La COP26 debería distanciarse de la terapia de choque del carbono

Daniela Gabor

Isabella M. Weber

05/12/2021

La descarbonización requiere una vuelta a la planificación estratégica y no una terapia de choque dirigida por el mercado, sostienen Daniela Gabor e Isabella Weber.

Este es un guest post[1] de Daniela Gabor, profesora de economía y macrofinanzas en la UWE Bristol, y de Isabella Weber, profesora adjunta de economía en la Universidad de Massachusetts Amherst y autora de How China Escaped Shock Therapy (2021), libro en el que sostiene que un planteamiento basado en el mercado para reducir las emisiones de carbono podría sembrar más inestabilidad de la que conviene.

La opinión generalizada dice que para que la COP26 logre algún avance significativo, esta debe girar en torno al precio del carbono. Las grandes finanzas quieren que se fije en la cumbre que termina esta semana[2] un precio global del carbono de 50 dólares por tonelada. Las grandes empresas también están de acuerdo. Los grupos de presión de las empresas han argumentado recientemente que un precio global del carbono animaría a los productores de energía, a la industria, a los consumidores y a los mercados financieros a cambiar a tecnologías y actividades de bajas emisiones de carbono. La coordinación mundial en la COP26 debería conseguir que los países reticentes (especialmente Estados Unidos, China e India) se enfrenten a la mano disciplinadora del mercado. La COP26 es la última oportunidad colectiva de confiar en el poder de las señales de los precios.

Las que vivimos la transición desde las economías de planificación centralizada tenemos otro nombre para el mantra de “haz que los precios sean correctos y el mercado proveerá”. Lo conocemos como terapia de choque. En los años 90, los terapeutas de choque dijeron a los gobiernos de Europa del Este y de la antigua Unión Soviética que sus economías necesitaban un rápido cambio estructural.

Las empresas de propiedad estatal debían dejar paso a un amplio sector privado. La terapia de choque las sometería a la disciplina del mercado mediante la liberalización de los precios de los bienes de producción anteriormente controlados por el Estado y mediante el fin de los créditos baratos, las subvenciones y las concesiones fiscales. De hecho, los terapeutas del choque insistieron en que sólo una fuerte dosis de austeridad fiscal y monetaria eliminaría finalmente la “restricción presupuestaria blanda”, esa peculiar aflicción socialista que mantenía vivas a las empresas estatales morosas, fijando los recursos en los sectores equivocados. El objetivo era reducir la industria pesada.

La verdadera prueba para los gobiernos que suben los precios, advertían los terapeutas del choque, no es sólo mantenerse firmes cuando los salarios reales caen, sino mantener las políticas de restricción del crédito incluso cuando las quiebras en los sectores estatales aumentan el desempleo. Esta era una prueba de austeridad en la que incluso los gobiernos comprometidos fracasarían cuando el mercado produjera, como era de esperar, trastornos sociales y económicos. Pero los terapeutas del choque disponían de un formidable aparato institucional para condicionar a los gobiernos reticentes: el FMI y el Banco Mundial. Las antiguas economías planificadas dependían de las instituciones de Bretton Woods para el apoyo en caso de crisis, ya que ambas creían firmemente en el poder de las señales de los precios reforzadas por la macroausteridad. Los economistas conservadores de los bancos centrales locales se unieron con éxito a su causa.

Si miramos más de cerca lo que se esconde tras la retórica de la COP26, podemos ver que se acercan los terapeutas del choque del carbono. La narrativa de los precios suena inquietantemente familiar: las subidas del precio del carbono asignarán recursos, reales y financieros, hacia los sectores adecuados. Puede que la macroausteridad no esté en el discurso, pero sí está en el menú: después de casi dos años de expansión monetaria y fiscal relacionada con la pandemia, volvemos a tener llamamientos para reducir las arcas públicas.

Los fetichistas de la disciplina fiscal están (todavía) al mando y no les gusta la alternativa a la terapia de choque del carbono –la inversión pública verde masiva bajo el lema keynesiano de “todo lo que podamos hacer realmente nos lo podemos permitir”. Al igual que en el caso de los antiguos terapeutas del choque, su rechazo es una opción política: la descarbonización dirigida por el Estado requeriría que los bancos centrales y los Ministerios de Finanzas e Industria volvieran a trabajar conjuntamente después de casi 40 años de separación. Implicaría que los bancos centrales redirigieran activamente los flujos de capital privado de la inversión en actividades contaminantes hacia las de bajas emisiones de carbono. Supondría el desarrollo de la capacidad institucional pública para dirigir rápidamente al sector privado hacia actividades de bajas emisiones de carbono y para responder dinámicamente a los obstáculos y a las consecuencias imprevistas del aumento de los precios del carbono.

Esto se parece un poco a la forma en que China escapó a la terapia de choque: las instituciones de planificación central mantuvieron el control sobre los aspectos estratégicos del sistema económico a la vez que creaban una nueva dinámica de mercado de forma experimental y gradual. China utilizó las señales del mercado, pero no permitió que dictaran el ritmo y la dirección de la transición.

La terapia de choque del carbono no se aplicará en todas partes. Aunque el momentum mundial se centra ostensiblemente en los países de renta alta; esto es, los contaminadores históricos, el aparato institucional de la terapia de choque del carbono se está configurando rápidamente para dirigirse a los países de renta media y pobres. Una vez más, los países más vulnerables a los fenómenos climáticos y menos responsables de la crisis climática serán el laboratorio. Cargados con una elevada deuda externa tras la pandemia y con un acceso limitado a las vacunas, tendrán que recurrir al FMI y al Banco Mundial para obtener ayuda financiera.

El FMI ha sido uno de los primeros defensores de la fijación del precio del carbono a nivel mundial. Su nuevo Climate Change Dashboard aborda la transición en términos de pérdida de ingresos fiscales y de fijación del precio de las emisiones de los combustibles fósiles a un nivel “socialmente eficiente” que tanto reduciría la contaminación como aumentaría los ingresos fiscales por consumo. Sin embargo, no computa los perjuicios para las empresas locales derivados del aumento de los precios del carbono ni las implicaciones para el empleo y el crecimiento. La nueva Estrategia Climática del FMI, publicada en julio de 2021, presenta la fijación del precio del carbono como la única estrategia viable para la transición. En 42 páginas, menciona la fijación del precio del carbono 23 veces, la política industrial verde una vez y las inversiones públicas verdes nunca. El giro hacia la terapia de choque del carbono se detalla en sus planes de préstamos de condicionalidad “verde”: Los créditos del FMI a los países que lo necesiten aumentarán los experimentos con recortes de subsidios (a los combustibles y a la energía), la fijación del precio del carbono y la creación de resiliencia financiera.

El énfasis en la fijación del precio del carbono convierte al banco central en un aliado local clave, recreando la política institucional de la terapia de choque. Al igual que su precursora, la terapia de choque del carbono es inherentemente inflacionaria. Entonces se prometió a los países que la libre flotación de los tipos de cambio reforzaría las señales de los precios, pero lo que obtuvieron en su lugar fue una mayor inflación por la debilidad de sus monedas, lo que empujó a los bancos centrales a una mayor austeridad monetaria. Ahora, aunque los bancos centrales se nieguen a aumentar selectivamente el coste del crédito contaminante (a las industrias con altas emisiones de carbono), la austeridad monetaria puede ser necesaria para luchar contra la inflación derivada de la fijación del precio del carbono.

Puede que los terapeutas del choque del carbono no apoyen las inversiones públicas verdes, pero tienen un mensaje tranquilizador para una financiación climática. Los países pueden movilizar los billones de dólares que inversores institucionales globales como BlackRock están dispuestos a invertir en la transición hacia un consumo de bajas emisiones de carbono. Estos inversores no han aparecido a escala significativa porque las inversiones climáticas en los países pobres son demasiado arriesgadas en relación con los rendimientos. Además de las reformas regulatorias, la clave para desbloquear la financiación privada es la reducción del riesgo fiscal: se espera que los países encuentren recursos fiscales para garantizar la rentabilidad de los inversores privados, incluso mediante la ayuda oficial al desarrollo.

El nuevo Comisionado de Resiliencia y Sostenibilidad del FMI también puede ser utilizado para reasignar los recién creados “Derechos Especiales de Giro” de los países de altos ingresos a los inversores institucionales globales, todo ello en nombre de la reducción del riesgo de las inversiones privadas verdes. El único sector que estará protegido de la terapia de choque del carbono es el de las finanzas privadas. A pesar de que su devastadora contribución a la crisis climática, a través del crédito a los contaminadores y el lavado verde, es bien conocida.

Resulta tentador desestimar los crecientes llamamientos a la fijación del precio del carbono como una postura vacía de intereses arraigados que apuestan por la continua ausencia de voluntad política. Pero parece que los países pobres y de renta media van a verse obligados, una vez más, a someter sus economías a una caótica transformación estructural. Lo que realmente necesitan son políticas macrofinancieras cuidadosamente diseñadas para ajustar sus estructuras productivas.

[1] N. del T.: El artículo original es un guest post en el Financial Times.

[2] N. del T.: La COP26 empezó el 31 de Octubre de 2021 y acabó el 12 de Noviembre de 2021. 

 

es profesora de Economía y Macrofinanzas en la University of the West of England Bristol y miembro del consejo editorial de la Review of International Political Economy.
es Assistant Professor de Economía y jefa de investigación para China del Asian Political Economy Program en el Political Economy Research Institute de la University of Massachusetts Amherst.
Fuente:
https://www.ft.com/content/1d2dcdc4-4de2-4e87-ab1f-574a32c5e0e2
Traducción:
Àlex Rosell

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