Renta básica, pandemia y recesión

Rubén Lo Vuolo

Daniel Raventós

Pablo Yanes

01/04/2020

 

Hace unos meses escribimos que, frente a las grandes transformaciones que se están produciendo en nuestras sociedades, la renta básica, una asignación monetaria universal e incondicional, constituía una propuesta irremplazable. Hoy, frente a la pandemia del COVID 19 y los tremendos impactos económicos y sociales de allí derivados, la vigencia y relevancia de la incorporación de la renta básica en las políticas públicas es aún mayor.

Ante la magnitud de la catástrofe sanitaria y social que estamos viviendo, escuchamos cotidianamente palabras muy rimbombantes de dirigentes políticos de todo tipo, pero si no se concretan con medidas al servicio de la mayoría de la población, todo quedará en retórica de cara a la galería a la que tan aficionados son muchos políticos. Vale recordar que, cuando se inició la crisis de 2008-2009, personajes como Sarkozy dijeron que había que refundar el capitalismo. Esto duró el tiempo que los Estados tardaron en ayudar a la banca con recursos inmensos y luego se cambió el discurso para pontificar que el problema había sido que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades.

Desde hace años la discusión sobre el incremento de las desigualdades sociales y de las desigualdades extremas ocupa un lugar crucial de la agenda pública. No se trata solo de un fenómeno cuantitativo (aumento de la desigualdad) sino también cualitativo: aumentan las desigualdades conocidas y al mismo tiempo van apareciendo un conjunto de desigualdades de nuevo tipo. Las desigualdades que se presentan bajo el actual régimen de acumulación (globalizado, desregulado, financiarizado, digitalizado) no son las mismas que las desigualdades del anterior régimen de acumulación (fordista, keynesiano, bienestarista).

Las actuales desigualdades contienen a las del régimen anterior y son más profundas. No se manifiestan sólo en el empleo, los ingresos laborales, la riqueza, sino que también han minado las redes de seguridad y de relativa certidumbre que eran propias, en diferentes niveles, de los Estados Sociales o de Bienestar. Dados los cambios económicos, tecnológicos y sociales, las instituciones públicas en muchos casos hoy reproducen las desigualdades heredadas del mercado.

Esto no debe extrañar porque la conformación del régimen de acumulación actual tiene como variable de ajuste el mundo del trabajo y de los derechos asociados al mismo (contención salarial, flexibilización laboral, recorte o congelamiento de la seguridad social, reformas regresivas de las pensiones, caída de la tasa de sindicalización, entre otras). Los resultados son esperables y conocidos: reconcentración del ingreso en manos de los grandes propietarios, debilitamiento de la movilidad social, transformación de la pobreza cíclica en crónica, fragilidad del vínculo entre educación y empleo, alto desempleo (especialmente el juvenil, femenino y personas de mayor edad), precarización de las condiciones laborales y creciente falta de expectativas sobre el futuro. Vivimos una sociedad de inseguridad y de incertidumbre para la inmensa mayoría no rica de la población.

En cuestión de días la pandemia del COVID 19 ha desnudado las condiciones de precariedad y desprotección social en que viven grandes segmentos de la humanidad y también ha puesto en jaque al ya muy debilitado sistema de políticas públicas diseñado para gestionar el ciclo económico y garantizar la protección de los derechos sociales. Ya son evidentes las limitaciones para encarar problemas nuevos con las herramientas del pasado.

En este contexto, resulta asombroso como, al amparo de la emergencia sanitaria que actúa como disparador de una profunda recesión largamente anunciada, los gobiernos de distintas orientaciones han tomado medidas que semanas antes hubieran sido impensables y tratadas de irresponsables. Las finanzas públicas sanas, la contención del déficit fiscal, las políticas de ajuste y austeridad o la sostenibilidad de la deuda como pruebas de la salud de la economía han sido aparcadas en muchos países dando lugar a desesperadas medidas que buscan estimular a las economías que entran rápidamente en recesión.

Sólo en el caso de los Estados Unidos se aprobó un paquete de emergencia de 2 trillones (o billones fuera de EEUU) de dólares, superior al presupuesto federal de ese país, y que incluye ampliación de los beneficios del seguro de desempleo (que crece rápidamente) y transferencias monetarias directas a los hogares de hasta un determinado nivel de ingreso sin otras condicionalidades. Esto último representa uno de los cambios más notables respecto a iniciativas previas de estímulo económico.

En América Latina también se han puesto en marcha diversas iniciativas que fortalecen y amplían las transferencias monetarias directas a la población que ya existían. En algunos casos, como México sin condicionalidades, aunque sí con distintos grados de focalización, desde la universalidad de la pensión de adultos mayores o becas acotadas al sistema público o a la condición de discapacidad, tres modalidades de transferencias que, por cierto, recientemente alcanzaron rango constitucional; por otro lado, en Ciudad de México también se incrementó el monto de la beca universal para todos los estudiantes del sistema público básico.

En otros países como Argentina o Colombia se ha incrementado el monto de las transferencias existentes mediante bonos extraordinarios (además de políticas de apoyo financiero y fiscal a empresas y grupos de población en dificultad). En Brasil está en proceso de aprobación legislativa una iniciativa de renta básica de emergencia que busca abarcar a 100 millones de personas.

En otras palabras, con muy diferentes modalidades y muy distintas motivaciones, tanto países centrales como periféricos están implementando una expansión de las transferencias monetarias directas a las personas. Estas novedades ofrecen oportunidades importantes para recolocar el debate sobre la pertinencia y, cada vez más, urgencia de la renta básica universal. En el reino de España, entre otros muchos lugares, son cada vez más los políticos, los activistas sociales, y la ciudadanía en general que ve esta propuesta como un dique de contención ante el desastre económico y social cada vez más evidente. Desastre económico y social en donde la inmensa mayoría de la población no rica estará en condiciones cada vez peores.

Hoy el debate sobre la renta básica ya no es en torno a “experimentos” acotados a grupos seleccionados como “pilotos”, sino en relación a políticas y a intervenciones de escala nacional. Parece que finalmente se ha aceptado que las transferencias monetarias cuanto más universales e incondicionales cuentan con una ventaja de sentido de oportunidad y efecto directo sobre los hogares que otras medidas difícilmente lograrían. Asimismo, también se está aceptando la necesidad de proteger efectivamente a las personas más allá de las particularidades de su inserción laboral coyuntural.

Resulta interesante cómo se ha relajado el debate sobre las condicionalidades (que constituía casi la piedra filosofal de las transferencias monetarias directas) y se ha desplazado hacia los grados de focalización o la temporalidad de las transferencias. Esto es, se ha debilitado, aunque probablemente resurgirá, la exigencia de contraprestaciones a cambio de la percepción de beneficios monetarios estatales y el debate se ha desplazado hacia una discusión crecientemente instrumental: alcance de las coberturas, monto de las transferencias, duración de las mismas, etc.

Por más limitados que sean los cambios que se están implementando, puede ser muy importante el efecto que tengan como experiencia social de contar con ingresos garantizados en tiempos de crisis y precariedad, así como políticas contra-cíclicas. De aquí surge un interrogante clave para el futuro de la renta básica: en qué medida se puede construir un sujeto social que reclame que lo que nació como una medida emergente y temporal pueda transmutarse en el reclamo de un nuevo derecho y en nuevo componente esencial del régimen de bienestar alternativo que debe construirse.

Estamos recién en los comienzos de una nueva crisis que ya amenaza con superar otras del pasado. A la pandemia casi con certeza le seguirá una profunda recesión económica cuyo primer desafío será el de no convertirse en una depresión en toda la regla. Es altamente probable que las desigualdades se profundicen, la precarización se exacerbe, la incertidumbre crezca y la inseguridad económica (además de la sanitaria) ocupe un lugar central en la preocupación de las personas. En este contexto, la renta básica cada vez más se asienta como una propuesta sensata y a la vez urgente para mantener no sólo la capacidad de compra de los hogares y otorgar a todas las personas una seguridad económica (y subjetiva) indispensable, sino también para construir la imagen de una sociedad que se mantiene integrada y enfrenta los duros tiempos con criterios de mayor igualdad en la distribución de sus impactos.

El interés creciente en la renta básica que se ha visto en la última década estuvo asociado en gran medida a los saldos de la gran recesión de 2008-09 y a las implicaciones de la revolución tecnológica y la digitalización de la economía en el mundo del trabajo y la ocupación. Nunca supusimos que dicho debate se vigorizaría como resultado de una pandemia, pero una vez más se constata que la historia no se mueve en línea recta y los factores aleatorios son sus componentes habituales.

Que el debate sobre renta básica aparezca en el contexto de fenómenos diversos y concomitantes como una recesión económica, una revolución tecnológica y una pandemia de escala global es significativo porque los tres fenómenos se vinculan por elementos comunes: precariedad, fragilización, inseguridad e incertidumbre. Estos elementos comunes ponen de manifiesto lo que muchos venimos sosteniendo hace tiempo: el actual modo de organización de nuestras sociedades promueve la desigualdad económica y social al tiempo que se muestra ineficaz para atender los impactos de los cambios a los que se ven y verán sometidas nuestras sociedades. Y frente a ello la renta básica no constituye toda la respuesta, pero sin duda es parte de ella.

¿Le habrá llegado finalmente a la renta básica la hora de que ocupe un lugar central en la agenda pública? No como discusión más o menos brillante y erudita sobre un tema que permite muchas variaciones filosóficas, económicas, sociológicas y políticas, sino como una medida urgente para la inmensa mayoría de la población no rica ante la gravedad de la situación actual y su proyección futura.

 

es Director Académico del Centro Interdisciplinario para el Estudio de Políticas Públicas (Ciepp) en Buenos Aires y Presidente de la Red Argentina de Ingreso Ciudadano (Redaic) . Sus últimos libros son Políticas Públicas y Democracia en Argentina. Crónicas de un País que no Aprende (2017) y Citizen’s Income and Welfare Regimes in Latin America. From Cash Transfers to Rights, (Editor, 2013)
miembro del Comité de Redacción de Sin Permiso y presidente de la Red Renta Básica. Profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona. Es miembro del comité científico de ATTAC. Sus últimos libros son, en colaboración con Jordi Arcarons y Lluís Torrens, "Renta Básica Incondicional. Una propuesta de financiación racional y justa" (Serbal, 2017) y, en colaboración con Julie Wark, "Against Charity" (Counterpunch, 2018).
Coordinador de Investigaciones de la sede subregional de la CEPAL en México. Las opiniones aquí expresadas pueden no ser coincidentes con las del Sistema de Naciones Unidas.
Fuente:
https://blogs.publico.es/dominiopublico/31573/renta-basica-pandemia-y-recesion/

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