento fue un “gobierno de sumisión”. En la esperanza de que el miedo a la entrada de ministros de Unidas Podemos obligase a Ciudadanos o al PP a abstenerse -que era su opción preferida para no depender de los votos de los partidos soberanistas: toda una declaración de intenciones-, o a Unidas Podemos a asumir sus limites programáticos, que son los del régimen del 78 contra el que nació, para formar parte del gobierno hegemonizado por el PSOE. Y si ambas fracasaban, obligar a Unidas Podemos y los partidos soberanistas a apoyar sin condiciones un gobierno del PSOE de Sánchez como mal menor ante el peligro de unas elecciones en las que la desmovilización de unas izquierdas frustradas abriese el camino a un giro a la derecha.

Cuando le preguntaron a Pablo Iglesias en una emisora de radio la razón de que no aceptase un apoyó externo al gobierno Sánchez tras negociar un programa mínimo, una fórmula “a la portuguesa”, el dirigente de Unidas Podemos contestó que el Bloco de Esquerda y el PCP no querían entrar en el gobierno, pero que Podemos sí quería ser parte del mismo para garantizar el cumplimiento de su programa, tantas veces preterido por el PSOE bajo las presiones de los distintos intereses del régimen del 78. Esta aspiración estratégica de ser a la vez “partido de lucha y partido de gobierno”, heredada del eurocomunismo, ha demostrado ser una contradicción insalvable en las circunstancias concretas de la crisis del régimen del 78 que vivimos. Podemos ha dejado de ser un “partido de lucha”, en parte por la cooptación institucional de sus cuadros, pero ante todo porque el ciclo de luchas sociales abierto con el 15 M ha concluido, sin que se intuya que lo sustituirá. Y como “partido de gobierno”, a pesar de las concesiones de todo tipo en aras del “mal menor” realizadas, sigue chocando con los límites programáticos que le imponen el resto de las fuerzas sociales y políticas que sostienen al régimen del 78, que consideran a Unidas Podemos como el resultado organizativo de un 15 M que no habrá desaparecido del todo mientras siga existiendo. A efectos de su rentabilidad política, el abandono de una estrategia republicana de procesos constituyentes que apuntasen más allá del régimen del 78 por la vieja idea eurocomunista de defensa de la Constitución de 1978 y de los avances sociales de la Transición ha acabado en un fiasco y ha contribuido a la pérdida de votos y al proceso de desmovilización en marcha tras el cierre del ciclo social del 15 M.

¿Cuál es la mejor estrategia para frenar el giro a la derecha en marcha, dentro del PSOE tras la moción de censura contra Rajoy, y en el conjunto del Reino por la frustración acumulada que derivará en abstención?

No parece desde luego que sea insistir en una negociación a la baja por un gobierno que será de sumisión y no de coalición. Podemos debería recuperar su propia identidad programática, establecer claramente su programa máximo en un Vistalegre III que permita removilizar a la organización, reforzarla fuera de las instituciones y reconstruirla como un “partido de lucha” republicano y socialista. Y en paralelo, durante el mes de septiembre, acordar un programa mínimo con las organizaciones sociales, con el que negociar un voto de investidura -no un acuerdo de legislatura- con el PSOE; a la vez que un pacto republicano con las confluencias, Izquierda Unida y las izquierdas soberanistas.

La ilusión hegemonista del PSOE de Sánchez, con 123 diputados, ha demostrado ser, con el fracaso del debate de investidura -en el que solo ha sumado 1 voto a los suyos- un espejismo. Se trata ahora de que no lo rentabilice la derecha tripartita en unas elecciones que tengan lugar tras la sentencia de los juicios que se auguran vengativas contra los dirigentes independentistas catalanes y preparar las condiciones de un nuevo ciclo de luchas contra el régimen del 78. Mas que una mala copia, y tarde, de una “fórmula a la portuguesa”, lo que necesitamos es una estrategia republicana para el conjunto de los pueblos de este Reino de España. Y la estrategia del “mal menor”, de poco servirá para ello.

Son editores de Sin Permiso.
Fuente:
www.sinpermiso.info, 31 de julio 2019

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