Relaciones de propiedad social en el siglo XXI. Entrevista con Ellen Meiksins Wood

Ellen Meiksins Wood

06/06/2020

Jordy Cummings (JC): Empecemos con Canadá. ¿Qué opinas del contexto actual en el Estado canadiense? ¿Se trata de una excepción de izquierdas en comparación con los gobiernos previos, por ejemplo, en cuestiones como Palestina o el medio ambiente, o son las políticas actuales una continuación de los proyectos políticos anteriores?

Ellen Meiksins Wood (EMW): No creo que ambas opciones sean excluyentes entre sí. Sí, el gobierno es distintivamente de izquierdas, y no solo en temas como Palestina o el medio ambiente. Pero, como todo, tiene su historia. Por supuesto, hay continuidad en el hecho de que Canadá ha sido y sigue siendo una economía capitalista, con todo lo que ello implica: el imperativo de maximización del beneficio que impone el mercado capitalista, la necesidad de acumulación constante de capital, la exigencia constante de reducir los costes del trabajo, la subordinación de todos los bienes sociales, incluyendo la sostenibilidad ecológica, a las exigencias del beneficio económico, las inequidades e injusticias sociales que estos imperativos generan inevitablemente, y las limitaciones impuestas a los Estados cuando la economía se rige por exigencias capitalistas.  Pero seamos más específicos. Por ejemplo, actualmente, la desigualdad en Canadá está creciendo a un ritmo más rápido que en la mayoría de los países de la OCDE, y tenemos que reconocer que no todo se debe a la gestión de Harper.

En la década de los 90, un gobierno de los Liberales contribuyó enormemente a producir las condiciones que tenemos actualmente: recortes masivos en gasto público, lo cual hizo de Paul Martin —que presumía de haber reconducido el gasto público a los niveles de la década de los 50— un modelo comúnmente citado por los actuales maníacos de la austeridad [austerity maniacs]. Pero esto no quiere decir que Harper no represente un desarrollo particularmente malévolo de la historia de Canadá, pues se ha dedicado a revertir al máximo lo que siempre ha sido lo mejor de Canadá. Socavar las funciones sociales del Estado y hacer todo lo posible por crear una nueva cultura en Canadá que trata al Estado no como un instrumento de responsabilidad social sino como la fuente de nuestros problemas, no ha sido suficiente para él. También ha dirigido un ataque letal a la sociedad civil y a sus instituciones independientes, acabando con todo, desde las fuentes de información pública como Stats Canada hasta varias organizaciones autónomas por los derechos humanos y el medioambiente —por no hablar del actual ataque a los derechos sindicales. Está muy bien atacar a otros gobiernos identificándolos con instrumentos del capital, pero este gobierno está socavando la democracia canadiense de muchas nuevas maneras.

JC: La nueva palabra de moda es “austeridad”. Igual que podría ocurrir con el “neoliberalismo” (a veces utilizadas conjuntamente), ¿hasta qué punto es la austeridad la forma específica en que el Estado capitalista gestiona la actual regresión en la acumulación capitalista? Dicho de otra manera, ¿hay un riesgo al hablar demasiado de austeridad o neoliberalismo, en el sentido de que suavizamos nuestra crítica al capitalismo?

EMW: Es un buen apunte. Tenemos que ser cuidadosos al utilizar adjetivos como “neoliberal” o, para el caso, “globalizado”, cuando queremos caracterizar al capitalismo (por no hablar de “capitalismo de mercado”, como si hubiera alguno de otro tipo) para evitar oscurecer más que aclarar, al menos cuando intentamos explicar las crisis capitalistas o el daño que provoca el capitalismo. Por supuesto que tenemos que entender las diferencias entre las diversas fases o tipos de capitalismo, pero también tenemos que reconocer los problemas endémicos al capitalismo en todas sus formas. Los imperativos del capital crean inevitablemente periodos de crisis. No tenemos que subestimar la importancia de, por ejemplo, la ideología neoliberal respecto al desorden en que nos encontramos hoy en día, aunque sepamos que esta misma ideología surge como respuesta a un problema ya existente relacionado con la rentabilidad, sobre todo la del capital estadounidense. El declive comenzó con el final del largo boom de posguerra, no mucho tiempo después de que el capital americano fuera desafiado por la competencia de Alemania y Japón.

Este declive económico fue provocado por mecanismos sistémicos del capitalismo, y el neoliberalismo, puesto en movimiento por Reagan y Thatcher, fue en gran medida una respuesta ideológica a este declive. Esto trajo consigo ataques al movimiento obrero, destruyendo enormes concesiones a los trabajadores, la desregulación de los mercados, etc. Pero, finalmente, el problema no se resolvió. Al contrario, las cosas empeoraron al reducirse la demanda agregada, lo cual fue contrarrestado por lo que Robert Brenner ha llamado “keynesianismo de precios de activos”, por la burbuja del mercado de valores, los estímulos para aumentar el endeudamiento, etc. En lugar de un crecimiento genuino en la economía real, tuvo lugar una suerte de burbuja económica [bubblenomics]. En otras palabras, este “keynesianismo privatizado” y el estímulo de la deuda privada mediante prácticas financieras temerarias fueron diseñados para aumentar los beneficios capitalistas sin gasto público, mientras, por supuesto, se reducían los impuestos a los ricos. Por tanto, la “solución neoliberal”, de la misma manera que los actuales programas de austeridad, fue una respuesta ideológica dirigida a un problema estructural e inevitable.

Creo que es prudente argumentar que la solución no ha funcionado, por decirlo suavemente, y que nunca lo ha hecho. No hay duda de que cualquier alternativa que estimule el crecimiento presenta problemas insuperables y, de un momento a otro, tendremos que enfrentarnos con la idea misma de “crecimiento” —pensar cuán sostenible es tener una economía dirigida por una necesidad constante de acumulación de capital y maximización del beneficio. Pero también podríamos decir que, hoy en día, incluso un programa imperfecto de medidas de demanda keynesiana funcionaría mejor como método de gestión de la crisis. Al mismo tiempo, no tiene sentido engañarse pensando que un modo de intervención estatal más humano y democrático podría evitar el carácter cíclico de las crisis. Esto nos deja, como siempre, en una encrucijada política: es tentador decir que “el capitalismo es el capitalismo es el capitalismo” y que, como el capitalismo produce inevitablemente sus crisis al margen de lo que hagamos —por no hablar de problemas endémicos como las injusticias sociales y la enorme desigualdad— deberíamos conservar nuestra pureza política y no intentar soluciones imperfectas. Pero la simple verdad es que, para la mayoría de la gente, las soluciones imperfectas como aumentar el gasto social y elevar los impuestos a los ricos son una opción mucho mejor que el neoliberalismo y la austeridad —que, aún impulsados por grandes intereses financieros, no parece siquiera funcionar según sus propias reglas.

JC: Siempre has aceptado la etiqueta “marxista político”, la cual fue ideada por Guy Bois pensando en Robert Brenner. Recientemente, Charlie Post reivindicó un marxismo “capitalcéntrico”. En cualquier caso, lo etiquetemos como lo etiquetemos, ¿qué ocurre con el marxismo “político” o “capitalcéntrico” que despiertan, incluso hasta llegar al reproche, tanta polémica y tanto desacuerdo y criticismo?

EMW: Siempre he tenido mis dudas respecto a la etiqueta “marxismo político”, si bien debo asumir cierta responsabilidad por haberla iniciado. Aún así, he llegado a aceptarla, con más o menos reticencias, para identificar lo que se ha convertido en un acercamiento muy fructífero al estudio de la realidad histórica y social. Cuando Guy Bois acusó a Brenner de esta herejía, tenía en mente el hecho de que éste adoptaba un marxismo de tipo voluntarista, que enfatizaba mucho los “factores sociales”, en particular la lucha de clases, al mismo tiempo que desatendía “al concepto más operativo del materialismo histórico” (el modo de producción) y abandonaba “el campo de las realidades económicas”. En mi artículo sobre «La separación de lo Económico y lo Político en el Capitalismo» argumenté que esta crítica se basaba en una dicotomía falsa, pues no hay algo así como un “modo de producción” en oposición a los “factores sociales”. De hecho, la innovación más radical de Marx fue precisamente definir el modo de producción y las propias leyes económicas en términos de “factores sociales”. El “marxismo político”, como yo lo entendí, creía en la importancia de los factores materiales y del modo de producción de la misma manera que lo hacía el marxismo economicista, y de ninguna manera implicaba ningún tipo de negación voluntarista de la causalidad histórica. Pero sí que se tomó en serio la proposición de que la producción es un fenómeno social.

Por tanto, la primera premisa de esta aproximación es que las relaciones económicas son relaciones sociales, y su principal principio organizador es lo que Bob Brenner denominó “relaciones de propiedad social”. Uno de los puntos principales que se derivan de esto es que cada sistema específico de relaciones de propiedad social tiene su propia dinámica, sus propias “reglas de reproducción” y, por supuesto, esto aplica particularmente al capitalismo. Las antiguas formas del determinismo tecnológico marxista tenían por costumbre reinterpretar todas las leyes de movimiento del capitalismo como si el impulso por mejorar constantemente las fuerzas productivas mediante tecnología fuera una ley universal y transhistórica. El “marxismo político” es, de lejos, mucho más consciente de las especificidades del capitalismo, por lo que puede ilustrar mejor cómo el capitalismo funciona actualmente, por qué hace lo que hace, por qué sus crisis toman la forma que toman, y cuáles son nuestras posibilidades respecto al futuro —si bien evitaría llamarlo “capital-céntrico”, en la medida en que también es útil para identificar la especificidad de otras formas sociales, no solamente el capitalismo. Todo se resume en que busca un enfoque histórico distinto, digamos, respecto a las tendencias teleológicas de ciertos tipos de marxismo.

No estoy muy segura de por qué este enfoque ha provocado tanta hostilidad en ciertos espacios —aunque no creo que esto deba exagerarse, dado el creciente número de académicos increíbles que ha atraído y la muy fructífera y amplia agenda investigadora que ha producido. Probablemente, parte de esa hostilidad venga simplemente de ese viejo mal hábito de la izquierda, el llamado narcisismo de las pequeñas diferencias, del tipo de sectarismo que suele ser más antagonista con aquellos que están fuera de su secta pero al mismo tiempo más cerca que nadie. Aún así, no se puede negar que nuestra forma de aproximarnos a la Historia representa un desafío significativo a algunas ortodoxias antiguas: no simplemente al viejo determinismo tecnológico, sino a conceptos específicos como “revolución burguesa”, una idea que algunos consideran sagrada, aunque no tenga ya ninguna utilidad teórica o política. También ha habido otro tipo de crítica, que simplemente no entiende los fundamentos más simples del “marxismo político”. Este tipo de crítica es una respuesta a mis argumentos sobre las relaciones de propiedad social capitalistas y cómo éstas generan imperativos de mercado específicos como la maximización del beneficio, la acumulación constante de capital, el aumento de la productividad del trabajo, etc. Básicamente se dice que el énfasis que pongo en los imperativos de mercado (es decir, “económicos”) no se hace cargo de la persistencia de coerciones “extraeconómicas” en el capitalismo, en particular las que tienen que ver con la explotación no sólo del trabajo asalariado libre sino también del trabajo no libre, y que mi análisis de lo “económico” como algo formalmente separado de lo “político” en el capitalismo hace que el enfoque no sea capaz de reconocer las implicaciones políticas de las relaciones “económicas” o de lidiar con factores “extraeconómicos” como la raza o el género.

Este tipo de crítica me parece total y asombrosamente infundada por una variedad de razones: porque el núcleo de mi argumentación sobre la particular relación entre lo “económico” y lo “político” en el capitalismo consiste en insistir en que lo “económico” es una relación social y fundamentalmente política; porque yo, como otros que han adoptado este enfoque, no hemos dicho poco sobre la explotación del trabajo no libre por parte del capitalismo, por no hablar de mis escritos sobre las interacciones entre el capitalismo y las identidades “extraeconómicas” como la raza y el género; porque una de las primeras premisas del marxismo político es la importante observación de Brenner de que la dependencia mercantil de los actores económicos, la cual crea sus propios imperativos, es muy anterior a la generalización del trabajo asalariado y cuyos imperativos originales no se generaron por una relación entre el capital y el trabajo asalariado; porque he elaborado en gran medida mis ideas sobre el poder “extraeconómico” del Estado, acerca del cual insisto en que siempre ha sido esencial al capitalismo e incluso —en cierta manera más esencialmente aún— al capital neoliberal “globalizado”; etc. etc. No hay espacio para desarrollar mejor esto, así que déjame comentar simplemente esto: una cosa es reconocer la persistencia de relaciones y coerciones “extraeconómicas” en el capitalismo; otra cosa muy diferente es entender las muy específicas relaciones de propiedad social que crean imperativos específicos del capitalismo.

Si quieres entender las relaciones entre el capitalismo y, digamos, la raza, el género o la esclavitud, obviamente tienes que entender qué hace al capitalismo distinto de otras formas sociales, qué genera sus principios operativos específicos y la particular dinámica histórica que ha puesto en marcha. Por supuesto que es importante reconocer las realidades “extraeconómicas” de la raza, el género o el trabajo no libre. Pero decir, por ejemplo, que el capitalismo continuó explotando trabajo esclavo, no simplemente trabajo asalariado, no te lleva a ningún lado si quieres explicar el capitalismo y por qué funciona como lo hace, lo cual quiere decir que ni siquiera puedes explicar cómo el capitalismo interactuó con y cómo afectó y fue afectado por la esclavitud de maneras distintas a las de otras sociedades esclavistas. He dicho algunas cosas sobre esto en mi propio trabajo, pero, por supuesto, el especialista en esto es Charlie Post. De la misma manera, tampoco podemos explicar cómo la raza y el género operan en las sociedades capitalistas, en comparación con otras formas sociales, sin entender las dinámicas específicas del capitalismo.

JC: En relación con la crítica al marxismo político, en una conferencia reciente en el Left Forum, uno de los críticos de Charlie Post argumentaba que el marxismo político estaba fundamentalmente equivocado, más que nada, en relación con su rechazo de las teorías leninistas y, en general, de las teorías “clásicas” sobre el imperialismo. Hablando personalmente, uno de los asuntos que más sentido tuvo para mí cuando leí por primera vez tu trabajo fue tu argumento constante de que las primeras teorías del imperialismo presuponían un mundo en el cual el capitalismo no era aún universal. Sin embargo, ¿crees que hoy en día el capitalismo ha penetrado en las relaciones sociales en todas partes? ¿Ha creado “un mundo a su propia imagen”? ¿Qué tipo de teoría del imperialismo necesitamos ahora?

EMW:  No estoy muy segura de quién ha rechazado exactamente las teorías leninistas y “clásicas” del imperialismo, pero de todos modos, mi propio argumento siempre ha sido que esas teorías clásicas, con todo lo poderosas que fueron y siguen siendo, pertenecen e iluminan con mayor claridad precisamente la época “clásica” del imperialismo, en la cual las grandes potencias coloniales estaban insertas en rivalidades inter-imperialistas para dividir y re-dividir los territorios de un mundo en gran parte no capitalista. Esto simplemente no es cierto hoy en día, y he sugerido que lo que nos falta es una teoría del actual imperialismo capitalista, en un momento en que, entre otras cosas, los conflictos entre las potencias capitalistas toman una forma muy diferente. He argumentado en varios lugares que, con toda su potencialidad, las teorías de Lenin o Rosa Luxemburgo no estaban pensadas para lidiar con una nueva realidad histórica en la cual los imperativos económicos del capitalismo han sobrepasado las antiguas formas de dominación colonial y rivalidad inter-imperialista. También he explicado, por ejemplo, por qué creo que la idea de Lenin sobre el capital financiero y su predicción sobre su creciente dominio, aunque puedan parecer proféticas, estaban pensadas en torno a una forma de dominación financiera muy diferente de la que hoy en día podemos observar: cuando, por ejemplo, adoptó la noción de Hilferding sobre el capital financiero, tenía en mente el rol particular de los bancos alemanes para consolidar la producción industrial en “cárteles”, fusionándose por tanto en el proceso con capital industrial y no separando la especulación de la economía “real” en las formas desastrosas en que el capital financiero ha hecho —o ha intentado hacer— en nuestras crisis más recientes.

En cualquier caso, sus ideas no pueden —ni pudieron ser pensadas con este propósito— ofrecer una explicación del imperialismo de nuestro tiempo, sobre todo teniendo en cuenta las formas en que el imperialismo de su época estaba significativamente construido en torno a relaciones y fuerzas no capitalistas. Si vamos a citar a Lenin, lo menos que podemos hacer es aprehender no sólo qué une al capitalismo de su época con el nuestro, sino también qué diferencia a uno de otro. Por encima de todo, esto significa que, hoy en día, cualquier teoría del imperialismo debe atender a las formas específicas de dominación que ha posibilitado el capitalismo; y no simplemente en relación al uso continuado en el capitalismo de formas “extraeconómicas” de dominación colonial, sino también en relación con la elaboración y universalización de sus formas específicas de coerción puramente “económica”, con la expansión y manipulación de la dependencia del mercado y sus imperativos, los cuales han cobrado verdadera importancia en poco más que la última mitad del siglo pasado.

JC: Has escrito con optimismo cauteloso sobre la fuerza del movimiento Occupy que se desarrolló en el último año. ¿Qué hay en este movimiento, en sus ideas, en su retórica, que te inspira esa sensación de optimismo en comparación, por ejemplo, con el movimiento por la justicia global de finales de los 90?

EMW: Creo que lo más alentador del movimiento Occupy es cómo empezó a cambiar los términos de la conversación. Una de las cosas que siempre me impactó en los movimientos anteriores que mencionas es cómo culpaban al capitalismo global, a menudo menos porque era capitalista que porque era global. El principal objetivo de muchos “anticapitalistas” era menos el capitalismo que la “globalización”, al menos en su forma presente y, particularmente, las corporaciones transnacionales que junto con organizaciones internacionales como el FMI, el Banco Mundial, la OMC y el G8 ayudaban a organizar el mundo para el capital global. Aún hoy en día se enfatiza esto, y, ciertamente, tiene sentido hacerlo. Pero creo que estamos empezando a ver más directamente una sensibilidad anti-capitalista.

No quiero exagerar este giro hacia el capitalismo en tanto que capitalismo. Probablemente aún se siga centrando más la atención en la codicia de los banqueros que en los imperativos sistemáticos del capitalismo, que obligan incluso al capitalista socialmente más responsable y personalmente menos codicioso a maximizar el beneficio y a subordinar bienes sociales como la equidad o la sostenibilidad medioambiental. Pero quizás ahora estemos viendo algo diferente —por ejemplo, en la mayor preocupación por la desigualdad como algo endémico al sistema, o en un mayor reconocimiento de las maneras en que el mercado capitalista restringe nuestras decisiones y libertades individuales. Es alentador, asimismo, que al menos en algunos lugares haya muestras de colaboración entre el movimiento Occupy y el movimiento obrero. Y es ciertamente alentador ver las preocupaciones del movimiento Occupy expresadas en los medios de comunicación mayoritarios, que, sin lugar a duda, se han visto forzados a darles cobertura. Aún no hemos visto al movimiento tomar una verdadera forma política con capacidad de acción organizada, y no estoy plenamente convencida de que esté bien preparado para producir un efecto de este tipo. Pero nunca subestimaría la importancia de cambiar los términos de la conversación a la hora de —eventualmente—dar lugar a algo más.

Una cosa que puede ser alentadora en este respecto es que los nuevos movimientos parecen más proclives a ver un sentido en las luchas de carácter nacional. En el antiguo movimiento por la justicia global había un lugar para las luchas locales, pero al poner el foco en instituciones globales, parecían sugerir que la verdadera acción políticamente efectiva sólo podría ocurrir en un plano global, lo cual, en el fondo, puede resultar políticamente contraproducente. Después de todo, es mucho más difícil oponerse a un poder “global”, pues al final se acaba situando la acción política fuera del alcance práctico y efectivo, sobre todo en contraste con los estados nacionales, que encarnan objetivos más visibles, menos desalentadores y más propensos a formas de lucha locales o a cualquier tipo de rendición de cuentas democrática.   

No es insignificante que las teorías de la globalización en la izquierda hayan intentado enfatizar la inutilidad de las luchas nacionales en el capitalismo globalizado, o incluso, como en el caso de Hardt y Negri, la ausencia misma de un espacio identificable del poder al que podamos dirigir algún tipo de contrapoder organizado. Lo que quizás estemos viendo ahora sea una concepción diferente a la hora de identificar los objetivos. No quiero extenderme en esto demasiado, pero el movimiento Occupy, al mismo tiempo que es consciente de la globalización y está abierto a la solidaridad internacional, quizás esté más inclinado a mirar más cerca, no tanto a reuniones del G20 sino, digamos, a Wall Street y a Washington. Y no simplemente como símbolos, sino como centros identificables de poder.

Esto se aplica de diversas maneras a otros escenarios de turbulencia de los que hablas, como la Primavera Árabe o la crisis de la Eurozona. No puedo hablar con mucha confianza acerca de la Primavera Árabe, teniendo en cuenta los reveses de los que hemos sido testigos y que parece continuarán —más allá del hecho de que es difícil no conmoverse con las valientes y apasionadas demandas de libertad y dignidad que escuchamos en el auge de las revoluciones, y que es difícil no creer que han cambiado el mundo a mejor, en ambos sentidos de la palabra. La crisis en la Eurozona puede tener implicaciones más inmediatas para el tipo de luchas de clase y luchas populares que pareces tener en mente. Esta es una crisis que, a diferencia de cualquier otra en el pasado reciente, ha forzado una confrontación con las realidades del capitalismo. Las tensiones entre los proveedores de austeridad y sus víctimas no pueden sino servir para acentuar las fronteras de clase que hemos visto —o hemos querido ver— durante un tiempo.

Pero hay algo más: si, digamos, el Estado griego asume la tarea de hacer el trabajo sucio para los bancos alemanes, no podemos confundir el papel que juegan los estados locales como instrumentos primarios del capital, por muy “global” —o incluso regional— que sea el capital. Se trata, después de todo, de Estados nacionales que han puesto nuestras vidas cada vez más al margen del alcance de la responsabilidad democrática, sometiéndonos más y más a los imperativos del mercado, privatizando y mercantilizando cada vez más aspectos de la vida. ¿Hay acaso un “déficit democrático” más grande que el que provoca el aumento de la mercantilización? ¿Qué otra lucha puede darles a los griegos —o a los españoles o a los italianos— alguna esperanza mejor que una lucha dirigida contra el poder que se concentra en sus propios Estados nacionales? Tenemos que observar estas luchas no sólo como un desafío a este o a aquel programa de austeridad, sino como un esfuerzo por restaurar y expandir la democracia —y también como un desafío a la idea, muy presente durante mucho tiempo, de que el Estado ya no vale la pena o es irrelevante como espacio hacia el que dirigir las luchas.

JC: Un aspecto del actual diálogo dentro de la izquierda es el interés en el llamado horizontalismo, y, en relación con él, el escepticismo a la hora de comprometerse con el poder estatal. ¿Qué opinas de la resiliencia continuada alrededor de este fenómeno?

EMW: Si me preguntas por qué muchos en la izquierda se resisten a ver el Estado como un objetivo útil de las luchas, o a alcanzar el poder estatal como un objetivo útil, creo que hay razones de diversa índole en juego. Están lo que podemos llamar razones estructurales relacionadas con la naturaleza del capitalismo, el cual parece convertir al Estado en un actor poco relevante en las luchas cotidianas en comparación con las luchas diarias que tienen lugar en el puesto de trabajo o alrededor de las tensiones entre empleadores y trabajadores. Por otro lado, están las razones históricas, entre las que se incluyen el oscuro historial del Estado en el “socialismo realmente existente” o las decepciones de la socialdemocracia. Hay también algo específico de la actual generación de jóvenes que los distingue claramente de la de sus padres y abuelos.

La generación que vivió la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial y llegaron a ver la era dorada del capitalismo del Estado de bienestar, tuvieron una experiencia muy particular del Estado como fuente de bienes sociales, desde la vivienda hasta la sanidad, pasando por la educación universal. Esto se puede ver especialmente en Canadá. La siguiente generación, los llamados “baby boomers”, puede que hayan asumido esta situación como algo natural, pero es algo que ya no aplica a las actuales generaciones de jóvenes. A esta generación le cuesta muchísimo pensar en algún ejemplo positivo de la acción estatal que haya surgido en la época que viven, como pudieron haber experimentado sus abuelos con la creación del servicio de salud u otros bienes públicos. Al contrario, la gente joven de hoy en día ha sido testigo del deterioro de los servicios públicos. Mucho después del declive del capitalismo de posguerra y del fin del boom de posguerra, han crecido tanto con la ideología como con las consecuencias del neoliberalismo. No creo que sea exagerado decir que el objetivo del neoliberalismo ha sido destruir al Estado como instrumento de solidaridad social y de responsabilidad democrática. El neoliberalismo ha dejado al Estado desprovisto tanto de recursos como de objetivos positivos, destruyendo deliberadamente, en gran medida por medio de recortes en la financiación, gran parte de las cosas buenas que tenían los servicios estatales. Por tanto, no es una sorpresa que esta generación vea difícil pensar el Estado como una fuerza positiva de la manera en que sí lo hacían sus abuelos.

Mientras, como sugerí antes, estamos constantemente asediados por lo que se ha convertido en una convención prácticamente indisputable: el hecho de que la globalización ha hecho del Estado un actor bastante irrelevante, una fuerza en decadencia que —para bien o para mal— no puede seguir el ritmo del capital global. Este tipo de planteamiento, que vemos en la izquierda no menos que en la derecha, me ha parecido durante mucho tiempo una idea contraproducente y, además, muy alejada de la verdad. He argumento un sinfín de ocasiones que el capital global sí necesita al Estado, en muchas más formas que antes, y que continúa siendo un objetivo muy importante para la lucha. No quiero volver otra vez sobre ello, pero, de nuevo, creo que vale la pena pensar cómo la actual crisis puede confirmar dramáticamente la idea de que las luchas al nivel de los Estados nacionales pueden ser el contrapunto más efectivo a los actuales estragos del capital global. Verdaderamente, no descartaría la importancia de los esfuerzos populares a la hora de desafiar a organizaciones transnacionales como el G20, pero pensemos, en Europa, en Grecia, por ejemplo. Es difícil imaginar una acción popular en el plano internacional que pudiera haber tenido los efectos —hasta ahora, limitados, sin embargo— provocados por el estallido de opinión popular que llevó al auge de Syriza. Incluso sin una victoria electoral en favor de este partido radical, las reglas del juego han cambiado, y no sólo para el gobierno griego, sino para la política en Europa.

JC: Tu nuevo libro, Liberty and Property, un texto complementario a Citizens to Lords, tiene como tema de fondo la pugna acerca del significado de la libertad tal y como la entendemos hoy. ¿Cuál es el significado de esta pugna —pienso, en particular, en los Debates de Putney, en Hobbes y en Locke, también en los Diggers, el “movimiento occupy” original? En relación con esto, ¿puede —y debe, como sugirió recientemente Corey Robin— la izquierda reivindicar la “libertad” como un principio movilizador, en nuestra retórica, en nuestras estrategias organizativas, en nuestros principios rectores?

EMW: Por supuesto que la izquierda debe “reivindicar” la libertad como un principio movilizador —aunque no tengo muy claro qué querría decir que “la izquierda” lo ha abandonado en algún momento o de qué tipo de izquierda estaríamos hablando. El tipo de socialismo en el que siempre he creído —y no estoy sola en esto— siempre ha visto la libertad como el principio rector central. Tengo la tentación de decir que varias corrientes posmodernas han intentado, a su manera, socavar estos principios “universalistas”. Pero ya he dicho demasiado sobre esto otras tantas veces, así que te responderé a la pregunta según la has planteado. Para Corey Robin, si lo entiendo bien, el asunto tiene que ver realmente con la política estadounidense y con cómo la izquierda puede desafiar el monopolio de la derecha sobre la ideología americana tradicional de la libertad individual, movilizando esa ideología en favor de causas progresistas. Los progresistas en Estados Unidos, sugiere Robin, suelen invocar la seguridad o la igualdad como principios movilizadores, lo cual tiene el efecto de tratar a la gente no como ciudadanos libres y activos sino como beneficiarios pasivos de la intervención estatal, del estado de bienestar social, de las políticas redistributivas, etc. Esto puede ser un apunte útil acerca del discurso político estadounidense; pero el argumento de Robin, aunque plantea una pregunta esencial, quizás lo hace al precio de conceder demasiado a las concepciones derechistas de los derechos y las libertades, las cuales, en su forma clásicamente americana, definen la libertad en oposición a la igualdad y a la solidaridad colectiva. A mi juicio, cualquier idea convincente de libertad debe reconocer desde el principio, por ejemplo, que la libertad y la igualdad no son en absoluto antagónicas y que para muchísima gente la creciente desigualdad que tenemos hoy en día es una restricción y no una ampliación, de la libertad individual.

Una de las cuestiones que planteo en Liberty and Property es que las concepciones occidentales de la libertad han sido distorsionadas y han estado constreñidas durante mucho tiempo por el hecho de que se deben en gran parte a una idea de “libertad” pensada no como una defensa de las libertades democráticas sino como una afirmación del privilegio de clase y de la autonomía de las clases propietarias dominantes en sus conflictos con los Estados monárquicos o con otros actores de jurisdicción superior. Por supuesto que también ha habido ideas más democráticas, como las de los Levellers y los Diggers que mencionas, que son más propensas a reconocer el refuerzo mutuo entre libertad e igualdad, tanto individual como colectiva. Pero no debemos subestimar la influencia de la tradición dominante y las formas en que continúan restringiendo nuestras propias ideas.

El otro asunto esencial que planteo en Liberty and Property, como hago en otras tantas partes de mi trabajo, es que nuestras ideas contemporáneas de libertad no han reconocido adecuadamente las nuevas formas de poder y coerción creadas por el capitalismo. No es suficiente defender nuestras libertades contra el poder del Estado. También tenemos que considerar las obligaciones que nos imponen algunas formas distintivas de coerción capitalista —y con esto me refiero no solamente al poder excesivo del dinero en la política; tampoco me refiero solamente al poder del capital en el espacio laboral, sino también a las obligaciones que impone el mercado, con sus imperativos de maximización del beneficio y de acumulación constante de capital. Estamos tan acostumbrados a pensar el mercado como el reino de la elección y la libertad que tendemos a pasar por alto hasta qué punto es una forma de coerción y dominación que nos obliga a subordinar todo lo demás —la equidad, la justicia social, la dignidad humana, la sostenibilidad ecológica y sí, la libertad de los individuos— a las demandas del beneficio económico.

Ha sido durante muchos años profesora de ciencia y filosofía políticas en la York University de Toronto, Canadá. Entre 1984 y 1993 estuvo en el comité editorial de la 'New Left Review' británica, y entre 1997 y 2000 coeditó, junto con Paul Sweez y Harry Magdoff la revista norteamericana 'Monthly Review'. Filósofa e historiadora marxista y feminista mundialmente reconocida, ha realizado contribuciones fundamentales en el campo de la filosofía política, de la historia de las ideas políticas y de la historia política y social. Sus últimos libros publicados: 'Citizens to Lords. A Social History of Western Political Thought from Antoiquity to the Middle Ages' (Verso, Londres, 2008) y 'The Origin of Capitalism. A Longer View' (Verso, Londres, 2002). Murió el 14 de enero de 2016.
Fuente:
Carlo Fanelli y Brian Evans (eds.) (2012). Great Recession-Proof?: Shattering the Myth of Canadian Exceptionalism. Red Quill Books, pp. 159-170
Traducción:
Iker Jauregui

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