Uruguay, los Estados Unidos y el ascenso del peronismo

Carolina Cerrano

Fernando López D Alesandro

28/09/2014

La documentación desclasificada del archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Uruguay ofrece otras perspectivas y miradas del vínculo con Argentina en el nacimiento del peronismo. Los temores uruguayos, las intenciones de Estados Unidos y la política exterior de Buenos Aires tuvieron una cara oculta en la diplomacia secreta donde las presiones sobre el Uruguay por parte del Departamento de Estado fueron una de las claves en la compleja relación de Washington con el peronismo.

El golpe de Estado del 4 de junio de 1943 alarmó a la dirigencia uruguaya. Con la excepción de Luis Alberto de Herrera ningún partido ni mucho menos el gobierno aceptó la dictadura. Uruguay y casi todo el hemisferio vieron que Argentina tenía un gobierno pro nazi, que amparaba a Alemania y que había comenzado a ejecutar políticas sociales promovidas por el coronel Perón. La imagen “pro eje” era potenciada por la permanente propaganda norteamericana. En consecuencia las intenciones fascistas inevitablemente se traducirían en expansionistas y la posibilidad de que Uruguay fuera fagocitado por su vecino alarmó a todos.

Uruguay había trazado claramente su política internacional frente a la guerra durante el gobierno de Alfredo Baldomir, alineándose con los aliados y desde 1941 con los Estados Unidos. Ubicado en un punto geopolítico clave, Uruguay será el ariete de los Estados Unidos en la zona, con el agregado de que por ser de las pocas democracias de América Latina en el aquél entonces, tenía un capital moral y político nada desdeñable. Sin embargo, las cosas no serían tan sencillas, especialmente durante el ministerio de José Serrato.

Los intentos norteamericanos de controlar la logística militar del Uruguay o de instalar bases en su territorio chocaron contra la campaña herrerista en 1940 y en 1943 y 44 contra el veto del gobierno de Amézaga y de su canciller. Serrato –un viejo batllista, y por tanto pro norteamericano, pero portador de un moderado nacionalismo- buscó las maneras de aplicar la clásica estrategia internacional del país ante las crisis; equilibro regional  apoyado en un aliado poderoso. El canciller uruguayo no quería chocar con Argentina, pero  a la vez mantener la alianza con Washington sosteniendo un equilibrio difícil. Estados Unidos, haciendo gala de su impericia de aprendiz imperial, tensó la situación todo lo posible. Esta táctica preocupaba mucho al ministro Serrato y a su embajador en Buenos Aires, Eugenio Martínez Thedy, pues consideraban que un enfrentamiento era contraproducente y peligroso.

Si bien las presiones internacionales y el aislamiento precipitaron la ruptura de relaciones de Argentina con el Eje, no se creyó en la “sinceridad” de la medida. Para peor la caída del general Pedro Pablo Ramírez y el ascenso de su colega Edelmiro J. Farrell en febrero de 1944, generaron aún más controversia. Para Estados Unidos y Uruguay Ramírez había sido desplazado por los ultranacionalistas que no toleraron la ruptura con Alemania y Japón, y peor aún Farrell fortaleció el poder del coronel Perón ascendiéndolo a vicepresidente y ministro de guerra, con la retención de la secretaría de trabajo y previsión.

El Departamento de Estado no podía tolerar en su armado hegemónico ninguna disidencia fascista o soberanista, según se mire. Por tanto anunció a sus aliados latinoamericanos que no reconocería el gobierno Farrell-Perón y que esperaba que todos actuaran igual. Las alarmas se encendieron en el Palacio Santos.

El gobierno de Amézaga no era favorable a la ruptura e intentó convencer a Washington de optar por la negociación antes que por el enfrentamiento. La respuesta norteamericana fue drástica y dura; “sugirió” a sus aliados que no participaran de los festejos del 25 de mayo de 1944. Uruguay acató, pero participó del Te Deum en la Catedral. Estados Unidos aprobó lo actuado. Un mes después los norteamericanos decidieron llamar a su embajador en consulta y aspiraba a que los demás países del hemisferio hicieran lo mismo en quince días. Serrato estiró la definición del problema todo lo que pudo –“el embajador uruguayo debe ser el último en irse y el primero en volver” le dijo a Dardo Regules- de manera que mantuvo a Martínez Thedy hasta que el Departamento de Estado hizo llegar su ultimátum amenazante. En este proceso Serrato sentó la posición uruguaya ante el embajador norteamericano, Willam Dawson: solidaridad con la causa aliada, pero ésta “no implica sumisión sino cooperación, colaboración, discusión pero armonía en los resultados, en interés de la paz”. La afirmación nacional de Serrato –que en San Francisco votó contra la creación del Consejo de Seguridad de la onu- no cayó nada bien en Washington. La respuesta fue durísima, y el análisis urgente que el Palacio Santos presentó al presidente Amézaga subrayaba la posibilidad de que en caso de tensión con Estados Unidos podría peligrar el abasto de bienes esenciales para el país, además de verse aislado en el concierto mundial y con un único aliado potencial, la Argentina peronista, algo inadmisible. El 10 de julio de 1944 Uruguay llamó en consulta al embajador Martínez Thedy.

En setiembre los norteamericanos volvieron a la carga y el embajador Dawson propuso que oficiales norteamericanos comenzaran contactos con militares uruguayos para acordar formas de instrucción y entrega de armas. Serrato dio largas al asunto, pero aprovechó la oportunidad para dar a conocer sus puntos de vista sobre el relacionamiento internacional a futuro, algo parecido a una doctrina sin pretender serlo. El gobierno uruguayo propuso “la firma de un gran pacto americano de paz, seguridad y mutua protección” que garantizara la integridad territorial, el respeto de los derechos, el arreglo pacífico de las controversias… tan diferente a la que propondría en poco tiempo su sucesor. Cordell Hull calificó a la propuesta de “hermosa” aunque impracticable hasta que no domaran a la Argentina.

EL otro 45. Ya en enero estaba claro para todos que Alemania perdería la guerra, lo que para el gobierno Farrell-Perón significaba un dilema internacional. ¿Cómo acomodarse a la nueva situación? En marzo decidieron firmar el Acta de Chapultepec y declararle la guerra a Japón: como los japoneses eran aliados de los alemanes el acto implicaba una declaración de guerra, por elevación, a Berlín; fue la manera elegante de contemplar a los germanófilos del régimen. En América no se creyó en la sinceridad del acto. Pero además, muchos anhelaban que la declaración de guerra atizara las contradicciones internas de un régimen que se debilitaba producto de las luchas internas entre los militares, de las presiones de una oposición democrática que proponía el traspaso del gobierno a la Suprema Corte de Justicia y del accionar de Estados Unidos. En 1945 el gobierno de Truman estrenó nuevo Secretario de Estado, Edward Reilly Stettinius, que rápidamente nombró a Spruille Braden embajador en Buenos Aires.

 Esta coyuntura tan singular y removedora, hizo creer a Azarola Gil, secretario de la embajada uruguaya, que “existe un proceso de desintegración del gobierno militar” La renuncia de algunos ministros y la oposición de otros dirigentes, “y aún del propio presidente Farrell” abonaba la hipótesis de la crisis.

Luego de la derrota de Japón y de la Marcha de la Constitución y la Libertad de la oposición, la dictadura de Farrell-Perón daba la impresión de desmoronarse y los militares presionaban cada vez más a Farrell para que destituyera a Perón. Finalmente el 8 de octubre Farrell cedió ante los oficiales y Perón cayó. El Coronel advirtió a los suyos por cadena de radio, que sin él peligraba toda la obra realizada en reivindicación de los derechos sociales, y él no iba a estar allí para defenderlos. Al poco tiempo lo encarcelaron en la Isla Martín García.

La caída de Perón fue vista como un alivio y a la vez una victoria. Quiso la casualidad que mientras se procesaba el giro histórico en Argentina, en Uruguay asumiera un nuevo Ministro de Relaciones Exteriores. El 4 de octubre de 1945 José Serrato se retiraba y asumía Eduardo Rodríguez Larreta, blanco pero antiherrerista, quien sería uno de los más acérrimos enemigos de la Argentina peronista. No puede dejar llamar la atención del historiador que el cambio se produjera justo en ese momento y que los personajes presentaran perfiles tan claramente distintos. Serrato promovió la política de equilibrio, la distensión con Argentina y si bien mantuvo la alianza con Estados Unidos, buscó de todas maneras no terminar en una situación de sumisión. Rodríguez Larreta será un aliado incondicional de los Estados Unidos, por decirlo de alguna manera.

En esos días el Departamento de Estado consultó al nuevo canciller uruguayo sobre la política intervencionista a seguir con Argentina. Rodríguez Larreta –luego de consultar a parte del espectro político antiperonista uruguayo- recomendó a Estados Unidos no aplicar ningún tipo de injerencia, “por ahora”. No obstante aprovechó para anunciarle a sus aliados del norte su posición sobre un punto crítico: “el principio de no intervención, [no puede] extenderse hasta amparar ilimitadamente la notoria y reiterada violación por alguna república de los derechos más elementales del hombre y del ciudadano y el incumplimiento de los compromisos libremente contraídos acerca de los deberes externos e internos de un Estado que lo acreditan para actuar en la convivencia internacional”. O sea, el canciller uruguayo estaba a favor de limitar el principio de no intervención cuando se violaran derechos fundamentales y, por supuesto, no definía quien evaluaría la existencia de esas violaciones. Toda una innovación doctrinaria. El gobierno de Truman tomó nota de esta novedad, para usarla en su beneficio.

Nadie había previsto el giro dramático que tendrían los hechos el 17 de octubre. Convocados para la huelga el día siguiente, los sectores populares de Buenos Aires marcharon por miles hacia Plaza de Mayo pidiendo la libertad de Perón. La oposición, tanto argentina como uruguaya, vio turbas enardecidas, populacho ocupando la ciudad. No quisieron ver ni comprendieron el profundo cambio social que se había producido en Argentina y que venía rumiando su entrada en la historia desde mediados de la Década Infame. Cuando irrumpieron apoyando a ese coronel que los había atendido y entendido por primera vez, lo hicieron caminando por el medio de la calle y ocupando los espacios que antes estaban reservados para unos pocos.

Roberto Ibáñez, uno de los intelectuales más lúcidos del Uruguay, testigo ocular de los hechos, a pesar de su visión opositora y crítica del 17 de octubre, concluyó certeramente: “Perón no es un mito. Es, por desgracia, una realidad que costará disminuir y disolver”. El embajador uruguayo, anunció con cierto pesar al otro día el “absoluto cambio [de la] situación política” afirmando la “influencia [del] Coronel Perón” y de las “tendencias [y] organizaciones obreras que le acompañan”.

¿Qué hacer entonces? Preparar alguna forma de intervención. Los Estados Unidos solicitaron a Rodríguez Larreta que Uruguay fuera la punta de lanza en ese tema. Retomando la posición que el canciller uruguayo le había comunicado a Washington acerca de limitar el principio de no intervención, el Departamento de Estado hizo llegar un memorándum donde planteaba la necesidad de esa nueva doctrina y que Uruguay debía hacerla pública presentándola como propia. En palabras de Rodríguez Larreta Estados Unidos quería transformar su punto de vista en “una declaración continental”. El 29 de octubre se volvió a reunir en cancillería a los representantes de los sectores políticos cercanos al gobierno –batllistas, blancos independientes y cívicos- a quienes se informó y consultó sobre lo oportuno de jugarse. Con matices todos estuvieron de acuerdo, quizá el más vehemente fue César Batlle Pacheco para quien “si Estados Unidos nos propone ser los iniciadores de esa acción, es porque somos el único país en condiciones de hacerlo, porque somos la única democracia. Por lo demás, ese gran país que es Estados Unidos nos ofrece todo su apoyo”. Y concluyó: “el poder irresistible de Estados Unidos recurre a nuestro pequeño poder moral”. Uruguay decidió tener este gesto de “valentía”, con el respaldo norteamericano, claro. Así, el 23 de noviembre Rodríguez Larreta hizo pública la doctrina que llevaría su nombre. El núcleo central proponía mantener el principio de no intervención “pero armonizarlo con otros cuya vigencia adquiere importancia fundamental para la conservación de la paz y la seguridad internacionales”. La cuestión no era solamente el vínculo entre “paz y democracia” sino “que la paz es indivisible”, o sea “los conflictos no pueden ser aislados, ni pueden subsistir indefinidamente”. En concreto, la lucha contra el nazi-fascismo se daba a escala planetaria, y como los conflictos no pueden eternizarse hay derecho a ponerles término. En esencia, “la no intervención no es el escudo atrás del cual se perpetra el atentado, se viola el derecho, se ampara a los agentes y fuerzas del Eje, y se burlan los compromisos contraídos”. En definitiva, “ante sucesos notorios” debería darse “un pronunciamiento colectivo multilateral”. El objetivo era habilitar la intervención en Argentina con un respaldo jurídico internacional, y todos lo sabían. La doctrina Larreta no prosperó. Tuvieron que retirarla del orden del día de la Conferencia de Río dado los reparos que presentaron la gran mayoría de los gobiernos latinoamericanos. Pero Estados Unidos tenía varias cartas para jugar.

El 24 de febrero de 1946 se iban a realizar las elecciones argentinas y la disputa estaba centrada entre la fórmula opositora de la Unión Democrática (ud) encabezada por Tamborini y Mosca; del otro lado un frente variopinto postulaba la candidatura de Perón. Con la excepción del herrerismo, en Uruguay todos se jugaron por la victoria de la ud, realizando desde los medios de comunicación una campaña masiva, interviniendo en las elecciones del vecino. Para Luis Batlle la contradicción era entre  “Hitler o Tamborini”.

Cerca del 10 de febrero de 1946 el embajador uruguayo en Washington fue convocado de urgencia a Blair House a una reunión “muy importante y reservada”. En consideración a los servicios prestados, Uruguay iba a ser depositario de una novedad que cambiaría el rumbo de la situación argentina: el Libro Azul.  Dean Acheson, secretario auxiliar de Estado, reveló “que el objeto de la reunión era dar cuenta de que el Departamento de Estado había remitido a las cancillerías […] un memorándum sobre la Situación Argentina, que fue confeccionado durante muchos días  y noches de incesante trabajo por el señor Braden con el auxilio de un importante personal y mediante el estudio de la voluminosa documentación recogida durante varios años”, el Libro Azul.

¿Para qué tanto trabajo? Braden y Acheson fueron enfáticos y claros, Estados Unidos “no puede acordar confianza ni poner su fe en cualquier gobierno argentino que surja de entre los hombres que han figurado comprometidos en actividades nazi-fascistas en la Argentina desde el 7 de diciembre de 1941 y que por lo tanto […] no podrán firmar con aquel un pacto eventual de asistencia mutua entre las naciones del hemisferio”. Así, el Departamento de Estado ayudaba a sus amigos en Argentina a ganar las elecciones, pero el efecto sería exactamente el contrario. Estados Unidos le regaló al peronismo un arma que supo usar con maestría; la injerencia atizó el sentimiento antimperialista que se tradujo en una consigna que recorrió todo el país vecino: Braden o Perón. El 24 de febrero de 1946 Perón ganó las elecciones.

LA CASA DE AL LADO. La política de Rodríguez Larreta –si bien su doctrina fue un fracaso político-ideológico- alineó definitivamente al Uruguay con los Estados Unidos y ese alineamiento perduró en el tiempo. La alianza con Washington garantizaba la independencia del país ante un peronismo que se veía amenazante y que muchas veces amenazó. Pero por encima de la política y la diplomacia, e inclusive de las profundas diferencias culturales entre Argentina y Uruguay en aquel entonces, hubo algo ideológicamente más sutil que influyó en la toma de posición de gobernantes y gobernados ante el fenómeno peronista.

Cuando Luis Batlle Berres comparaba a los peronistas con la barbarie y cuando Roberto Ibañez hacía el símil con el rosismo, no estaban sólo haciendo propaganda política. Para los liberales colorados y para la izquierda el peronismo representaba el fascismo, sí, pero adaptado al Río de la Plata  en “el nacionalismo ramplón” como decía Roberto Ibáñez, y que hundía sus raíces en el nacionalismo católico, originario en la doctrina federal rosista. La unión de Perón con la Iglesia y sus apoyos a la España de Franco, afirmaron las certezas de que se estaba frente a un fenómeno de alto riesgo, especialmente extraño para un país como Uruguay que hizo gala, siempre, de su laicismo y de su sistema demoliberal.

Uruguay, como sociedad integrada e integradora desde principios de siglo xx no “necesitó” un Perón. La obra de los gobiernos batllistas habían establecido las reformas sociales y económicas que Argentina recién conocería gracias al peronismo. La estructura estatal y política y las políticas reformistas que en nuestro país ya tenían cuatro décadas cuando apareció Perón, hicieron innecesario un proceso de corte populista. Y esos procesos, tanto en la década del 40 como en el presente, son mirados por los uruguayos con asombro y algo de desdén. Quizá por ello las inmensas prevenciones con que miraban los acontecimientos argentinos, prevenciones que eran especialmente consideradas por la dirigencia política.

El proceso posterior hasta 1955, no haría más que repetir y amplificar lo vivido en el Río de la Plata durante el nacimiento del peronismo.

Carolina Cerrano es historiadora, Fernando López D’Alesandro  es historiador y dirigente del Partido Socialista Uruguayo


Fuente:
www.sinpermiso.info, 28 de septiembre de 2014
Temática: 

Subscripción por correo electrónico
a nuestras novedades semanales:

El responsable de tratamiento de tus datos es Asociación SinPermiso y la finalidad del tratamiento es hacerte llegar nuestras novedades. Puedes ejercer tus derechos en materia de protección de datos contactando con nosotros*. Para más información consulta nuestra política al respecto (*ver pie de página).