Regulación de alquileres: la economía moral en la pandemia

Rubén Martínez Moreno

Julio Martínez-Cava

18/04/2020

A unas semanas del inicio del estado de alarma toda nuestra existencia parece estar bajo asedio. La crisis provocada por la pandemia lleva al límite algunas de las instituciones básicas para la reproducción material de nuestra sociedad. Incluso pone en cuestión el derecho a la existencia de muchas personas. 

Por el momento, no hemos alcanzado un punto de crisis tan intensa que incentive los saqueos (aunque en Italia se han dado algunos). Pero cuando el impacto sea más claro sobre las familias vulnerables, ¿se atreverá el gobierno a regular todo tipo de prácticas monopólicas? Algunos pasos se están dado en esa línea. Pero la timidez y las excepciones en esas regulaciones, más que un cambio de modelo, ilustran un modo de regulación capitalista acorde a los tiempos.

Mientras, nuestros queridos capitalistas no desaprovechan la ocasión para aumentar su tasa de rentabilidad. El mercado de las funerarias se ha llevado la palma. Las grandes empresas controlan un 30% de ese mercado. Pertenecen a fondos de capital riesgo, grupos inmobiliarios y sobre todo a aseguradoras. No han tardado en lucir sus mejores galas. Por un lado, con el cobro extra de “féretros especiales” por motivos de salud, una necesidad desmentida por el Ministerio de Sanidad. Por otro, con prácticas de competencia desleal, colocando comerciales en los hospitales, aprovechando la situación de dolor ante la pérdida de un familiar para imponer precios descomunales. Al parecer hay algunos límites morales que todavía no estamos dispuestos a traspasar. El escándalo ha provocado la intervención de las autoridades, regulando los precios para evitar subidas desproporcionadas. Pero, ¿es todo lo que se puede hacer ante esta turba de rapaces? ¿No tendría más sentido municipalizar todos los servicios funerarios?

Tampoco pasa por sus mejores días el inveterado respeto por nuestros mayores. Las residencias de ancianos han sido convertidas en “aparcamientos de abuelos gestionados con espíritu de eficiencia mercantil” donde encontramos situaciones dantescas descritas en este reportaje de CTXT:  “cadáveres abandonados durante horas o días. Personal (religioso, sanitario y auxiliar) dándose a la fuga o confinándose con los enfermos para cuidarlos. Trabajadoras muy precarizadas –un 90% son mujeres–, sin medios ni formación para abordar el problema”. ¿Se publicarán los datos de mortalidad desglosando las residencias públicas de las privadas? ¿Seguiremos confiando la vida de nuestros mayores a la lógica de la ganancia?

Los fondos financieros también andan al acecho de encontrar beneficios en el cierre obligado de gran parte de la economía productiva o en la crisis redoblada del mercado de vivienda. A Blackstone no parece afectarle la crisis, más bien al contrario. Hace pocos días, esta firma norteamericana anunciaba que ha conseguido captar 9.800 millones de euros en el mayor fondo jamás logrado en Europa para invertir en activos inmobiliarios. Mientras los activos vinculados a sectores productivos y al parque inmobiliario pierden valor, Blackstone no pierde oportunidad para comprar y poder especular con su futuro precio. La ecuación es disparatada. Sectores productivos obligados a parar y que se devalúan. Viviendas que caen o suben de precio según las políticas que se apliquen. Mientras, el sector financiero especulando para sacar tajada. ¿Acaso el vampirismo es un servicio esencial? ¿Estas prácticas monopólicas solo se regulan para facilitar su expansión?

Frente a este panorama, demandar regulaciones de precios puede parecer una medida loable para compensar impactos inmediatos de la crisis, pero también un arreglo acorde al sistema. Incluso puede ser señalada como una medida reaccionaria frente a la necesidad de un cambio radical que solo puede conseguirse dinamitando la bolsa.

Lo cierto es que la historia de luchas pasadas nos ayuda a matizar estas dicotomías. Ha habido conquistas emancipadoras que apelaban a la regulación de precios y que, no solo afianzaban el sostén de los más pobres, sino que fueron el legado de algunos de los mayores movimientos populares jamás vistos. En ese sentido, los estudios sobre la “economía moral” son un archivo histórico y político que nos ayuda a comprender estos procesos sociales. Sin fetichizar las luchas pasadas, pero sin ignorarlas ni menospreciar los aprendizajes de revoluciones sin épica.

 

La economía moral de los pobres

Comprender el potencial y actualidad de la “economía moral” pasa por atravesar los vericuetos de su trayectoria histórica. Merece la pena ver hasta qué punto se desprenden lecciones políticas en varias direcciones.

Fue un párroco de la Universidad de Cambridge quien, hace tres siglos, escribió por primera vez sobre la “economía moral de las cosas” para alabar la grandeza de su Creador. Tenía un sentido religioso, y así continuó a lo largo del siglo XVIII y XIX en Gran Bretaña[1]. Sin embargo, durante el siglo XVIII también fue emergiendo un uso diferente de “economía moral”, señalando los conflictos y contradicciones de una sociedad capitalista que comenzaba a industrializarse. No era una cháchara conceptual. Era una afrenta contra la “nueva economía política”, contra los defensores de una esfera económica autónoma, que debía permanecer exenta de las ineficaces intromisiones políticas de gobiernos o pueblos ignorantes. En la práctica, los “mercados” están siempre políticamente constituidos, pero la utopía capitalista del mercado autorregulado ya cosechaba adeptos. Los críticos de la época eran buenos conocedores de ese programa político. El líder cartista Bronterre O'Brien criticó la economía moral sostenida por los defensores del nuevo orden social y de la que nunca hablaban para camuflar sus infamias.

El historiador británico E. P. Thompson encontró en la obra de O’ Brien el concepto moral economy, con el que sistematizó algunas de sus investigaciones sobre la common people del siglo XVIII. Resulta oportuno recordar sus estudios sobre los “motines de subsistencia” en los mercados de grano de Inglaterra y Gales en períodos de escasez. En 1971, Thompson publicó su artículo “The Moral Economy of the English Crowd in the Eighteenth Century”[2] donde analizaba el “universo moral de los pobres”. Un universo incrustado en una relación recíproca entre las élites y las clases populares en la que las fronteras de lo “prohibido” y lo “permitido” en la esfera económica nunca dejaban de renegociarse. En este delicado equilibrio de clase, cuando la subsistencia o la seguridad de los pobres no estaban garantizadas, la protesta popular quedaba legitimada. Aquí el énfasis cae sobre la palabra “recíproca”. El interés político de Thompson estaba en la cuestión de clase en juego –esa “morada material” de la cultura– para evitar, decía, una “retórica moralista descontextualizada”. Sin tomar en serio el conflicto de clase, podemos encontrar economías morales hasta debajo de las piedras.

 

La institucionalización de la economía moral

Visto el origen político del concepto, ¿qué relación hay entonces entre la economía moral, la regulación de precios y el Estado? A lo largo del siglo XVIII la forma de protesta popular más habitual no fue la huelga, ni las manifestaciones en las grandes ciudades ni tampoco los levantamientos violentos. Todas esas formas existían, pero las formas más comunes fueron el motín de subsistencia de subsistencia y las demandas de regulación de precios. Ocurrían cuando la gente percibía que se abandonaban los “precios justos”, ya fuera porque las autoridades no garantizaban la existencia de su población o porque se creía que las subidas eran artificios de especuladores y acaparadores (o ambas)[3].

Las protestas no solo buscaban la subsistencia de la población, sino que revelaban toda una manera de concebir la actividad económica, anclada en usos y costumbres tradicionales. Sería esa economía política popular el objetivo de todos los ataques de la “economía política”. En el artículo “Discourse sur l’économie politique” de L’Encyclopédie, Rousseau puso nombre y apellidos a este enfrentamiento entre una “économie publique populaire” y una “économie publique tyrannique”. La distinción sería retomada por Robespierre: en un debate parlamentario sobre su Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1793, utilizó la “economía política popular” para designar el programa de la República democrática y social frente a la “economía política tiránica” del libre mercado y la especulación[4].

Una parte fundamental del programa de gobierno de los montagnards consistió precisamente en institucionalizar esas prácticas populares. La Ley del Maximum, por ejemplo, fijaba un tope de precios sobre las mercancías de primera necesidad. En este sentido, la Revolución Francesa fue la primera experiencia histórica en institucionalizar la economía moral popular a nivel estatal. El cambio fue importante: antes de la Revolución, la economía moral de la multitud ocurría “por fuera” de las instituciones públicas. Desde la Revolución, se han podido abordar sus contenidos desde las autoridades públicas y no solo en confrontación con estas.

 

 

También Thompson sostuvo que la economía moral tradicional sobrevivió transformándose en el sindicalismo, las cooperativas y otras instituciones del movimiento obrero, acercando la noción a la “economía política de la clase trabajadora” de Marx, que aspiraba al poder político. Si se estira del hilo, no sorprende que se haya extendido el concepto al estudio de las tensiones entre paternalismo y universalismo de los diferentes Estados de Bienestar.

¿Existe entonces una “economía moral” en las sociedades postindustriales y en pleno siglo XXI? Hay un pequeño problema. La economía moral, en sus orígenes, remite a comunidades aldeanas relativamente cerradas, con lazos sociales fuertes y donde las costumbres y el derecho consuetudinario ocupan un lugar central. Esto podría llevarnos a pensar que no sirve para explicar el cambio social porque busca volver a un pacto social ya roto. Pero es justo durante los períodos de cambio social donde la idea parece tener más sentido porque nos remite a la dimensión moral de determinados conflictos sociales justo cuando las tensiones de clase se exacerban y la reproducción social está en juego. Y a pesar de su apariencia conservadora –apelan a costumbres, a un viejo orden– en realidad es capaz de formular nuevos derechos y apuntar horizontes emancipadores. Por ese motivo, se han querido ver protestas actuales en clave de “economías morales” como los Gilets Jaunes en Francia, pero advirtiendo (quizás de forma exagerada) sobre su carácter conservador y excluyente.

En cualquier caso, desfasado o no, las virtudes de un concepto tan manido han sido exageradas con frecuencia. Lejos de sumarnos a la moda –académica– de perseguir el final del arcoíris de los conceptos, esta historia política permite debatir sin simplismos sobre algunos puntos de conflicto que se han abierto recientemente.

 

Regulación y revolución

Hace apenas unos días, el presidente del Consejo General de Farmacéuticos solicitó al Ministerio de Sanidad intervenir temporalmente los precios de mascarillas, geles hidroalcohólicos y otros elementos de protección. Tanto en su provisión de origen como en su venta. El Ministerio de Consumo reaccionaba a esas peticiones, mostrando la intención de regular los precios “cuanto antes”. En una línea similar, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia ha iniciado tres investigaciones a bancos, funerarias y fabricantes de productos de protección sanitaria y, a través de un buzón anónimo, sigue recibiendo denuncias de abusos. Según escribimos estas líneas, seguro aparecen casos similares, aconsejando la nacionalización de empresas o la regulación extendida del eficaz y justo mecanismo del sistema de precios. Tal vez el diablo está en los detalles, pero mirando a los defensores del sistema de precios su cara aparece a simple vista.

Sin embargo, lo que está en juego no es una respuesta tímida y temporal a exigencias para frenar la especulación en productos de primera necesidad. Aunque sea por asegurar la salud de la fuerza de trabajo, solo faltaría que un gobierno no hiciera algo así. Cuando la reproducción social no está garantizada, se torna sentido común amputar las máquinas de especulación que arrebatan toda posibilidad de subsistencia a la población. Por eso nuestro objetivo no puede ser la regulación de precios como tal. Las demandas de regulación, cuando abren tensiones de clase, pasan a ser el humus contra la “economía política tiránica” del libre mercado y la especulación.

Donde mejor quedan reflejadas estas dinámicas es en el movimiento por el derecho a la vivienda.  El 1 de abril de 2020 se ha declarado huelga de alquileres para aquellas personas que, viendo muy reducidos sus ingresos, no podrán hacer frente al pago de la vivienda en alquiler. La Huelga, bajo el lema «Quienes no cobramos, no pagamos» está convocada por una treintena de organizaciones sindicales y grupos de vivienda, y apoyada por más de 200 entidades de todo el estado. Las huelgas de alquileres forman parte de la historia que convirtió la vivienda en un derecho humano. A lo largo del siglo XX, en Nueva York, Glasgow, Buenos Aires, Barcelona y otras grandes ciudades, la huelga de alquileres ha operado como desobediencia pacífica contra la especulación y los abusos inmobiliarios. En estos procesos históricos, el inquilinato ha usado el impago para conquistar el derecho social a una vivienda digna.

Frente al sagrado modelo financiero-inmobiliario y la especulación, y hartos de exigir la regulación de precios, resuenan los motines de subsistencia. Frente a la economía moral de los capitalistas, la negativa a la regulación de precios solo puede encontrar la insumisión a la tiranía del valor de cambio. Si los precios del alquiler ya eran injustos, el endeudamiento no puede ser la solución. Las medidas del gobierno son un rescate de la economía rentista. La huelga de alquileres es la única respuesta.

 

 

Porque el panorama puede ser devastador: algunos estudios señalan que España sufrirá la crisis más que cualquier otra economía europea, con una disminución del 15.5% en el PIB este año y un déficit fiscal del 12.5%. La deuda total podría llegar hasta el 120% del PIB, incluso antes de que se contemplen medidas para reconstruir la economía.

Siguiendo con regulaciones tímidas y dotando de excepcionalidad al modelo financiero-inmobiliario, continuarán las prácticas de saqueo respaldas por el Estado. No cabe duda de que el modelo de regulación y sus sistemas de integración (la sociedad de propietarios) se sostienen sobre una economía moral tiránica. El ciclo Blackstone va a continuar arrasando no solo economías productivas –es el principal propietario de viviendas, pero también de hoteles– sino también derechos fundamentales. 

La historia de la economía moral nos enseña la permeabilidad del conflicto en las instituciones, y con ella, la necesidad imperiosa de sostener, aumentar y expandir el conflicto social a todos los rincones donde hay que defender la dignidad de nuestras vidas. Como escribió Tom Paine en 1795: “los derechos personales son una propiedad del tipo más sagrado. (…) Cualquier persona que abuse de sus medios monetarios o de la influencia que le dan estos, para quitar o robar a otro la propiedad que consiste en sus derechos personales, hace uso de su riqueza como un ladrón usaría un arma de fuego, y se merece por ello que se la quiten”. Lo característico de estos momentos históricos es que algo tan poco revolucionario a simple vista como las demandas de regulación de precios pueden ser el vestigio de un cambio radical. Pero de no recibir respuesta, la pulsión por conquistar nuevos derechos puede mutar en saqueos y motines. Ya se sabe, la revolución se hace con el tiempo o con la sangre.

 


[1] Esta manera divina de entender la economía moral a veces reflota. Resulta curioso verla reflejada en quienes entienden el virus como un ente salvífico enviado por la Madre Tierra.

[2] Publicado en la revista Past & Present, el artículo aparecería de nuevo en 1991 en el libro Costumbres en común junto a otro titulado “La economía moral revisada”. Thompson contestaba así a muchos de sus críticos, profundizando en sus investigaciones previas. Cinco años más tarde, aparecía la obra de James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant: Rebellion and Subsistence in Southeast Asia. La obra de Thompson y la de Scott están consideradas las fundadoras de los estudios que adoptan el enfoque de la “economía moral”, pero es común señalar algunos precedentes como La gran transformación de Polanyi.

[3] El historiador George Rudé, colega de Thompson que se formó con los historiadores marxistas franceses Albert Soboul y George Lefebvre, jugó un papel pionero en su estudio y nos dejó algunos clásicos sobre el tema.

[4] Florence Gauthier tuvo la oportunidad de mostrarle a Thompson esta distinción de Robespierre, que quedó complacido por la afinidad con su concepto de “economía moral de la multitud”.

 

Socio trabajador y cofundador de La Hidra Cooperativa. Doctor en ciencias políticas
Miembro del comité de redacción de Sin Permiso. Doctorando en sociología
Fuente:
https://ctxt.es/es/20200401/Firmas/31901/alquileres-regulacion-economia-coronavirus-precios-ruben-martinez-julio-martinez.htm

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