Salir del castillo del vampiro

Mark Fisher

06/07/2019

Este verano consideré seriamente la posibilidad de retirarme de cualquier forma de participación política. Exhausto por el exceso de trabajo, incapaz de llevar a cabo una actividad productiva, me descubrí a la deriva por las redes sociales, viendo cómo aumentaba mi depresión y mi cansancio.

El Twitter “de izquierdas” puede ser a menudo una zona miserable y desesperante. Antes, este mismo año, hubo diferentes polémicas en Twitter, en las cuales determinadas figuras que se identifican a sí mismas como de izquierdas fueron señaladas y condenadas. Lo que habían dicho estas figuras era en ocasiones cuestionable, pero la manera en que fueron personalmente vilipendiados y perseguidos deja un residuo horrible: el hedor de la mala conciencia y el moralismo de la cacería de brujas. La razón por la que no me he pronunciado sobre cualquiera de estos incidentes –me da vergüenza decirlo– es el miedo. Los matones estaban en el otro rincón del patio de recreo. No quería atraer su atención.

El salvajismo abierto de estos intercambios iba acompañado de algo más evasivo, y por este motivo quizá más debilitante: una atmósfera de resentimiento altivo. El objeto más habitual de este resentimiento es Owen Jones, y los ataques a Jones –la persona más responsable de elevar la conciencia de clase en Reino Unido en los últimos años– era uno de los motivos por los que estaba tan abatido. Si esto le ocurre a una persona de izquierdas que está teniendo éxito a la hora de llevar la lucha al centro mismo de la vida política británica, ¿por qué cualquier otro querría seguirlo en los medios generalistas? ¿Es la única manera de evitar este goteo constante de abusos permanecer en una posición de marginalidad impotente?

Una de las cosas que me sacaron de este estupor depresivo fue ir a la asamblea popular de Ipswich, cerca de donde vivo. La asamblea popular había sido recibida con las habituales bromas críticas. Era, se nos decía, un truco inútil, con el cual los mediáticos de izquierda, incluyendo a Jones, se daban aires en otra muestra de celebrity culture. Lo que realmente ocurrió en la asamblea de Ipswich fue muy diferente a esta caricatura. La primera mitad del acto –que culminó en un emocionante discurso de Owen Jones– estuvo sin duda dirigida por los ponentes de la mesa, pero en la segunda parte del encuentro vimos activistas de la clase trabajadora de todo Suffolk hablar los unos con los otros, darse apoyo, compartir experiencias y estrategias. Lejos de ser otro ejemplo de izquierdismo jerárquico, la asamblea popular fue un ejemplo de cómo lo vertical puede combinarse con lo horizontal: el poder de los medios y el carisma pueden atraer a gente que previamente nunca había asistido a un encuentro político en aquella sala, donde podían hablar y desarrollar estrategias con activistas con años de experiencia. La atmósfera era antirracista y antisexista, pero refrescantemente libre del sentimiento paralizante de culpa y sospecha que sobrevuela el Twitter de izquierdas como una bruma acre y sofocante.

Entonces vino Russell Brand. Hace tiempo que soy admirador de Brand, uno de los pocos nombres de la comedia actual con orígenes en la clase trabajadora. Durante los últimos años ha habido un gradual pero inexorable aburguesamiento de la comedia en televisión, con el absurdo, ultracursi y estúpido Michael McIntyre y una deprimente llovizna de oportunistas con título universitario dominando la escena.

El día anterior se había emitido la hoy famosa entrevista de Brand con Jeremy Paxman en Newswight. Había visto antes el espectáculo de stand-up de Brand, The Messiah Complex, en Ipswich. El espectáculo era desafiantemente pro-inmigración, pro-comunista, antihomófobo, lleno de inteligencia de clase obrera y sin miedo a mostrarlo, y poco habitual en la manera en que la cultura popular acostumbra a serlo (es decir, nada que ver con las caras de pocos amigos y piedad identitaria que nos imponen los moralistas de la ‘izquierda’ post-estructuralista). Malcom X, el Ché, la política como una manera de desmantelar psiquedélicamente la realidad existente: comunismo como algo cool, sexy y proletario en vez de un sermón.

El día siguiente por la noche era evidente que la aparición de Brand había producido un momento de división. Para algunos de nosotros, el derribo forense que Brand hizo de Paxman fue intensamente emocionante, milagroso, no podía recordar la última vez que una persona de extracción obrera había recibido espacio para destruir por completo a un ‘superior’ de clase utilizando la inteligencia y la razón. No era Johnny Rotten insultando a Bill Grundy, un acto de antagonismo que confirmaba más que desafiaba los estereotipos de clase. Brand superó en astucia a Paxman, y el uso del humor era lo que separaba a Brand de la severidad de tanto ‘izquierdismo’. Brand hace que la gente se encuentre cómo consigo misma, mientras que la izquierda moralizante se especializa en hacer sentir a la gente mal y no está contenta hasta que ha introducido en sus cabezas la culpa y el menosprecio a sí mismos.

La izquierda moralizante rápidamente se aseguró de que la historia no fuese la extraordinaria infracción de Brand de las blandas convenciones del ‘debate’ en los medios de comunicación generalistas, ni su afirmación de que la revolución iba a ocurrir. (Esta última afirmación sólo podía escucharse en los oídos sordos de la ‘izquierda’ pequeñoburguesa narcicista cuando Brand afirmó que él quería encabezar la revolución, a lo que respondieron con el típico resentimiento: “no necesito que ningún famoso me dirija”.) Para los moralistas, la historia dominante había de ser el comportamiento personal de Brand, en concreto su sexismo. En la atmósfera febrilmente maccarthista fermentada por la izquierda moralizante, afirmaciones que pueden ser consideradas sexistas significan que Brand es sexista, lo que significa que es un misógino. Destruido, acabado, condenado.

Es correcto que Brand, como cualquiera de nosotros, tenga que responder por su comportamiento y por el lenguaje que utiliza. Pero este cuestionamiento tendría que ocurrir en un ambiente de camaradería y solidaridad, y no probablemente en público en primera instancia y, aunque Brand fue cuestionado sobre el sexismo por Mehdi Hasan, demostró exactamente el mismo tipo de humildad que no se podía encontrar en ninguna de las pétreas caras de quienes lo juzgaban. “No creo que sea sexista, pero me acuerdo de mi abuela, la persona más encantadora que haya conocido nunca, y ella era racista, aunque no creo que fuese consciente. No sé si tengo algún tipo de resaca cultural, pero sé que tengo un gran amor por la lingüística proletaria, palabras como “nena” y “guapa”, así que si las mujeres creen que soy sexista, están en mejor posición para juzgar de lo que yo lo estoy, y trabajaré en ese aspecto.”

La intervención de Brand no era ninguna declaración de liderazgo, era una inspiración, una llamada a las armas. A mí me inspiró. Si unos meses antes me habría callado mientras los moralistas de la izquierda soberbia sometían a Brand a sus tribunales de excepción y difamaciones –con “pruebas” normalmente recogidas en la prensa de derechas, siempre presta a ayudar–, esta vez estaba dispuesto a enfrentarme a ellos. La respuesta de Brand rápidamente se convirtió en tan importante como el propio intercambio con Paxman. Como ha señalado Laura Oldfield Ford, fue un momento clarificador. Y una de las cosas que clarificó para mí fue la manera en que, en los últimos años, buena parte de aquello que se presenta a si mismo como “izquierda” ha suprimido la cuestión de clase.

La conciencia de clase es frágil y fugaz. La pequeña burguesía que domina la academia y la industria cultural tiene todo tipo de desviaciones sutiles y estratagemas para evitar el tema si aparece y, si lo hace, llevarte a pensar que se trata de una impertinencia terrible, que presentar la cuestión es una violación de la etiqueta. He estado hablando en actos de izquierdas y anticapitalistas, pero raramente he hablado –o me han pedido que lo haga– sobre la cuestión de clase en público.

Pero una vez ha reaparecido la clase, era imposible no verla en todas partes en respuesta a la cuestión de Brand. Brand fue rápidamente juzgado o cuestionado por al menos tres personas de la izquierda procedentes de universidades privadas. Otros nos explicaban que Brand no podía ser realmente de clase obrera porque era millonario. Es alarmante cuántos “izquierdistas” parecen estar fundamentalmente de acuerdo con el trasfondo de la pregunta de Paxman: “¿Qué le da a esta persona de clase trabajadora la autoridad para hablar?” Es también alarmante, es más, angustiante, que parezcan pensar que la clase trabajadora tendría que permanecer en la pobreza, la oscuridad y la impotencia so pena de perder su “autenticidad”.

Alguien me envió un post sobre Brand escrito en Facebook. No conozco a la persona que lo escribió y desearía no tener que mencionarla. Lo que aquí importa es que el post era sintomático de una serie de actitudes esnobs y condescendientes que aparentemente es correcto exhibir mientras al mismo tiempo uno se clasifica a sí mismo como ‘de izquierdas’. El tono era espantosamente arrogante, como si fuera un maestro de escuela señalando los deberes de un niño, o un psiquiatra valorando un paciente. Brand, aparentemente, es “inestable, de manera clara y en extremo… está a una mala relación o un patinazo en su carrera de caer en la drogadicción o algo peor.” Aunque la persona afirma que “realmente le gusta [Brand]”, quizá nunca se le hubiera ocurrido que uno de los motivos por los que Brand puede ser “inestable” es este tipo de “valoraciones” paternalistas y falsamente trascendentales de la burguesía “de izquierdas”. Hay también una digresión chocante, pero reveladora, en la que esta persona casualmente se refiere a la “educación irregular” de Brand “y a los resbalones en el vocabulario, propios del autodidacta” y  que “duelen a la vista.” Con esto, dice este individuo generoso, “no tengo ningún problema”. ¡Qué bien por parte suya! No nos encontramos ante un burócrata colonial escribiendo sobre sus intentos por enseñar a algunos ‘nativos’ el idioma inglés en el siglo XIX o un maestro victoriano en alguna institución privada describiendo a un alumno suyo. Nos encontramos ante un “izquierdista” escribiendo esto sólo hace unas semanas.

¿Adónde vamos desde aquí? Antes que nada es necesario identificar las características de los discursos y los deseos que nos han llevado a este paso desmoralizante y siniestro, donde la clase ha desaparecido pero el moralismo impera, donde la solidaridad es imposible, pero el miedo y la culpa son omnipresentes, y no porque estemos aterrorizados por la derecha, sino porque hemos permitido que modos burgueses de subjetividad contaminen nuestro movimiento. Pienso que dos configuraciones discursivas libidinales nos han llevado a esta situación. Pueden decir de sí mismos que son de izquierdas, pero como ha dejado claro el episodio de Brand, hay muchos indicios de que la izquierda, definida como un agente en la lucha de clases, no ha hecho sino desaparecer.

Dentro del castillo del vampiro

La primera configuración es lo que he dado en llamar el castillo del vampiro. El castillo del vampiro se especializa en la propagación de la culpa. Está impulsado por un deseo de sacerdote de excomunicar y condenar, un deseo académico pedante de ser el primero en ser visto descubriendo un error, y un deseo de hipster de pertenecer al grupo. El peligro de atacar al castilo del vampiro es que puede parecer como si –y el otro hará todo lo posible por reforzar este pensamiento– se está atacando también las luchas contra el racismo, el sexismo y el heterosexismo. Pero lejos de ser la única expresión de estas luchas, el castillo del vampiro se entiende mejor como una perversión liberal-burguesa y una apropiación de la energía de estos movimientos. El castillo del vampiro nació el momento en que la lucha no definida por estas categorías identitarias se convirtió en la búsqueda de tener estas “identidades” reconocidas por el Otro burgués.

El privilegio que yo ciertamente disfruto como hombre blanco consiste, en parte, en no ser consciente de mi etnia y de mi género, y es una experiencia sobria y reveladora que ocasionalmente me hagan consciente de estos puntos ciegos. Pero más que buscar un mundo en el cual todo el mundo consigue ser independiente de la clasificación identitaria, el castillo del vampiro busca acorralar a la gente de nuevo en campos identitarios, donde son definidos para siempre en términos establecidos por el poder dominante, paralizados por la conciencia de sí mismo y aislados por una lógica solipsista que insiste que no podemos comprendernos mutuamente excepto si pertenecemos al mismo grupo de identidad.

Me he dado cuenta de la existencia de un fascinante mecanismo de inversión mágica de proyección y negación por el cual la sola mención de clase se trata automáticamente como si eso significase que uno está intentando degradar la importancia de la raza y el género. Lo que ocurre es en realidad lo contrario, puesto que el castillo del vampiro utiliza una comprensión en última instancia liberal de la raza y el género para ofuscar el concepto de clase. En todas estas polémicas de Twitter, absurdas y traumáticas, sobre el privilegio a comienzos de año llamaba la atención que la discusión sobre el privilegio de clase estaba completamente ausente. La tarea, como siempre, sigue siendo la articulación de clase, género y raza, pero el movimiento fundacional del castillo del vampiro es la desarticulación de la clase de otras categorías.

El problema que el castillo del vampiro había de resolver era éste: ¿cómo puedes poseer riqueza y poderes inmensos y, al mismo tiempo, presentarte como una víctima, marginal y en oposición? La solución estaba ahí mismo: la iglesia cristiana. De este modo, el castillo del vampiro tiene a su disposición todas las estrategias infernales, oscuras patologías e instrumentos de tortura psicológicos inventados por el cristianismo, y que Nietzsche describió en la Genealogía de la moral. Este sacerdocio de la mala conciencia, este nido de traficantes de culpa pía, es exactamente lo que Nietzsche predijo cuando dijo que había en marcha algo peor que el cristiano. Aquí lo tenemos…

El castillo del vampiro se alimenta de la energía, las ansiedades y las vulnerabilidades de los jóvenes estudiantes, pero sobre todo vive convirtiendo el sufrimiento de grupos particulares –cuanto más ‘marginales’ mejor– en capital académico. Las figuras más elogiadas en el castillo del vampiro son aquellas que han descubierto un nuevo mercado del sufrimiento, quienes puedan encontrar un grupo más oprimido y subyugado que cualquier otro antes explotado son promovidos y ascienden rápidamente.

La primera ley del castillo del vampiro es: individualiza y privatiza todo. Mientras en teoría afirma estar a favor de la crítica estructural, en la práctica nunca se centra en nada excepto el comportamiento individual. Algunos de estos tipos de clase obrera no fueron muy bien educados, y en ocasiones pueden resultar groseros. Recordad: condenar a los individuos es siempre mucho más importante que prestar atención a las estructuras impersonales. La actual clase dominante propaga ideologías de individualismo mientras tiende a actuar como clase. (Muchas de las llamadas ‘conspiraciones’ de la clase dominante demuestran solidaridad de clase.) El castillo del vampiro, como servidor incauto de la clase dominante, hace lo opuesto: se llena la boca de ‘solidaridad’ y ‘colectividad’ mientras actúa, siempre, como si las categorías individualistas impuestas por el poder fuesen las únicas válidas. Como son pequeñoburgueses hasta el tuétano, los miembros del castillo del vampiro son enormemente competitivos, pero eso es reprimido de la manera pasiva-agresiva típica de la burguesía. Lo que los mantiene unidos no es la solidaridad, sino el miedo mutuo: el miedo a ser los próximos en ser señalados, expuestos, condenados.

La segunda ley del castillo del vampiro es: haz que la reflexión y la acción parezcan muy, muy difíciles. No ha de haber ninguna ligereza y, por supuesto, ningún tipo de humor. El humor no es, por definición, serio, ¿verdad que no lo es? La reflexión es un trabajo exigente, para personas con acento de clase alta y la frente surcada de arrugas. Allí donde haya confianza, introduce el escepticismo. Di: no te precipites, hemos de pensarlo más a fondo. Recordad: tener convicciones es opresor y puede conducir a los gulags.

La tercera ley del castillo del vampiro es: propagad tanta culpa como podáis. Cuanta más culpa mejor. La gente tiene que sentirse mal: es un signo de que entienden la gravedad de las cosas. Está bien ser un privilegiado de clase si te sientes culpable del privilegio y haces que los otros en una posición de clase subordinada también se sientan culpables. ¿De vez en cuando haces algunas cosas buenas por los pobres, no?

La cuarta ley del castillo del vampiro es: esencializa. Mientras la fluidez de la identidad, la pluralidad y la multiplicidad siempre se menciona a favor de los miembros del castillo del vampiro –en parte para encubrir sus antecedentes invariablemente acomodados, privilegiados o burgueses-asimilacionistas–, el enemigo ha de ser siempre esencializado. Como los deseos que animan el castillo del vampiro son en buena medida los deseos del sacerdote de excomunicar y condenar, ha de haber una clara distinción entre el Bien y el Mal, con este último esencializado. Observad la táctica. X ha hecho un comentario o se ha comportado de una manera particular. Estos comentarios o este comportamiento tienen que ser interpretados como tránsfobos, sexistas, etcétera. Hasta aquí bien. Pero prestad atención al siguiente movimiento. X pasa entonces a ser definido como tránsfobo, sexista, etc. Toda su identidad pasa a ser definida por un comentario desafortunado o un patinazo en su comportamiento. Una vez el castillo del vampiro ha reunido a su partida de cacería, la víctima (con frecuencia procedente de la clase obrera y no habiendo sido educada en la etiqueta pasiva-agresiva de la burguesía) puede ser provocada con confianza de que perderá su paciencia, asegurando todavía más su condición de paria, el último en ser consumido en este frenesí.

La quinta ley del castillo del vampiro: piensa como un liberal (porque lo eres). Un trabajo constante del castillo del vampiro avivando una rabia reactiva consiste en señalar incansablemente aquello que es obvio para todo el mundo: que el capital se comporta como capital (¡no es muy bonito de ver, no!), los estados represivos son estados represivos. ¡Hemos de protestar!

Neoanarquismo en Reino Unido

La segunda formación libidinal es el neoanarquismo. Por neoanarquismo no me refiero, claro está, a los anarquistas o sindicalistas que participan en la organización de los trabajadores en sus puestos de trabajo, como la Solidarity Federation. Me refiero más bien a quienes se identifican como anarquistas pero cuya participación política no va más allá de las protestas y ocupaciones de estudiantes y comentarios en Twitter. Como los habitantes del castillo del vampiro, los neoanarquistas acostumbran a tener una procedencia pequeñoburguesa, cuando no de algún lugar aún más privilegiado desde el punto de vista de clase.

Son mayormente jóvenes: tienen veintitantos o son treintañeros, y lo que revela una posición neoanarquista es su estrecho horizonte histórico. Los neoanarquistas no han experimentado nada que no sea el realismo capitalista. Para cuando los neoanarquistas han adquirido conciencia política –y muchos de ellos lo han hecho de manera destacada recientemente, teniendo en cuenta el grado de fanfarronería agresiva del que en ocasiones hacen gala–, el Partido Laborista se ha convertido en una cáscara “blairista” que implementa el neoliberalismo con una pequeña dosis de justicia social de propina. Pero el problema con el neoanarquismo es que refleja irreflexivamente este momento histórico más que ofrecer una escapatoria al mismo. Se olvida, o quizá es genuinamente inconsciente, del papel del Partido Laborista a la hora de nacionalizar las principales industrias y servicios o en la fundación del Servicio Nacional de Salud (NHS). Los neoanarquistas afirmaran que “la política parlamentaria nunca ha cambiado nada” o que “el Partido Laborista siempre ha sido inútil” mientras participan en protestas en defensa del NHS o retuitean quejar sobre el desmantelamiento de lo que queda del Estado del Bienestar. Hay una extraña norma implícita aquí: está bien protestar contra aquello que ha hecho el parlamento, pero no está bien entrar en el parlamento o en los medios de comunicación de masas para intentar llevar a cabo un cambio desde allí. Rechazan los medios de comunicación de masas, pero Question Time, de la BBC, es un programa que ven a todas horas y del que se quejan continuamente en Twitter. El purismo se transforma en fatalismo: mejor no ensuciarse de ninguna manera de la corrupción de los medios de comunicación de masas, mejor ‘resistir’ inútilmente antes que arriesgarse a ensuciarse las manos.

Es poco sorprendente, pues, que muchos neoanarquistas estén ahora aquejados por la depresión. Esta depresión, no cabe duda, se ve reforzada por las ansiedades de la vida laboral después de la universidad, pues, como en el caso del castillo del vampiro, el neoanarquismo tiene su lugar natural en las universidades y usualmente es propagado por quienes estudian un doctorado o quienes recientemente han obtenido este grado.

¿Qué hacer?

¿Cómo es posible que estas dos configuraciones hayan conseguido esta importancia? La primera razón es que el capital ha permitido que prosperasen porque servían a sus intereses. El capital ha sometido a la clase obrera organizada, desintegrando la conciencia de clase, subyugando agresivamente a los sindicatos al mismo tiempo que seducía a “las familias de clase obrera que trabajan” para identificarse con sus estrechos intereses en vez de los intereses más amplios de clase, ¿pero por qué tendría que preocuparle al capital una izquierda que reemplaza la política de clase con el moralismo individualista y que, lejos de construir solidaridad, difunde miedo e inseguridad?

La segunda razón es lo que Jodi Dean ha llamado capitalismo comunicativo. Podría haber sido posible ignorar al castillo del vampiro y a los neoanarquistas de no haber sido por el ciberespacio capitalista. La moralización piadosa del castillo del vampiro ha sido una característica de una cierta “izquierda” durante muchos años, pero si no uno era miembro de esta iglesia particular podía evitar sus sermones. Con las redes sociales ya no es éste el caso, y hay muy poca protección de las patologías psicológicas propagadas por estos discursos.

Así las cosas, ¿qué podemos hacer ahora? En primer lugar, es imperativo rechazar el identitarismo, y reconocer que no hay identidades, sólo deseos, intereses e identificaciones. Parte de la importancia del proyecto de estudios culturales británico –tal y como muestra tan a las claras y tan emotivamente John Akomfrah en su instalación The Unfinished Conversation [La conversación inacabada] (actualmente en la Tate Britain) y su película The Stuart Hall Project– es haber resistido el esencialismo identitario. En vez de congelar a la gente en cadenas de equivalencias que ya existen, el objetivo era tratar cualquier articulación como provisional y plástica. Siempre se pueden crear nuevas articulaciones. Nadie es, en esencia, nada en concreto. Por desgracia la derecha actúa sobre esta percepción de manera más efectiva de lo que lo hace la izquierda. La izquierda burguesa-identitaria conoce como propagar la culpa y lleva a cabo una cacería de brujas, pero no sabe cómo hacer conversos. Pero ése, a pesar de todo, no es el objetivo. El objetivo no es popularizar una posición de izquierdas, o ganar a la gente y sumarla a un proyecto, sino permanecer en una posición de superioridad elitista, pero ahora a la superioridad de clase se añade, también, la superioridad moral. “¡Pero cómo te atreves a hablar! Somos nosotros quienes hablamos por aquellos que sufren!”

Con todo, el rechazo del identitarismo sólo puede conseguirse a través de la reafirmación de la clase. Una izquierda que no tenga la clase en el centro no puede ser más que un grupo de presión liberal. La conciencia de clase es siempre doble: implica un conocimiento simultáneo de la manera en la que la clase se enmarca y da forma a toda la experiencia, y conocimiento de la posición particular que ocupamos en la estructura de clases. Es necesario recordar que el objetivo de nuestra lucha no es el reconocimiento de la burguesía, ni tan sólo la destrucción de la propia burguesía. Es la estructura de clases –una estructura que perjudica a todos, incluso a quien se beneficia– la que ha de ser destruida. Los intereses de la clase trabajadora son los intereses de todos; los intereses de la burguesía son los intereses del capital, que no son los intereses de nadie. Nuestra lucha ha de orientarse hacia la construcción de un mundo nuevo y sorprendente, no hacia la conservación de identidades formadas y distorsionadas por el capital.

Si esto parece una tarea formidable e intimidante es porque lo es. Pero podemos comenzar a abordarlo en muchas actividades prefigurativas desde ahora mismo. Es más, estas actividades pueden ir más allá de la prefiguración: podrían iniciar un círculo virtuoso, una profecía autocumplida en la que los modos de subjetividad burgueses son desmantelados y comienza a construirse una nueva universalidad. Hemos de aprender, o volver a aprender, cómo construir camaradería y solidaridad en vez de hacer el trabajo del capital condenándonos e insultándonos los unos a los otros. Esto no significa, por descontado, que tengamos que estar siempre de acuerdo: al contrario, hemos de crear las condiciones donde pueda darse la falta de acuerdo sin temor a la exclusión y a la excomunicación. Hemos de pensar estratégicamente sobre cómo utilizar las redes sociales, siempre recordando que, a pesar del igualitarismo que los ingenieros del capitalismo libidinal aseguran que existe en ellas, éste es actualmente territorio enemigo, dedicado a la reproducción de capital. Pero eso no significa que no podamos ocupar el terreno y comenzar a utilizarlo para el objetivo de producir conciencia de clase. Hemos de salir del “debate” en el que el capitalismo comunicativo para participar incesantemente y recordar que nos encontramos en una lucha de clases. El objetivo no es “ser” un activista, sino ayudar a la clase trabajadora a activarse y transformarse a sí misma. Fuera del castillo del vampiro todo es posible.

(1967-2017) fue un destacado teórico crítico y crítico cultural británico, autor, entre otros, de 'Capitalist Realism: Is There No Alternative?' (Zero Books, 2009)
Fuente:
https://catarsimagazin.cat/sortint-del-castell-del-vampir/
Traducción:
Àngel Ferrero

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